La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.

Privilegio presidencial.

Por Daniel Della Costa

Hay gente que ya está viajando en el tren bala a Rosario, así como la hubo, en tiempos del primer Perón, quien ya se veía ciudadano de una potencia atómica, aunque estuviera haciendo cola para conseguir dos litros de querosén para la estufa. Lo que ocurre es que ser presidente en la Argentina, tiene sus ventajas.

Aunque a veces hayan sido echados de mala manera o debieron irse por la puerta chica. Y aún cuando, casi sin excepción, al final de sus mandatos compartan los cánticos que las tribunas deparan a los referís, por más que la vieja haya sido una santa. Pero esos y otros inconvenientes que se pudieran presentar, se compensan largamente con un privilegio que les asiste casi con exclusividad. Y por el que cualquier nativo daría no la mitad de su vida, pero sí aquella parte que, por designio de sus hijos o la magnitud de sus ahorros, deba pasar en el geriátrico.

Porque el privilegio no consiste, como puede suponer algún alma aún afectada por la retórica escolar, en que los granaderos de San Martín lo saluden cada mañana, en que cuente con un palco en el Colón al que no irá nunca o en que, no bien asome en cualquier acto, antes de haber abierto la boca, le lluevan los aplausos.

Y mucho menos, como piensa aquel que ya ha superado esa etapa e ingresado a la de la sospecha militante, porque el cargo sea la gran oportunidad para salir de pobre o para transarse a las muchachas más pechugonas de la TV.

Lo que más vale y lo que más se le envidia es la autoridad que se le da a lo que dice. Porque si a un tipo, entre los que yugan ocho horas al día, viven de un sueldito y cargan una familia que gasta como si el intratable Moreno hubiera conseguido bajar el precio de la milanesa de nalga, se le ocurre decir en el café que ha inventado un sustituto de la nafta que saldrá 5 centavos el litro, o que Nazarena Vélez anda perdida por él, es fácil que los amigos se le rían en la cara y le aconsejen que abandone el tinto o que lo mezcle con soda.

Pero si un presidente dice, así, en un rapto y vaya a saber por qué, que va a hacer un tren bala, aunque los que hoy circulan sean tortugas decrépitas y cada viaje pueda concluir en un descenso a los infiernos, no sólo nadie se ríe ni le pregunta si durmió bien o si le cayó pesado el corderito patagónico, sino que todos se ponen a hacer cálculos y ya se ven dentro del bólido yendo a comprar alfajores a la peatonal rosarina.

Sin que a alguno se le pase por la mollera que esto puede tener tanta miga como el cosmódromo de Menem o el traslado de la Capital a Viedma. Y sin que se recuerde tampoco que en estos tres felices años hubo un montón de obras que no pasaron del papel.

“Maestro –dijo el reo de la cortada de San Ignacio–, piense que el hombre tiene que llenar la plaza. Y le diré más. Como las encuestas le daban que con el tren bala, el aumento de la jubileta y el precio máximo a los bifes no le alcanzaba, ¿a qué no sabe en qué se pensó?

En invitar al palco a la reina del carnaval de Gualeguaychú, pero bien ventiladita como se la vio en las fotos. Hicieron un sondeo y con ella le daba como un millón de asistentes, sin necesidad de repartir sándwiches y birras. Pero la Cristina le dijo: o ella o yo. Y Lupin aflojó. Pero me contaron, de buena fuente, que le caían los lagrimones”.

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