La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.

El caso de los niños cantores.

Por Álvaro Abos.

Para todos los que soñaron con la gallina y le jugaron al 25, el viernes 4 de septiembre de 1942 fue un día inolvidable. Pero sobre todo lo fue para los niños cantores -no precisamente los de Viena- que entonaron con voz templada una pequeña obra barroca de la corrupción argentina.

El sorteo de la Lotería Nacional duraba una hora. Rotaban tres turnos de tres boys scout cada uno. Los nueve participaron en la maniobra. Habían encargado a un carpintero unas bolillas similares a las que giraban en los dos globos de vidrio. Uno de los niños cantores tenía escondida en su mano la bola con el premio mayor. Otro, la bola con el número elegido.

En medio de la rutina, cuando se llevaban cincuenta minutos de sorteo y los premios se repetían -Cieeen peeesos...-, se cantó el número mágico: -Treeeinta y un miiil veinticiiiinco...

-¡Trescieeeentos miiiiiiil peeeesoss...!

El tercer boy scout, en medio de los dos cantores, recogió las bolillas, las mostró al público, se las exhibió al notario y procedió a colocarlas en el tablero. Todo se había hecho a la vista, confiando en la credibilidad que despertaban los niños, pero una organización criminal estaba detrás de los cantores.

Café de los Angelitos

Unos meses atrás, cuando comenzaba el duro invierno de 1942, dos hombres entraron en el Café de los Angelitos, en Rivadavia y Rincón, sacudiendo la llovizna que impregnaba los sobretodos. El mayor se quitó el sombrero. El otro era un adolescente. Padre e hijo. Mientras daban cuenta de un submarino y un completo -café con leche con pan y manteca-, fueron llegando otros hombres con otros chicos. Boys scout. Hablaban en voz baja.

-¿Quiénes entran?

-Fulano y Mengano...

El mecanismo era sencillo. Los boys scout fueron birlando bolillas. Un oficial tornero de Ramos Mejía confeccionó, según el modelo, dos bolillas exactamente iguales: una con el número elegido, otra con el premio grande. Se fijaba un día para consumar el delito y los padres de los niños cantores jugaban lo que tenían y lo que no tenían a ese número.

El mecanismo fue ensayado el 24 de julio de 1942 con el número 25.977, y todo funcionó a la perfección. Entonces, envalentonados, prepararon el gran golpe. ¿Qué estaba sucediendo mientras tanto en la Argentina?

El 20 de febrero de 1938 había jurado como presidente Roberto Marcelino Ortiz, candidato de la Concordancia, alianza entre conservadores y radicales antipersonalistas, surgido de elecciones escandalosamente turbias. Había entonces dos grandes jefes políticos: el conservador general Agustín P. Justo, en el poder, que había designado a Ortiz a dedo, y el radical Marcelo T. de Alvear, derrotado en 1937.

Ortiz era un político opaco - abogado de los ferrocarriles ingleses, lo habían estigmatizado los socialistas-. Ex ministro de Alvear y luego de Justo, Ortiz tenía salud frágil: era diabético, le fallaban el corazón y la vista. Durante la campaña presidencial de 1937 se desmayó en el Luna Park y padeció un accidente cerebral en Resistencia.

El presidente ciego

Muy afectado, además, por la muerte de su esposa, Ortiz pidió licencia al Congreso y entregó el poder a su vicepresidente, el juez jubilado Ramón S. Castillo, conservador, otro dirigente de escaso fuste.

¿Qué sucedía en la sociedad argentina mientras tanto? Un gran debate con el trasfondo de la lucha ideológica que desgarraba al mundo. Fascismo, revolución proletaria, democracia. En la Argentina, las elecciones eran una farsa con matones, urnas volcadas, votos comprados. A los millones de inmigrantes extranjeros siguieron las oleadas de cabecitas negras (así llamados por un pajarito criollo) que afluían a las ciudades. Crecían dos factores de poder que pronto iban a fusionarse: sindicatos y militares nacionalistas.

Los escándalos de corrupción se multiplicaban. Concesiones a la compañía de electricidad Chade otorgadas mediante sobornos. Venta al Ejército de tierras en El Palomar, asunto que originó un resonante debate parlamentario. En octubre de 1941, el presidente provisional Ramón S. Castillo clausuró el Concejo Deliberante al descubrirse que los concejales, muchos de ellos inescrupulosos caciques parroquiales, vendían a los dueños de colectivos inmunidad contra las multas de los inspectores municipales.

Los partidos protestaron contra la clausura, pero la medida fue aprobada por una opinión pública hastiada, que la calificó de decreto higiénico . Jóvenes argentinos rompían y tiraban los pedazos de sus libretas de enrolamiento en las puertas de la Casa Rosada.

El mundo enviaba noticias inquietantes. Durante el verano septentrional de 1942, la Wehermatch (aviación nazi) sobrevolaba el Volga y el Tercer Reich estaba a las puertas de Moscú. Submarinos alemanes recorrían las profundidades del Atlántico Sur. El gobierno mantenía la neutralidad, lo que era considerado una herejía por la mayoría de los políticos y por buena parte de la sociedad.

Los visitantes de Ortiz, en la residencia presidencial de Suipacha 1042, se sentaban siempre en el mismo sillón, pero cuando alguno cambiaba de lugar, el presidente, ya ciego, hablaba al vacío.

La muerte rondaba. En 1938, Leopoldo Lugones, la pluma más ilustre, se envenenó en el Tigre mientras su hijo del mismo nombre torturaba en el Departamento de Policía. La poeta Alfonsina Storni se ahogó en Mar del Plata. En 1939 se pegó un tiro Lisandro de la Torre, el político ético. En 1942, un infarto derrumbó a Roberto Arlt, el escritor que había retratado con ferocidad y sarcasmo -proféticamente- las miserias físicas y morales de aquellas décadas. José Gola, el popular actor, desapareció en la selva misionera, mientras filmaba una película. También se fue Marcelo T. de Alvear, que representaba a la Argentina opulenta y feliz de los años veinte.

El 15 de julio, mientras el país estaba entretenido con la historieta de la Lotería, se apagó la vida de Roberto Ortiz, el presidente envuelto en tinieblas.

A la cabeza y a los premios

Se extendía la mishiadura, lunfardismo que viene del dialecto genovés (miscio: pobre), y había que salvarse jugando. En la estafa de los niños cantores intervenía tanta gente que casi era vox pópuli.

El diputado radical por Santa Fe Agustín Rodríguez Araya pidió la formación de una comisión para indagar sobre los beneficiarios de concesiones para vender Lotería. La formaron los diputados Roberto Lobos, Carmelo Piedrabuena, Jacinto Oddone, J. Luciano Peltier, Fernando de Prat Gay y Atilio Giavedoni. Se descubrieron irregularidades: premios pagados sin billete, bolillas más pesadas, lo que beneficiaba a algunos números, privilegios para la venta de Lotería otorgados a parientes de antiguos presidentes y otros amigos del poder.

La comisión estaba cerca de la verdad, pese a lo cual los organizadores de la estafa decidieron seguir. Para el sorteo del 5 de septiembre, medio país le jugó al 25, a la cabeza y a los premios.

Los arbolitos (pasadores del juego clandestino) no aceptaban más apuestas. Algunos enterados viajaron a Rosario y hasta a Tucumán para conseguir billetes del 31.025.

Fue finalmente el diario vespertino Crítica el que destapó el escándalo. Para algunos, Crítica era un pasquín sensacionalista, y se decía que, con tal de vender más ejemplares, sus cronistas policiales cometían los crímenes sobre los que luego informaban. Para otros, era un diario valiente: su director, Natalio Botana, apoyó a los republicanos en la guerra de España y a los aliados en la Segunda Guerra Mundial, además de publicar a grandes escritores argentinos, como Jorge Luis Borges, que dirigía el suplemento literario.

"Ayer salió con la grande un número ya anticipado", tituló Crítica.

Rodríguez Araya actuó de inmediato. Hizo detener a todos los niños cantores y los sometió a interrogatorios cruzados, hasta que confesaron.

La prensa comentó extensamente el suceso: se dijo que algunos de los niños eran ya mayorcitos y más de uno, terminados los sorteos y tras embolsarse las propinas de los favorecidos, cambiaba los pantalones cortos de boy scout por los largos y ocupaba otro puesto público.

Las declaraciones a la prensa de uno de los acusados fueron reveladoras del clima de época: "¿Qué quieren? ¡Todos viven bien y gastan más de lo que tienen, y todos lo ven y nadie dice nada! ¡También nosotros tenemos derecho a pasarla bien!" Recibieron condenas de tres y cuatro años, pero en medio de acontecimientos que sacudieron poco después al país recuperaron la libertad rápidamente.

A la Rosada, directo

El 4 de junio de 1943, cuando la Concordancia estaba por proclamar la fórmula presidencial encabezada por el estanciero Robustiano Patrón Costas, un grupo de coroneles salió de los cuarteles de Palermo para tomar el poder. A último momento, un oficial del cual muy pocos habían oído hablar, un tal Perón, fue invitado a subir al coche de los cabecillas. En el viaje hasta Plaza de Mayo dieron los últimos toques al lema del golpe de Estado: "La era del fraude ha terminado".

A pesar de su modesto alcance, comparado con otros escándalos anteriores y posteriores, el caso de los niños cantores quedó en la memoria popular, quizá porque afectó a una institución como la Lotería Nacional, que era una de las columnas de la credibilidad pública, junto al Correo y la Caja de Ahorro Postal.

Dicen que Buenos Aires es la ciudad del mundo con mayor índice de psicoanalistas por metro cuadrado. También se juega mucho, y la fe de tantos apostadores en la mezcla de los sueños con el azar (si bien se mira, algo parecido al psicoanálisis) es otra de las formas de la cultura argentina, junto al culto a algunos mitos como la Madre María, la Difunta Correa, San La Muerte o Carlitos Gardel.

Qué lejano parece aquel 1942, casi de otro planeta. Y sin embargo, qué cercano también, con esa mezcla de escolazo (lunfardismo por juego, de origen incierto), corrupción y ansiedad.

Desde entonces ha llovido mucho. Vino tupido el 17 (la desgracia), se cansó de salir el 90 (el miedo) y casi todos le jugamos alguna vez al 64 (el llanto). Si no te gusta, hermano, ponele unos pesos al 61 (la escopeta) y encomendate al 29 (San Pedro). Al fin y al cabo, siempre que paró, llovió (el 39). ¿O no?

No. Cada tanto, también llegan el 81 (las flores) y, sobre todo, el 15 (la niña bonita).

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