La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.

Qué memoria entra en las aulas.

Por Nélida Baigorria.

El 24 de marzo pasó ya con su bagaje de dolor y de recuerdos, incentivados por una profusa propaganda unidireccional que excluyó, para quienes no lo vivieron, el marco histórico en el cual se produjo el nefasto levantamiento militar de 1976. Ha llegado, pues, la hora del balance.

En efecto, el 17 de marzo, una noticia publicada en LA NACIÓN informaba: "Evocarán en las escuelas los treinta años del golpe militar. Con el lema «Educar en la memoria para construir el futuro», el ministro de Educación, Daniel Filmus, presentó ayer el libro: Treinta ejercicios de memoria".

¿Con cuál de las acepciones el ministro se refiere a la memoria? En la primera, la Academia la define como: "Potencia del alma por medio de la cual se retiene o recuerda el pasado". Y en la acepción 12, el Diccionario de la Lengua señala: "Relación de algunos acontecimientos particulares que se exhiben para ilustrar la historia".

Por las declaraciones del sociólogo Filmus –aun sin haber tenido acceso previo al conocimiento de esos Treinta ejercicios– se infiere que la evocación que se llevó a cabo en las aulas excluye la tragedia integral de los años 70. Fragmentando, deliberadamente, el proceso histórico, se explaya sólo en su faz terminal, cuando la República, ya devastada por la guerrilla, la Tripe A, el gobierno desquiciado y la impotencia política para la salvaguardia de las instituciones, abre las puertas de los cuarteles, lo que consuma, con feroz alevosía, el terrorismo de Estado, cuyo origen se remonta al decreto de la autoridad constitucional vigente que ordena aniquilar la subversión. Es decir, reducirla a la nada, pulverizarla hasta el mínimo vestigio.

Si aquellos brillantes historiadores nuestros que honraron academias y cátedras con sus investigaciones, sus clases magistrales y su adscripción a la escuela historiográfica que hurga en la interpretación del pasado para explicar el presente, si ellos vivieran hoy (Emilio Ravignani, don Claudio Sánchez Albornoz, José Luis Romero, entre tantos otros), por probidad intelectual y rigor científico no vacilarían en documentar, para las generaciones futuras, cuál fue la concatenación de los hechos que condujo a la siniestra debacle final.

Los argentinos que hemos vivido, largamente, el siglo XX no olvidaremos jamás cómo la escuela y los medios de comunicación se transformaron muchas veces en el humus, en el semillero donde se sembró la validez de la acción directa para el logro de objetivos políticos reñidos con los valores de la coexistencia democrática.

Historiadores de pacotilla, docentes iconoclastas del credo de Mayo y escribas lujuriosamente rentados fueron voceros de esa prédica totalitaria gestada en las usinas del poder, tanto del populismo demagógico como de las dictaduras sediciosas que padeció el país en el transcurso de las dos terceras partes del siglo XX.

Luego de la durísima cuanto aleccionadora experiencia que hemos vivido, ¿el aula vuelve a ser ámbito para la enseñanza amañada de un doloroso proceso histórico? Un proceso que, por su envergadura, y para que el Nunca Más sea efectivo, exige una mirada retrospectiva, exenta de omisiones, a fin de no eludir insalvables responsabilidades políticas de quienes hoy están en el bronce o en expectables funciones públicas.

¿Qué contienen esos treinta cuadernos de memoria que se repartieron en las escuelas para sobre ella "construir el futuro"? ¿Persiguen un futuro sobre la base de la reivindicación del pasado? ¿Se insistirá en aquel perverso anatema que dividió al país en leales o vendepatrias?

Informaciones periodísticas señalaron que fue tarea ímproba para muchos docentes hacer el abordaje al tema, dada la disparidad de criterios de los alumnos ante planteos y propuestas divergentes de los relatos de sus padres.

¿Esas treinta lecciones siguieron la línea de pensamiento de la inexhausta retahíla de discursos, solicitadas, mensajes, canciones, pancartas, banderas, estribillos que no mencionaron, por ejemplo, cómo un importante sector de la civilidad luchó angustiosamente para frenar el golpe y cómo el gobierno peronista de Isabel Perón se negó a utilizar los recursos constitucionales e iniciar juicio político a una presidenta desbordada, que por su falta de idoneidad encuadraba cabalmente en el artículo 16 de la Constitución nacional?

¿Esas treinta lecciones destacan acaso la acción de los legisladores radicales –la primera oposición– y sus infructuosos esfuerzos para constituir la Asamblea Legislativa que podría haber salvado el vacío de poder y las instituciones republicanas del país, envuelto ya en un clima de disolución y de muerte?

¿Se les recuerda a chicos y jóvenes, en la conmemoración de ese trágico día, que no vivieron, el mensaje estremecedor del abnegado e ilustre Ricardo Balbín cuando, al hablar al país el 16 de marzo –ocho días antes del golpe–, exhortó a la unión de todos los argentinos, único recurso para evitar el derrumbe institucional?

Así apelaba, implícitamente, a la responsabilidad del Congreso, depositario de los instrumentos legales para salvar a la República de una nueva y despiadada violencia. Al cerrar lo que era casi un ruego, ¡qué patéticas sonaron sus palabras cuando evocó versos de un poeta de su tierra!: "Todos los incurables tienen cura, cinco minutos antes de su muerte". Esta lección de moral cívica, hoy silenciada, la rescatará mañana el escalpelo implacable de la ciencia histórica, en nuestros días inmovilizado.

¿Esas treinta lecciones exaltan la figura del primer presidente de la democracia rescatada con tanta sangre y tanto martirio, el doctor Raúl Alfonsín, que tuvo el enorme valor cívico de cumplir el compromiso electoral al firmar el decreto 187 –a los cinco días de asumir el poder– por el cual dispuso el enjuiciamiento de las Juntas y la conformación posterior de la Conadep, ejemplo de defensa de los derechos humanos que no tuvo parangón en el mundo?

¿Esas treinta lecciones llevaron a los alumnos el conocimiento de los tenebrosos antecedentes que culminaron en las organizaciones armadas, cuyos autores ideológicos dejaron testimonio escrito por medio de mensajes, órdenes y correspondencia en los que se revela, palmariamente, hasta dónde la ambición por el rescate del poder perdido indujo a exacerbar en la juventud la convicción absoluta de que sólo la violencia inmisericorde despejaría el camino para el retorno triunfal de su dux?

¿Se incluyeron fragmentos de las cartas de Juan Perón a John William Cooke, o del primero al jefe montonero Mario Firmenich –20 de febrero de 1971– publicada por la revista La Causa Peronista, el 3 de septiembre de 1974 (Año I, N° 9), en la que indicaba que las tácticas montoneras, lejos de obstruirla, coadyuvaban, en cambio, con su estrategia a largo plazo?

Si esas treinta lecciones reprodujeron sólo la temática de los discursos oficiales y sus adláteres, execrando los horrores del terrorismo de Estado pero, a la par, silenciando, alevosamente, el clima que le dio pie, negando además, con inaudita sordidez, el compromiso con la democracia de aquellos que denunciaron crímenes y vejámenes y, más tarde, enjuiciaron a los responsables de esa conducción criminal, debemos alarmarnos los argentinos porque, cuando la memoria cercenada, y por lo tanto falsa, entra en las aulas impulsada por funcionarios del Gobierno y los noveles campeones de los derechos humanos, ya comienzan a formarse las nuevas legiones de potenciales fundamentalistas y violentos para quienes la Constitución, el derecho y la ley son fantasías residuales de burgueses perimidos.

Decía el gran tribuno José Manuel de Estrada –en las postrimerías del siglo XIX, a sus alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires, con motivo de la celebración de una fecha patria– que es más fácil seguir la huella de una serpiente en su deslizamiento sobre una piedra que el rumbo de la juventud en el momento de las grandes opciones que ofrece la vida.

Por tal razón, no hay dictador ni dictadorzuelo, demagogo populista o gobernante seudodemocrático que no tome a la educación como un feudo óptimo para la siembra de doctrinas políticas aberrantes, de cuño totalitario, cuyo último fin es la abolición absoluta de la libertad como primer valor para el logro de la autonomía personal. Esa férrea y temible autodeterminación que rechaza la infalibilidad de un líder y sólo acata los dictados de su razón en acuerdo con su conciencia moral.

Cabe pues una última reflexión; tan exacto es lo que pensaba Estrada acerca de la juventud y su destino, que la Segunda Guerra Mundial brinda un ejemplo desgarrante. En efecto: el ejército ruso llegaba ya a las puertas de un Berlín envuelto en llamas, polvo, destrucción y muerte, todo estaba perdido, las fuerzas militares se rendían sin resistencia, sólo quedaba un foco que no se entregaría jamás, eran los miembros de las juventudes hitleristas, niños y adolescentes de no más de 14 años, quienes se acantonaron en las tomas de agua que serían dinamitadas para defender, hasta la muerte, al régimen genocida con el grito satánico de ¡heil Hitler!

"La historia, maestra de la vida", aprendamos sus sabias lecciones: la torva mirada del siniestro Joseph Goebbels, con el dominio absoluto de la propaganda nazi, avizoró que la niñez y la juventud eran el terreno más fértil para sus fines y sembró ahí. La inmolación en Berlín fue, acaso, su mejor cosecha.

La autora fue diputada nacional (UCRI) y presidenta de la Comisión Nacional de Alfabetización.

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