La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.

La inversión en educación es la más baja en diez años.

El progreso individual de las personas y el desarrollo social en general depende decisivamente de la inversión en formación. Es muy difícil que una persona obtenga una buena inserción laboral si no tienen una buena formación. Es imposible que un país crezca con equidad sin haber previamente invertido en la formación de sus habitantes.

La dirigencia política argentina ha incorporado en su discurso el reconocimiento al valor estratégico de la educación pero sigue tomando decisiones en el sentido opuesto. Algunos datos básicos permiten apoyar esta afirmación.

Actualmente la inversión en educación se estima en el orden del 4% del PBI.

A este nivel se llega luego de la fuerte caída en los salarios docentes que produjo la devaluación. En el 2001, la inversión en educación era de 5,2% del PBI.

Si se cumplieran con las metas que se proponen en la Ley de Financiamiento Educativo, cuando el Gobierno concluya su mandato en el 2007 la inversión llegaría del 5% del PBI. Es decir, menos que antes de la devaluación.

Un panorama tan contradictorio como desalentador se explica porque la aparente voluntad política por dar prioridad a la inversión en educación se canaliza hacia cuestiones secundarias, sin adentrarse en los problemas sustanciales asociados a la organización institucional del sector. Concretamente, el problema medular no es la baja inversión sino las reglas de juego que inducen a que la inversión sea baja y muy mal asignada.

El elemento neurálgico del proceso educativo son sus recursos humanos. En la medida en que se mantenga un esquema de incentivos que premia la mediocridad, el monto de la inversión será irrelevante. La gente con más iniciativa y formación no se siente atraída para trabajar como educador.

Quienes lo hacen, más temprano que tarde caen en la lógica del desaliento. Los docentes que ponen esfuerzo, talento y creatividad para la formación de sus alumnos saben que será tratado igual, o tal vez peor, que quien sabe utilizar con habilidad los muchos vericuetos legales disponibles para eludir los más mínimo compromisos.

Otra evidencia clara del desorden institucional es la ambigüedad de responsabilidades entre la nación y las provincias. La Argentina se construyó a partir de un trabajoso arreglo institucional que concluye con la adopción de un régimen federal de gobierno. A más de un siglo y medio de este hito constitutivo se sigue deambulando entre un régimen que no es ni unitario ni federal.

Luego de la devaluación, la nación ha convertido al sistema tributario en un poderoso mecanismo que succiona recursos que posteriormente se pretende compensar asumiendo funciones que son de las provincias. La tendencia a “nacionalizar” la gestión del sistema educativo es aumentar la ambigüedad sobre quien es el responsable de los pobres resultados educativos de la Argentina. Esto obviamente no contribuye a mejorarlos.

El problema educativo no será resuelto con una ley que fija intenciones de financiamiento hacia el futuro. Por eso, resulta crucial encauzar los importantes consensos alcanzados para avanzar en la transformación de las reglas básicas de funcionamiento del sistema educativo. Por ejemplo, replantear las políticas de recursos humanos de los docentes y respetar las autonomías provinciales. De lo contrario, dentro de alguno años, se estará nuevamente lamentando el fracaso y proponiendo nuevos números mágicos de aumentos de la inversión para el futuro.

Inversión en educación. (en % del PBI)

Fuente: Seprin Económico

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