La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.

Imprenta prohibida, suicidio cultural.

Por Rosa Montero.

Cada día le tenemos más miedo al mundo árabe. Después de haber dejado atrás unas cuantas décadas de Guerra Fría, ahora hemos retomado la antigua Guerra Caliente contra el moro.

Es un viejo conflicto que despierta nuestros temores arcaicos hacia el Islam. Y la escalada de violencia no ayuda a apaciguarlos. El reciente enfrentamiento en torno a las caricaturas de Mahoma parece haber agrandado y agriado un poco más el abismo entre nuestras culturas. Sí, les tenemos miedo porque son temibles.

No todos los árabes, claro está, sino los que más gritan, los fanáticos, los intransigentes, los adeptos a ese creciente fundamentalismo que recorre el Islam como un rayo de fuego. Esos tipos son una plaga y un peligro, sobre todo para los árabes demócratas. No olvidemos que la violencia integrista mata cada año a muchos más musulmanes que occidentales. De manera que en realidad no es una guerra entre ellos y nosotros, sino entre la democracia y la tiranía, entre la civilización y el primitivismo.

Lo malo es que el Islam, como cultura, no ha entrado aún en la modernidad, de ahí que estos delirios retrógrados tengan tanto terreno abonado para propagarse. Ya lo dice la estupenda Ayaan Hirsi Ali, diputada holandesa de origen somalí, en su interesante libro Yo acuso: "el Islam necesita un Voltaire".

¿Por qué se quedaron tan retrasados los musulmanes en su evolución histórica y social? ¿Por qué, siendo como eran hace mil años una de las culturas más refinadas y adelantadas del mundo, se petrificaron de este modo?

Hay otro libro espléndido que quizá ofrezca una respuesta a estas preguntas: se titula El Cairo y es una historia de esa ciudad escrita por Max Rodenbeck. En la época fatimí, es decir, en torno al año 1000, El Cairo poseía bibliotecas espectaculares y era lugar de encuentro de los mejores pensadores del mundo. Ocho siglos después, exactamente en 1798, un arabista que acompañaba la expedición de Napoleón hizo un inventario de la biblioteca de uno de los principales eruditos de El Cairo. Sólo encontró seis libros que no fueran religiosos (y eran irrelevantes: un volumen con modelos epistolares, otro con fórmulas de matrimonio, cosas así) y no había ni un solo libro impreso.

Y es que, como dice Rodenbeck, los árabes practicaban la impresión con bloques de madera desde el siglo IX, es decir, seiscientos años antes de Gutenberg, pero olvidaron aquella técnica, y cuando llegó la imprenta europea, se pusieron en contra de semejante invento.

¿Y por qué? Pues porque los ulemas, los hombres religiosos, tenían la exclusiva de la interpretación del Corán. Los textos sagrados debían ser escritos de una manera correcta y elegante y explicados de forma ortodoxa por los clérigos. De manera que, según ellos, los libros impresos sólo servirían para propagar errores entre los ignorantes. Esto hizo que el Sultán otomano Selim I prohibiera la imprenta bajo pena de muerte en 1516. ¿Se imaginan? Es como si ahora decidieran prohibir las nuevas tecnologías e Internet.

No hablo ya de intentar controlar y censurar la Red, como hacen en China o en Cuba, por ejemplo, sino de prohibir bajo pena de muerte y por completo todo ese mundo tecnológico. Es un auténtico suicidio cultural.

El rechazo a la imprenta se mantuvo en el mundo árabe durante mucho tiempo. De hecho, esta tecnología prácticamente no se utilizó hasta finales del siglo XIX. Resulta curioso que este hecho esencial sea tan poco conocido: yo también lo ignoraba hasta leer a Rodenbeck. Y, sin embargo, no me cabe duda de que la prohibición de la imprenta ha jugado un papel decisivo en la patética incultura del Islam actual, en sus niveles de analfabetismo y su retraso histórico, en la falta de desarrollo de un criterio propio y de esa libertad interior que te da leer. Sí, necesitan un Voltaire. Y unos cuantos siglos de lecturas.


Voltaire. François-Marie Arouet. (París 21-11-1694 - París 30-5-1778)

François-Marie Arouet, de sobrenombre Voltaire, estudió entre los jesuitas del colegio Louis le Grand. Hijo de notario, pronto se dedicó a la escritura y al ensayo filosófico, inscrito su pensamiento en plena época y ambiente de expansión del movimiento ilustrado. Seguidor de la obra de Bayle, al que admira, su pensamiento se muestra racionalmente crítico contra lo que determina como "prejuicios".

Así, su agnosticismo racionalista y espíritu independiente le llevan a atacar cuestiones fundamentales de su tiempo como el absolutismo y la superstición, por considerarlas alejadas de la razón y no sometidas al examen de la reflexión y el análisis. Su escepticismo religioso hay que inscribirlo en el deísmo, doctrina según la cual Dios está presente en la naturaleza como entidad creadora y ordenante, aunque no en la historia, ámbito de desenvolvimiento del ser humano.

Herederos de su pensamiento son Kant, Hegel, Saint-Simon o Marx. Tras escribir la tragedia "Edipo", publicada en 1718, viaja a Gran Bretaña, conociendo allí a Locke y Newton. De nuevo en Francia publica en 1734 sus "Cartas marruecas" y en 1764 su "Diccionario filosófico".

También realiza aportaciones a la "Enciclopedia" de Bayle, Diderot y D´Alambert, recopilación sistemática del saber acumulado de la época en la que también interviene Rousseau. En 1759 publica su mejor obra filosófica, "Cándido", una obra sobre la idoneidad del mundo tal como lo conocen los hombres, el conformismo y la búsqueda de la felicidad.

Su calidad estilística y profundidad de pensamiento será alabada por genios como Goethe. Las raíces de su pensamiento se hallan en pensadores de la talla de Spinoza o Bayle, a los que añade el refinamiento expositivo y el tratamiento satírico. Autor teatral, entre sus obras cabe citar "Bruto" (1730) o "La muerte de César" (1735). También realizó escritos de tono satírico como "El templo del justo" (1733) o ensayos, como "Ensayo sobre las costumbres" (1756).

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