La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.

La Huelga de las Escobas de 1907.

Por Alberto Morlachetti.

(APE).- En el año 1852 nuestra futura Capital tenía 76.000 pobladores de origen criollo. En 1869 era habitada por 950.891 y en el censo de 1914 la ciudad de Buenos Aires tenía 1.576.597 personas, de las cuales 778.044 eran extranjeros. Buenos Aires tuvo que absorber el 50% del aporte inmigratorio. Las cifras nos revelan el notable crecimiento demográfico: rápidamente la ciudad perdía “tamaño humano”.

Esa enorme cantidad de extranjeros, sin viviendas o planes sociales, fueron a domiciliarse en los conventillos, uno de los negocios más rentables de la época.

Sus propietarios eran la imagen más elocuente de la insensibilidad social y entre sus dueños se encontraban poderosos empresarios, o terratenientes como Anchorena o el músico y banquero arreglador del himno nacional Don Pedro Esnaola, que eran parte de la minoría patricia que vivía en mansiones, construidas por arquitectos extranjeros, en cuyo interior se expresaban los distintos siglos y culturas en el esplendor de sus obras de arte.

Paseaban sus coches en Palermo y se reunían en el Jockey Club, donde las tertulias recorrían los frescos del renacimiento hasta las concesiones forestales, el desprecio por los anarquistas, y las ambiciones que les despertaban las nuevas extensiones ferroviarias. La “gente decente” posaba su mirada sobre las compras o ventas de tierra y afilaba su menosprecio por “la resaca humana” que habitaba el conventillo.

Es imposible pensar a la niñez aislada de los procesos sociales, de los tiempos y los espacios donde ocurren sus vidas. La existencia de los niños y las niñas cobran sentido según los trate el grupo social en que se inscriben: los modos de socialización, los amparos y desamparos.

Nacer y vivir pobres es una situación no deseada, pero nacer y crecer en contextos socio-culturales donde lo cotidiano es el desprecio que deteriora el sentido de la vida, que golpea las razones de la alegría, es la peor de las pobrezas.

Los hijos de los inmigrantes vivían en verdaderos “hacinaderos humanos”, donde se confundían las edades, las nacionalidades, los sexos. El 89% de las familias obreras vivían en una pieza, hacinados, maltratados, abonando por ese espacio mínimo el 30 por ciento y en muchos casos el 40 por ciento de su salario.

Adrián Patroni escribirá en 1898, que pocos son los conventillos donde se alberguen menos de ciento cincuenta personas. Todos, a su vez, son focos de infección, verdaderos infiernos donde los niños “más pequeñuelos, semidesnudos y harapientos, cruzan por el patio recogiendo y llevando a sus bocas cuanto residuo hallan a mano”.

Santiago Estrada, pensador católico, escribía en 1889: “El conventillo es la olla podrida de las nacionalidades y las lenguas. Para los que lo habitan parecen dichas aquellas palabras, entran sin conocerse, viven sin amarse, y mueren sin llorarse.

En ellos crecen, como la mala hierba, centenares de niños que no conocen a Dios, pero que dentro de poco tiempo harán pacto con el diablo. Carecen de la luz del sol, y se desarrollan raquíticos y enfermizos, como las plantas colocadas a la sombra carecen de la luz moral, y se desarrollan miserables, egoístas, sin fuerzas para el bien”.

Desde sus comienzos el conventillo fue escándalo para los hombres del 80, quienes habían sido, en gran medida, sus artífices. Miguel Cané apuntaba a “la ola roja”, Martel a los “judíos invasores” y Cambaceres a los italianos que tenían “la rapacidad de los buitres”. Para otros era un claro testimonio de los estigmas hereditarios y de la inferioridad social y biológica de la inmigración europea.

En 1886 Aníbal Latino, observa en su libro Tipos y Costumbres Bonaerenses: “Esos fétidos recintos donde se desenvuelven y después se reproducen difundiéndose por toda la ciudad, los gérmenes de infecciones, que envían a la muerte aún a los que viven en la comodidad y la abundancia, como para castigar su indiferencia”.

La clase patricia verá en la sífilis la “venganza de las clases sociales desposeídas”, la tuberculosis era la “enfermedad de la clase proletaria”: la peste que llevaban las sirvientas a “los palacios”.

Cuando la Fiebre Amarilla comenzaba en Buenos Aires en 1871 ocurría “sólo en los conventillos”. Cuando la ciudad era diezmada por el crimen de la peste y dejó de contar sus muertos, la soberbia aristocrática seguía apuntando a la miseria brutal del conventillo. En el discurso médico-higienista, era una forma de la subversión social.

La solución era destruir el conventillo que engendró la generación del 80 y sustituirlo por casas obreras. En 1918 los médicos proponían terminar con la promiscuidad, la vida en común que perjudicaba la higiene y la moral. Es cierto que en los inquilinatos existía el hacinamiento, la carencia de instalaciones sanitarias, pero el “saber médico”, en consonancia con los sectores dominantes, apuntaba al patio del conventillo creador de solidaridades, a las cálidas vecindades y al anarquismo ese viejo “provocador de sueños”.

Aníbal Latino en el mismo ensayo escribirá “¡Ah, señor Intendente! ¡Ah, señores capitalistas! Luchad para desterrar la usura que se ha apoderado de los propietarios de casas en Buenos Aires”. Agregará con notable mirada: “Esos pobres que las autoridades en vez de proteger vigilan cuidadosamente, porque su miseria los hace más sospechosos de atentados contra la propiedad, (…) esos pobres no pueden experimentar la satisfacción de tener una habitación propia, verse solos y gozar alguna vez la única voluptuosidad de los miserables: la de fantasear solitarios, inobservados, seguros”.

Según Panettieri en Buenos Aires en 1880 había 1770 conventillos contando en conjunto con 24.023 cuartos. Una arquitectura de la pobreza habitada por 51.915 personas. La población total de la ciudad era de 286.700 habitantes.

En 1904 de un total de 950.891 pobladores, 138.188 se albergaban en las 43.873 habitaciones que componían los 2462 conventillos censados. En ese año se constata que más de 500 inquilinatos carecían de instalaciones sanitarias. Los que tenían baño sólo se les permitía el uso a los adultos.

Los tatuajes de la infancia pelota, patio y barrilete se iban al exilio empujados por el casero del conventillo. El Delegado de la Sección Menores de la Policía Luis Doynel opinaba en 1927 que sería beneficioso solicitar que la municipalidad de la capital mediante ordenanza obligue a los encargados de casas de inquilinato a permitir “que los menores jueguen en los patios de las mismas, cosa que invariablemente prohíben”.

Tras muchos años de serios problemas los inquilinos, en agosto de 1907, comenzaron la huelga en el Conventillo “Los Cuatro Diques” ubicado en la calle Ituzaingó 279 de la Capital Federal, con el apoyo de la F.O.R.A. (anarquista) que se tradujo en no pagar los alquileres hasta que los mismos no fueran rebajados en un 30%, conseguir mejoras sanitarias, eliminar los tres meses de depósito y que los propietarios no tomaran represalias con los participantes del movimiento.

La huelga se extendió rápidamente y sorprendió a los propietarios y al gobierno. En pocos días se plegaron a la medida 500 casas de inquilinato de la Capital, y a fines de septiembre de 1907 llegaron a unos 2000 conventillos.

Durante el apogeo de la huelga se habían sumado Avellaneda, Lomas de Zamora, Rosario, Bahía Blanca, Mar del Plata, La Plata, Mendoza y Córdoba. Miles de inquilinos habían entrelazado sus rabias en el patio común del inquilinato, desobedeciendo las leyes que rigen el destino de los hombres -engendrando una ruidosa fraternidad- hecha de gozosa indiferencia ante el infortunio.

La valoración de la infancia en el movimiento anarquista, de sus derechos civiles, políticos, económicos y sociales se cristaliza -notoriamente- en la activa participación de los niños en la Huelga de Inquilinos de 1907. Ausentes los hombres durante el día, mujeres y chicos se encargaron de asumir la defensa de sus alojamientos, enfrentando a caseros, policía y autoridades judiciales cuando llegaban las órdenes de desalojo.

“En el conventillo de la calle Chile 864 se produjo un gran desorden debido a que se presentó un oficial de justicia con una cédula de demanda contra uno de los huelguistas. El oficial se vio obligado a retirarse de la citada casa, a causa de que las mujeres, armadas de escoba, palos y otros objetos los amenazaron“ (La Prensa, 01/10/1907).

La revista Caras y Caretas del 21/09/1907 publica que “hasta los muchachos toman participación activa en la guerra al alquiler. Frente a los objetivos de nuestras máquinas, desfilaron cerca de trescientos niños y niñas de todas las edades, que recorrían las calles de la Boca en manifestación, levantando escobas ‘para barrer a los caseros’.

Cuando la manifestación llegaba a un conventillo recibía un nuevo contingente de muchachos, que se incorporaban a ella entre los aplausos del público“. El 28 de octubre de 1907 el diario La Nación publica un artículo destinado a separar a los anarquistas de los que no lo eran: “No puede establecerse identidad de causa entre los que procuran por medios racionales mejorar sus condiciones de vida y los que aprovechan la oportunidad para ejercitar a toda costa demoledoras utopías”.

En el conventillo llamado de las “14 Provincias”, que albergaba más de 200 familias, la policía con órdenes directas de su jefe Ramón Falcón ordenó a sus efectivos el desalojo, que las mujeres y los chicos resistían con escobas y agua hirviendo.

La policía abrió fuego asesinando a Miguel Pepe, un niño de 17 años. La huelga se intensificó y la Ley de Residencia de 1902 permitió que muchos militantes fuesen deportados. Juana Rouco Buela, una adolescente destacada de la huelga, fue deportada el 25 de enero de 1908 decía: “A mis 18 años me consideró la policía un elemento peligroso para la tranquilidad del capitalismo y del estado y me deportaron“. Los inquilinos obtuvieron algunas de sus demandas.

Lo que sucedió en otros tiempos amenaza con desaparecer en cada presente, aunque nadie puede saber -en realidad- cuánto duran los años de la muerte. Walter Benjamin escribía que sólo tiene el don de encender en el pasado la chispa de la esperanza aquel historiador que esté traspasado por la idea de que tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo cuando éste venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer.

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