La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.

El genocidio educativo

por Adriana Derosa

Demasiado tarde para lágrimas. El genocidio educativo

Hay un ministro de educación que descubre la pólvora. Dice que nuestros estudiantes no saben ni leer de corrido. Y nos lo dice a nosotros, los que llevamos años en las aulas, padeciendo un sistema macabro, una Ley de Educación carroñera, y la soberbia de quienes no quisieron parar cuando planeaban la destrucción de una generación ¿Y ahora qué quiere? ¿Que lo arreglemos?

Hace diez años ya desde la fecha en que Susanita Decibe, con su mirada gélida, agregaba un jalón más a la destrucción sistemática de todos los estamentos sociales que supuso la década de los noventa. Hace diez años desde aquella época, en que los profesores de la entonces escuela secundaria nos reuníamos en asambleas interminables, a intentar documentar que lo que nos estaban vendiendo como la panacea de la educación moderna no podía funcionar.

Que no era otra cosa que un negociado más del régimen, y que se daba de patadas con el objetivo de la educación. Y estábamos preparados para decirlo, porque quienes estábamos entonces en el sistema, y al frente de los cargos titulares, ostentábamos títulos universitarios específicos, que nos habían insumido entre cinco y siete años de formación.

En aquella época lloramos todo lo que pudimos viendo las conferencias de las enviadas del estado provincial que, desde videos grabados, nos explicaban que todo lo que habíamos hecho no servía, y que la nueva ley venía a mejorar los errores del pasado.

La Ley de la devastación

Corrían las épocas del uno a uno cuando las voces aludidas dijeron que los alumnos del secundario no sabían nada, y que ellos lo iban a solucionar. Impondrían una ley tomada de una que el estado español ya había abolido por inútil, y la reciclarían para estas oscuras provincias del sur, donde los chicos tenían que aprender a trabajar, y no todas esas pavadas de la cultura egipcia y de la novela de Cervantes que nosotros insistíamos en enseñar. Total, ¿para qué? El gran tema era la productividad, y teníamos que formar mejores cajeros de supermercado.

Dijeron que tenían que terminar con una cultura ancestral que dividía la primaria de la secundaria, porque no servía. Entonces, primarizaron los dos primeros años de la secundaria con la excusa de la obligatoriedad. Y ahí empezó la masacre. Los profesores de la secundaria pasaron a estar subordinados a los directores de la primaria, y a nivelar para abajo. Si hasta entonces la primaria se ocupaba de alfabetizar, a partir de allí, el flamante octavo siguió esa consigna, y también el noveno.

Dijeron que la ley buscaba privilegiar la igualdad y la equidad, y crearon una supuesta escuela "contenedora", donde los chicos vinieron a ser contenidos: esto es, a tomar la leche y a no estar en la calle. Una especie de guardería con delantales, que nos obligaban a avalar.

No la avalamos nunca, y los supervisores se esmeraron en acumularnos actas de observación por la cantidad de desaprobados. Los chicos venían a aprender a leer y a escribir, y nosotros insistíamos en pedirles que aprendieran otras cosas que no estaban previstas para un cajero de supermercado. E insistíamos.

El poli-terminator

Después de eso, ya que estaban rompiendo, siguieron. Impusieron el supuesto "resto de la secundaria", que consistía en un Ciclo Polimodal, donde los niños acudirían a tomar una formación específica orientada. Como si el conocimiento general fuese una especie de caja que se arrumba en un rincón, no había que sumar conocimientos que no fuesen los específicamente imprescindibles para la orientación, ni siquiera con aquellos que hacen a la cultura general aquella de la que alguna vez hicimos gala los argentinos. Porque eso no era moderno, no daba rédito. Ni siquiera aquéllos que alguna vez nos sirvieron para  desarrollar las habilidades de pensamiento que luego son solicitadas para ingresar a la universidad.

La famosa beca de Duhalde pobló las aulas de chicos que en otras circunstancias no hubiesen venido, eso es cierto. Pero esos chicos venían a hacer número. A permanecer sentados en un sitio a patadas en el traste de sus madres, que no les permitían desertar hasta que no se cobrara la beca, porque hacía falta para pagar la luz, o el súper. Lógico, pero desesperante.

Y nosotros asistimos a ese espectáculo con angustia y oficio. Vimos cómo se decretaba que ya no seguirían ejes cronológicos para la enseñanza de la historia, porque eso resultaba pretérito, cuando los niños que habían terminado aquel noveno con apenas un nivel básico de lectoescritura, no tenían noción alguna de qué significaba por ejemplo antes o después de Cristo. ¿Qué Cristo? ¿Es el mismo que el de la cruz?. En ese contexto, primer año del polimodal presenta contenidos para la enseñanza de la literatura tales como "La tragedia griega". Chupate esa mandarina. Enseñale a un chico que no sabe en qué siglo está viviendo, la tragedia de Sófocles. Dale, que yo te filmo.

Recurrimos a las películas, diciendo cosas como, "en la época de la cultura romana... Roma... ¿la tienen?... Como en Gladiador, ¿la vieron?" Vamos a tener que ver Gladiador para que no nos pregunten si Roma es antes o después de Colón.

No hay vuelta atrás

El negocio fue grandioso para las editoriales. Ustedes dudarán diciendo que no es posible, porque nuestros alumnos no están en condiciones de comprar libros. Pero no fue tan elemental el entramado. Las editoriales tuvieron a su cargo el dictado de cursos pagos que siguen dictando, con los cuales un maestro de grado acumula puntaje para acceder a nuevos cargos para los cuales la Ley lo habilita.

Esto es: realiza supuestas capacitaciones que están en manos de editoriales, y se posiciona en el listado docente al mismo o mayor nivel que quien pasó los años requeridos por la carrera universitaria correspondiente para ser profesor. Cuelga el guardapolvo y, gracias al cursito cuyos ítems de evaluación se venden por separado o se encargan a un profesor falto de trabajo, gana más.

Así es la cosa, y no me digan ahora que los chicos no aprenden. Aprenden tan mal como si los profesores del secundario estuviésemos enseñando a leer en primer grado, tarea para la cual no estamos preparados por más cursitos que hagamos.

Pongamos que hablo...

Días atrás las radios se hicieron eco de las quejas resonantes de los oftalmólogos, que se han encontrado con una ley que habilita a los ópticos con una capacitación de tres meses a recetar lentes. No lo van a permitir, por una parte porque esa capacitación no equipara formación, y por otra, porque la tarea específica del óptico es otra, y no por eso menos importante.

Saben que hicieron una carrera que legalmente les otorgó derecho a ejercer una profesión a ellos, y no a otros. A nadie se le ocurre cursar una carrera que insume años, cuando habilita para una función que puede ser cumplida por otro que no la cursó.

Pues eso es lo que no pasó en la educación. La tan mentada separación cultural entre la primaria y la secundaria no es un capricho infame, ni está fundada en las veleidades o soberbias de sectores profesionales. Es consecuencia de funciones radicalmente diferentes, que no se cambian por decreto.

¿A alguien se le ocurriría comprar un curso en una editorial para aprender a operar cerebros, y luego mandarse al quirófano con el papelito en la mano? ¿A alguien se le ocurriría dejarse operar? Bueno, nos dejamos. Porque la carrera universitaria de profesor lleva tantos años como la de médico.

Con todo el respeto que me merece la profesión de los maestros de grado, tarea que sería absolutamente incapaz de desempeñar, su capacitación es radicalmente diferente de la del profesor. Tan distinta como la de cualquier otra área del saber. Más claro, echale agua.

Así que...

Que no me diga el ministro que los chicos no saben nada. Claro que no saben nada. Pero ¿dónde estaban las autoridades actuales cuando vimos a quienes habían dedicado su vida a las aulas del secundario, llorar su desconsuelo viendo lo que se venía?

¿Dónde estaban cuando hicimos incontables marchas pidiendo que se detuviera la masacre intelectual? ¿En casa?¿En otro cargo donde la mugre no salpicaba?

Hoy recorro las aulas del viejo Colegio Nacional, que formó a quienes poblamos alguna vez las aulas de una universidad digna, donde realmente se producía saber, y sé con certeza que hay frases que ahí adentro ya no se dicen.

Porque alguna vez allí alguien me abrió un libro de Cortázar y cambió mi vida para siempre. Ese día supe que sería feliz si lograba entrar en los caminos ocultos de una biblioteca, a escuchar lo que Don Julio me había querido contar.

Hoy el aula es un terreno en guerra, donde se lucha por que alguien escriba un párrafo que se pueda leer, y donde nosotros, los viejos  profesores de Literatura, contamos historias como Scherezade, para salvar la vida una noche más. Y aún lloramos, pero la leche está derramada.

Fuente: http://www.noticiasyprotagonistas.com/ediciones/364/opinion4.html

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