La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.

Estampas 24 de marzo 1976 - 2006.

Por Bárbara Gill.

Pasaron treinta años y corrió mucha agua bajo los puentes, y algunas canas por mi cabeza.

Veníamos de zafar ametrallamientos en la vereda y fusilamientos por falla de linternas. Veníamos de festejar la muerte de Rucci, sin importar quién y cómo lo habían ajusticiado. Veníamos de correr de comercio en boliche para comprar lo que fuere con tal de ganarle a la remarcación del Rodrigazo. Veníamos de leer en las primeras planas "Videla, para cuándo".

Me desperté temprano y encendí la radio. Escuché la marcha militar –una vez más, cosa habitual desde el '55-, desayuné, me abrigué con el poncho rojo y me fui "a la estación" –a la estación de Boulogne-. A pesar de la hora temprana, había una cola considerable: Bonafide tenía azúcar. Así andábamos en marzo del '76, pescando rumores, dónde venderían azúcar, dónde habría harina.

Más de un ama de casa se enteró del golpe porque yo se los dije, pero ninguna se movió de la cola. Yo tampoco, porque lo más importante era conseguir el azúcar.

Volví con un kilo de azúcar. Sin la menor emoción. Nada de "se terminó la democracia" –juro que desconocíamos el término, porque nosotros queríamos la revolución-. Nada de "vamos a tener que escondernos", porque los golpes militares eran parte de nuestra vida. Estaba dispuesta a seguir mi vida, pero con más orden y seguridad. (Me cuesta confesarlo, pero es la absoluta verdad.)

Era maestra de segundo grado en una escuela de la villa La Cava, la mayor del conurbano bonaerense, con 30 mil personas. Enseñé a leer y a hacer las cuentas –"para que no te cague el patrón", como le aclaré a un cuestionador-. Seguí haciendo mis compras "en la estación" abrigada con mi poncho rojo, aún cuando echaron de la escuela a la directora prohibiéndole trabajar en la educación pública.

El 25 de mayo de 1976 mi marido fue detenido en Córdoba cuando volvía de La Rioja junto con un amigo geólogo y su padre, psiquiatra y sanitarista. Fueron torturados física y psicológicamente. Fueron liberados porque había un pariente militar de alto grado.

En la cocina de mi casa, el Ruso y yo discutíamos qué estaba pasando mientras leíamos y distribuíamos "Evita Montonera", el periódico clandestino.

"En la tumba no hay velador" fue el argumento del geólogo. Y yo fui mirando mis libros uno a uno: Franz Fanon y los condenados de la tierra, Eduardo Galeano y las venas abiertas de América latina. Un metro cúbico de libros ardiendo en un baldío, porque en la tumba no hay velador. Y mi pena y mi rabia y mi alegría secreta por haber salvado a Humberto Constantini y su librito delgadísimo, su denuncia de la masacre de Trelew. Lo escondí detrás de no sé qué, temblando pero sonriendo: no pasarán.

Después de las doce de la noche comenzaban a caer: el Ángel Caído, Cacho y los demás. Hablábamos de literatura, de filosofía, nunca de política, a pesar de que todos habíamos militado. La dictadura se metió en nuestras vidas también así, nos acostumbramos a no hablar, porque "el silencio es salud", como aconsejaba la Junta.

Un día vino Marcelo y me contó que a su novia la habían secuestrado con toda su familia, que después de diez días la soltaron porque era muy chica. Había estado detenida en Campo de Mayo, había tantos presos que los tenían en carpas. Así me enteré de que había campos de concentración.

Lo chuparon al Ruso y a la Tana. Pero para nosotros era algo "normal", "ellos" hacían esas cosas. Seguíamos con nuestras vidas sabiendo que en cualquier momento, porque sí, por un libro de Dostoievski (sic) o por un error de dirección podían secuestrarnos, matarnos, desaparecernos; pero todo eso estaba enterrado en el inconsciente. Jamás lo decíamos en voz alta y tampoco lo pensábamos.

Al Ruso lo encontró en el Olimpo su padre, un militar retirado; después de tres meses en la cárcel de Devoto lo soltaron. Nos dio mucha alegría, por supuesto, pero seguíamos como si nada, en la vida diaria, el trabajo, la facultad... El mismo Ruso, que se había bancado torturas, semanas enteras encapuchado y lleno de mugre y sangre, no tenía miedo, seguía como si tal cosa retomando su vida. Parecía que no había cambiado, salvo que había perdido su trabajo en Tribunales.

Éramos una manga de inconscientes, sí, pero era la única manera de sobrevivir y conservar la cordura. Ni siquiera nos asustamos cuando nos mandaron a un tipejo de Inteligencia para que nos vigilara. Caía cuando se le cantaba, disfrazado de cliente (hacíamos trabajos de arquitectura), nos contaba prolijamente todo lo que hacíamos y con quiénes habíamos estado y se iba. Lo tratábamos muy bien, más que amablemente, pero seguíamos reuniéndonos, seguíamos trabajando, seguíamos en la nuestra.

No teníamos la menor idea de cuándo acabaría la dictadura, venía durando bastante más de lo "usual", pero ni siquiera pensábamos que "siempre que llovió, paró", que alguna vez se irían. No, lo único que contaba era el presente, el día.

Sobrevivimos. Saludamos a la democracia con tres hijos. Sólo a partir del 30 de octubre de 1983 comencé a pensar en la dictadura y mi vida durante ese período. Comenzó a crecer el odio que aún está vivo. Comprendí que me habían quitado amigos y vecinos, que me habían dejado más sola en la vida. Comprendí que yo también estuve desaparecida durante todos esos años, estuve ausente de mí misma. Se habían robado a mis compañeros, se habían robado el país, se habían robado una generación, se habían robado bebés, se habían robado todo lo que habían podido.

Larga muerte a los genocidas. Ni olvido, ni perdón. Justicia. Justicia para los que ya no están. Justicia para los que quedamos. Justicia para la Patria herida.

Fuente: www.hombregris2001.com.ar

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