La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.

Arriba la ignorancia, una consigna nacional.

Por James Neilson.

Hay poco respeto por la educación.

A muchos les gusta suponer que la crisis educacional es un fenómeno reciente, algo que tiene que ver con el "neoliberalismo" de la década del 90, pero la verdad es que se remonta a tiempos decididamente más lejanos.

En un pequeño libro, "Argentine", que fue escrito hace casi cuarenta años, el francés Pierre Kalfon habla con una mezcla de asombro y ternura de la maestra -ya quedaban pocos maestros-, a su entender "un personaje inefable de la lumpen-bourgeoisie" nacional. Los mitos no obstante, tanto aquí como en el resto de América latina la docencia siempre ha sido considerada una tarea más apta para mujeres abnegadas que para hombres.

¿Y Sarmiento? Puede que en última instancia la admirable cruzada pedagógica del sanjuanino haya resultado contraproducente. Sin proponérselo, brindó a sus compatriotas un pretexto a su juicio incontestable para minimizar las deficiencias en la materia, asegurándose de que por ser la Argentina el país de Sarmiento sería absurdo sugerir que la mayoría de sus habitantes despreciara el saber.

De más está decir que el escaso respeto por la educación tiene mucho que ver con el descenso continuo de la Argentina en todos los ranking internacionales, salvo los de la corrupción, la desnutrición infantil y otros males. Refleja una negativa terca a tomar ciertas cosas en serio y la voluntad correspondiente a resistirse a los cambios que están produciéndose en otras partes del planeta.

Mal que nos pese, en el mundo tal y como es las materias primas tradicionales importan cada vez menos y la materia gris, también conocida como "calidad humana", cada vez más. Un conjunto de buenas ideas ya vale más que centenares de pozos de petróleo o muchos miles de kilómetros cuadrados de tierra fértil. En adelante, la riqueza relativa de un pueblo dependerá estrechamente de su nivel educacional.

Las elites nacionales, tan ilustradas ellas, dicen entender muy bien que la educación es clave, pero sólo están repitiendo como loros las consignas en boga en el Primer Mundo, costumbre ésta que tiene su origen en las décadas finales del siglo XVIII. Si realmente lo entendieran, ya estaría en marcha una suerte de revolución cultural destinada a cambiar drásticamente las actitudes tanto de los políticos y sindicalistas como de los ciudadanos rasos que, cuando se afirman preocupados por la educación, suelen estar más interesados en diplomas que garanticen salidas laborales que en obligar a sus vástagos a dedicarse en pleno a sus estudios.

Por supuesto que cuando de encontrar excusas se trata muchos son expertos consumados. Es una cuestión de pobreza, dicen, pasando por alto que en el Japón, durante los peores días de la Segunda Guerra Mundial, los padres forzaran a sus hijos a estudiar con el fervor que pocas décadas más tarde haría de su país una gran potencia económica.

También se basa en la educación el desarrollo extraordinario de Hong Kong, Singapur y Taiwan, lugares que ya gozan de un estándar de vida primermundista, y el mismo factor está detrás del ascenso espectacular de China y la India, gigantes que aún son mucho más pobres que el interior argentino, y ni hablar de la Capital Federal.

Algunos días atrás, LA NACIÓN informó que en la Argentina cada chico lee 0,7 libro por año. Está formándose una generación -otra más- de analfabetos funcionales que, para alivio de muchos políticos, serán apenas capaces de pensar porque no dominan las palabras que son necesarias para esta manía tan exótica.

Es de prever que la generación siguiente sea más analfabeta todavía, hasta que en un lapso breve ya no queden muchos "lumpemburgueses" del tipo que motivó la compasión de Kalfon porque además de los políticos de raza, todos, exceptuando a una minoría de cosmopolitas privilegiados a quienes les encantará el país por la baratura de la mano de obra, serán lumpemproletarios cuya aspiración más elevada será encontrar un empleo poco exigente, tal vez como ordenanza o custodio, en alguna que otra empresa china o hindú.

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