La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.

El derrocamiento de Arturo Umberto Illia.

Por Ernesto Poblet.

Ocurrió hace 42 años, un 28 de junio de 1966. Muchos no podían entender porqué lloraba al observar las “nuevas y modernas” autoridades uniformadas dispuestas a las galas de un juramento en el Salón Blanco de la Casa Rosada.

El entonces prestigioso general Juan Carlos Onganía se aprestaba a asumir una novedosa “Revolución Argentina que no tendría plazos sino objetivos”. No había que considerarlo un Golpe de Estado. Decían que era distinto. No dictaría “decretos-leyes” sino directamente “leyes” pues el nuevo presidente era un “revolucionario”, un buen general que había ganado la guerra entre azules y colorados.

Lujos que se sabían dar nuestros militares de aquellos tiempos. Habían derrocado a Arturo Frondizi casi cuatro años atrás por considerarlo comunista. Ahora le tocaba al Dr. Illia por “lento”, una famosa “tortuga” que surcaba las calles y un viejito que se sentaba en los bancos de la Plaza Colón para ver comer a las palomas.

Estas ridiculeces se utilizaban para fogonear el golpe. Mientras aparecía la marcial figura de Onganía simbolizando la modernidad en las tapas de las revistas de Timmerman. No hay socarronería en estos recuerdos, eran valores establecidos en la época.

Se insistió en una campaña de simple acción psicológica. Era necesario instalar la idea de un presidente sin el “consenso popular” y de la necesidad de su derrocamiento. La había encabezado el periodista Jacobo Timmerman a través de publicaciones de su dirección.

Yo, ingenuo, en un principio había comprado tan absurdas falacias. Meses antes del quiebre institucional me encuentro en Estados Unidos con el Dr. Juan Ovidio Zavala, ex ministro del Presidente Frondizi y sobrino de Miguel Ángel Zavala Ortiz, canciller del Presidente Illia.

En una conversación de varias horas salí convencido de la nueva brutalidad que se avecinaba en mi país. Vuelvo y encuentro irreversible el clima golpista. Nadie quería entender razones. El Presidente Illia se guarecía en una frase a la cual no estábamos en condiciones de comprender: “Mi programa es cumplir estrictamente la Constitución de 1853…” .

Vivíamos la exacerbación del estatismo. Toda la economía debía pasar por el Estado Nacional. Los mismos radicales partidarios de Illia no alcanzaron todos a enmendar ese error. Pero la sabiduría natural del médico político los llevaba por la buena senda. No era un enfermizo “lento” como lo pintara el ensañamiento de la prédica golpista. Sabía dejar hacer y dejar estar a los verdaderos referentes de la economía. Su partido radical conservaba la ética de Yrigoyen y Alvear.

Las instituciones funcionaban. El Congreso deliberaba y legislaba, hoy esta cualidad suena como un mérito exótico. La Justicia y las fuerzas de seguridad conservaban una independencia no acostumbrada a observarla en los jóvenes de este siglo. Las inversiones, la energía, las industrias y las universidades aportadas por los dinámicos cuatro años de su predecesor Frondizi le daban a la nación argentina una imagen de prestigio, realzada a su vez por la calidad humana y sana prestancia del médico de Cruz del Eje.

El partido radical en el gobierno no se había caracterizado por un mal comportamiento. Las libertades públicas y las garantías republicanas y federales se respetaban a rajatablas. El mapa político fue recomponiéndose en paz después de la larga e incomprensible prisión del presidente Frondizi y destrucción deliberada de su partido político.

Las fuerzas armadas y los sectores creyentes en las soluciones “revolucionarias modernizadoras” permanecían ciegas detrás de una pátina oscura de perversidad y ambiciones absurdas de detentar el poder para siempre. Vicio que no ha fenecido en la Argentina de hoy, todavía patológicamente corporatizada en algunos aspectos. Con toda naturalidad proclamaron los “salvadores de la patria” la necesidad de perpetuarse en el mando por varias décadas.

El llamado “movimiento obrero” no era otra cosa que un conglomerado siniestro sólo apto para equivocarse y mantener el país dentro de los grupos aliados entre el fascismo y el colectivismo soviético. Desde el inicio conspiraron y colaboraron con la mesiánica dictadura. Circunstancia que parece aún lejos de superarse entre las facciones de la jerarquía gremial.

Un día como hoy, ese 28 de junio de hace 42 años, nos mostró una de las imágenes más conmovedoras de nuestra sufriente historia. No puedo contener la trágica emoción de recordar la figura erguida, abnegada, valiente del Doctor Arturo Illia bajando las escalinatas de la Casa Rosada en medio de una ronda de policías lanzagases, atuendados con ropas y armamentos apropiadas para detener a un delincuente peligroso.

Cruzó en medio de ese siniestro séquito que le habían preparado sus estúpidos y criminales derrocadores. Minutos antes había firmado decretos para detener a los “insurgentes”. Conservando una dignidad heroica supo amonestar y retar al militar de alta graduación que se había presentado para ejecutar el acto del derrocamiento.

Se abrió paso entre los jóvenes que lo vivaban y lloraban al mismo tiempo. Le tocó al primer taxista que pasara por la calle Rivadavia el extraño privilegio histórico de subir ese pasajero sencillo, quien le indicaría el domicilio donde vivía su hermano en la localidad de Martínez.

Al día siguiente de culminada la hazaña de nuestros militares, “hacían” jurar al teniente General Juan Carlos Onganía como si las fuerzas armadas le otorgaran un cheque en blanco con toda la suma del poder público. El poderoso caudillo gremial Augusto Timoteo Vandor y la cúpula de la CGT en pleno asistían al acto de la Casa Rosada.

Al poco tiempo Onganía imponía las obras sociales administradas por los sindicatos. Transfirió así un inmenso poder económico hacia los caciques sindicales, personajes, al igual que lo desearon los propios militares, con vocación de eternizarse distribuyendo y redistribuyendo los bienes de los demás, jamás los de su propia producción pues no eran propensos al trabajo fructífero.

Desde entonces la población de nuestro país es rehén de una de las corporaciones sempiternas que no previó esa Constitución de 1853, tan sabiamente venerada por el abnegado presidente radical.

La caída de Arturo Illia enluta otro día de este mes de junio. Pueden recordarse la trágica muerte de Carlos Gardel, el golpe facsista del 4 de junio de 1943, el bombardeo del 16 de junio de 1955, los fusilamientos del 9 de junio de 1956, la masacre durante la llegada de Perón en 1972, la puerta 12 del estadio de River.

Sucesos heterogéneos por sus proyecciones. No tengo la menor duda. De no haber sucedido sendas destituciones de los presidentes Frondizi e Illia nuestro país se hubiese encaminado por una senda de estabilidad, legalidad y desarrollo.

Nota: El autor es historiador, periodista y abogado.

Fuente: NOTIAR

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