
La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.
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Las variadas muertes del general.
Por Ángel Nuñez.
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La muerte del general Aramburu a manos de los incipientes Montoneros es uno de esos episodios que podríamos llamar misteriosos. Hay una versión supuestamente ‘oficial’, originada en opiniones montoneras, que refiere su rapto mediante engaño, su traslado a Timote, una especie de ‘juicio revolucionario’ y su fusilamiento con tiros de gracia incluidos.
La muerte-venganza de Aramburu tuvo la mayor significación simbólica, dado el papel que cumplió en el intento de destrucción del peronismo en 1955, y marcó el futuro accionar de Montoneros, donde el magnicidio de dirigentes políticos y sindicales pasó a ser una metodología de acción (ver por ejemplo el libro Operación Traviata. ¿Quién mató a Rucci?, de Ceferino Reato).
También la literatura y el cine han discurrido acerca del hecho, sobre el supuesto diálogo del ‘juicio revolucionario’ a que se lo sometió, y alrededor del contexto del secuestro, la discusión y la muerte. El acontecimiento tiene una riqueza y connotaciones históricopolíticas de la mayor trascendencia, y de allí que sea tentador para quienes indagan o fantasean acerca de nuestra historia. Aramburu pasa así a tener variadas muertes.
Pero hay otro punto de vista que revolea la supuesta ‘versión oficial’. Nada menos que un historiador de la precisión y amplio conocimiento de dicho período, como Fermín Chávez, la consigna en la continuación de la Historia Argentina de José María Rosa, en el tomo 16, capítulo VIII.
Sintéticamente narrada, dice que estando en declinación la figura y el gobierno de Juan Carlos Onganía, se tramaba un golpe para sustituirlo, en el que estaban complotados el general Lanusse, el general Aramburu como futura cabeza, y el Dr. Frondizi como partícipe civil. Dice Chávez que en una reunión del 16 de mayo de 1970, –que Frondizi le confirmó personalmente–, “Aramburu expuso su proyecto político, que preveía la próxima toma del poder manu militari y un gobierno con salida civil, en la que se incluían a Perón y al peronismo”.
Ante este peligro, la Inteligencia Militar del gobierno, buscando confirmar el rumor que había corrido, y tal vez amedrentar a Aramburu, acciona un grupo de jóvenes que le era próximo –Firmenich, Arrostito, Abal Medina, Ramus, entre otros–, para que lo secuestren y se lo entreguen para interrogarlo. Continúa Chávez: “Un comando lo interrogó sobre la conspiración y, como el ex presidente se descompuso, lo llevaron al Hospital Militar para reanimarlo; pero sin éxito”.
Aramburu habría sido sacado muerto del hospital y entregado a Orué (agente de los Servicios), quien, a las 10.30 del 31 de mayo (de 1970), lo habría entregado a Firmenich. Casualidad colindante: “el comisario Sandoval, quien había visto con vida a Aramburu en el hospital Militar, terminó asesinado en una estación de servicio de Triunvirato y Olazábal”.
La versión ‘oficial’ de los Montoneros no es directa, sino producto de reportajes que varios periodistas le hicieron a Arrostito y a Firmenich, publicados más de cuatro años después del hecho (revista La causa peronista, Nº 9, 03/09/74). La gran confusión de esos reportajes es contar que Aramburu, estando amordazado, habría valientemente dicho “proceda” cuando se le anuncia el fusilamiento. Dice Chávez: “Aquí es visible una contradicción, porque Aramburu tenía un pañuelo en la boca”.
Como existe la segunda versión pretendidamente histórica, mencionada, de ser cierta, los primeros novelistas aramburianos serían, insólitamente, Firmenich y Arrostito, que fantasearon una muerte que no les correspondía. Relato con el que pretendían perjudicar a la presidenta, que –suponían— habría de censurar tal acción, negando un episodio reivindicado como nítidamente peronista. Días después de la publicación del artículo, analiza Chávez, “la formación Montoneros pasó a la clandestinidad y a combatir al gobierno de Isabel Perón, junto con otras organizaciones guerrilleras”. Esto explicaría todo.
Las dos muertes en un país que no es uno solo.
En fenómenos que son imposible de planificar, mucho más en Argentina, de pronto, en un panorama dinámico y crispado, como ha puesto de moda la tevé, la muerte, asesinato o ajusticiamiento de Pedro Eugenio Aramburu acaba de ser exhumado casi al unísono bajo los formatos literatura y cine.
Por anchas o por mangas, los dos tienden a sacralizar la dada como oficial en su momento por el dúo Firmenich-Arrostito. Debido a las tropelías y asesinatos en masa de todo calibre, más las torturas más refinadas y exquisitas de lo inhumano que tuvieron a cabo llevar los Industriales de la Muerte con uniforme oficial, ha quedado en un total segundo plano, amnistiado, el hecho que el operativo pudiera ser llevado a cabo por ocho (8) jóvenes ultracatólicos, más que derechosos, con inclinaciones que no se puede calificar de fascistas porque les resulta irritativo, pero sí de un anticomunismo visceral, sin apoyo y novicios como para ser incapaces de asaltar un maxiquiosco atendido por un ciego.
En un país donde la mayoría de los intelectuales, contrario sensu que resulta por lo general muy difícil ser intelectual y ser oficialista de cualquier signo, la gran mayoría ni siquiera alcanza el rango de contestario y forman parte del stablishment por el lado de la quejita y la buena vida, la insostenible quimera de la consigna Perón, Evita, la Patria Socialista, por la cual fueron desaparecidos alrededor de 22 mil jóvenes oficialmente, más los 9,6 mil que reconoció Viola en un informe desde el Comando en Jefe del Ejército bajo el rubro caídos en combate, lo que hizo decir a una de las varias asquerosidades idolatrizadas que luce el país lo de treinta lucas de muertos, ahora va a proceder a otro muy seguro ajusticiamiento sumario de Aramburu sacarilizando otra vez por las dudas, no sea cosa que resucite, la versión oficial del Comandante Pepe, cuasi milagrosamente el único sobreviviente del octeto original, y La Gaby.
En su momento tanto el capitán Aldo Molinari, de la Armada, gorilón confeso y a la luz del día, como su escudero, el nunca bien ponderado Capitán Gandhi, clamaron a los cielos que la muerte de su amigo jamás había estado en manos de peronistas y no tuvieron reparos en señalar con el dedo a la parte del generalato en el poder que encabezaban Onganía e Imaz.
En 1972, en una ocasional y regada reunión en el departamento del periodista Carlos Ossa, en la Alameda Bernardo O'Higgins, justo frente al Cerro Santa Lucía, donde estaba también el poeta chileno Enrique Lihn, otro trasandino más y cuatro argentinos, todos vivos, uno de ellos exiliado por monto, la hermana desaparecida y asesinada por el mismo motivo, muy cercana a la Arrostito, el pisco con Coca Cola hizo que en un momento no premeditado se dejara escuchar una versión curiosamente más similar a la Molinari-Gandhi que a la que poco después pretendieran inmortalizar los popes oficiales de La Orga.
Siempre todas las dudas giraron en torno a cómo se había podido sacar a un general de la república, para colmo ex presidente provisional, igual que si llevaran a una criatura al prescolar, previo paso por el quiosco a comprar galletitas Manón. Ni hablar del presunto fusilamiento 48 horas después. Queda todavía como un exceso que el descubrimiento de toda la trama sucediera a los pocos días del golpe dado por el liberal Lanusse y que implantó en la Casa Rosada al desconocido Levingstone. El River-Boca de los Bichos Verdes, entre liberales y nacionalistas, no quedaba al descubierto porque nunca estuvo oculto.
Más entretelones, algunos indigestos, fueron puestos a flote por Juan Carlos Alonso en ¿Quién mató a Aramburu? (Sudamericana, 2005). La soledad sobreviviente del Comandante Pepe se agiganta. Porque también fueron dados turbiamente de baja el peón rural que cayó por Timote a las 3 de la tarde de aquel 29 de mayo a cobrarle a Ramus, el dueño, unas monedas que le debía de un trabajo, y el capataz de la estancia, hombre un tanto afecto al alcohol y otras debilididades típìcas, que también esa tarde fue conversado por el patroncito en un boliche del pueblo para que ni apareciera por el campo.
El peón declaró bajó juramente que a pesar de estarse en un fines de mayo medio frión, a cielo abierto y pampa rasa, Firmenich lucía con el torso desnudo, traspirado, manchado de tierra, con toda la sensación de haber estado cavando un pozo. ¿A tan pocas horas y ya la pena sumaria había sido llevada a cabo? A pesar de lo poco que tuvieron la prudencia de mostrar, en el dichoso sótano no había lugar ni para una cabina telefónica y a casi un mes del dichoso fusilamiento otro comunicado oficial de los secuestradores, para nada curiosamente no divulgado como se debe, aceptaban que dadas las condiciones y etcétera, lo que se dice fusilamiento, fusilamiento, con todo el ritual castrense, no había sido. Así y todo, impetérritos, el Pepe y la Gaby, dos años después, se despacharon con la versión hasta hoy reinante y que amenaza fosilizarse como verdad histórica.
Tampoco quedaron dudas que Ramus compró esa misma tarde las bolsas de cal y las cargó en la camioneta. Alonso introduce la versión de la llegada de un helicóptero trayendo en su habitáculo a un Aramburu ya muerto y a la Arrostito. Habría otros testimonios que corroboran la tan difícil presencia de semejante artefacto. Por su parte, el hidróxido de calcio tiene la cualidad de deshidratar los tejidos vivos.
Dicho en buen romance y tratando de ser lo menos asqueroso posible, el elemento ideal para desfigurar la antigüedad y el calibre de las armas (¿una? ¿dos?) que se usaron para quitarle la vida a quien le pusiera la luz verde al tour trasatlántico del cadáver embalsamado de Eva Perón. El cuerpo que fue hallado unos 40 días después, estaba semitenterrado, como vestido a las apuradas y los famosos cordones de los zapatos desatados.
Las aguas se dividen sin ningún nuevo Moisés que las pase caminando para arriba en la causa de muerte: si las balas de Abal Medina o una crisis cardíaca que impensadamente habría acelerado todo. Si el patatús sobrevino arriba del famoso Peugeot blanco, en el casco de Timote o arriba de una camilla del Hospital Militar Central.
Si los encargados de balear un ya cadáver fueron los lonardistas conjurados en una logia o Abal Medina & Co. porque una autopsia que nunca se dio a conocer, en el borroneo operado por lo abrasivo de la cal, no permite justamente precisar la distancia de los impactos pero hace sospechar el uso de dos armas de guerra y de puño, pero distinto calibre.
Estas consideraciones tecnocráticas, que ya han merecido una novelización y el rodaje de una película están bastante lejos de ser meramente tal cosa. Hacen al fondo no sólo del adosamiento al peronismo de los jóvenes ultracatólicos como al del general Juan José Valle y las otras víctimas del alzamiento de 1956, que fueron fusiladas (es una manera de decir) por orden de Aramburu, como también al de Rodolfo Walsh y tantos otros, todos provenientes del nacionalismo, algunos hasta con falta de ortografía, y de cuyas dudas metafísicas acerca del mutante y resbaloso Líder, sólo siempre igual a sí mismo.
En el medio, con el Pepe ahora apoltronado académicamente en Barcelona, aparece nada menos que Rodolfo Galimberti, con pasaporte de la SIDE, llevándole oficialmente al General la versión oficial de los hechos, la famosa atada de zapatos y el postrer "proceda nomás", que lo había llevado al cariñoso dueño de los caniches al brutal comentario sobre "qué voz potente la de este Aramburu, decir algo así con la boca tapada", porque le habían sido quitada las prótesis dentales, rellenado la cavidad bucal con gasas y todo fijado con cinta adhesiva.
Alonso pivotea sobre el anonimato de una fuente militar, integrante de la logia conjurada y ajusticiadora, porque Lonardi y Aramburu habían sido hasta compañeros de banco en el Colegio Militar, lo mismo que Valle, y ya que la cardiología les habría jugado una mala pasada el baleo del cadáver habría tenido lugar en dependencias del Hospital Militar de la avenida Las Heras. Detalle más, detalle menos, con o sin logias operando, fue lo sostenido siempre por el dúo Molinari-Ghandi.
El monto desencantado ya en el 72, en un 6º piso frente al santiaguino cerro de los diarios cañonazos para anunciar cada nuevo día, que no ahorraba epítetos para la conducción, en cambio, hablaba de más de una descompensación durante los dichosos interrogatorios y que el baleo ni siquiera había tenido lugar en el sótano, sino semanas después, cuando efectivos de la Federal que ya no respondían a Imaz hicieron el descubrimiento de lo que supieron siempre. La acción de la cal, en un pozo hecho a las apuradas y con un cuerpo no cubierto totalmente por el elemento abrasivo, habría sido el inconveniente para precisar los calibres y más o menos el tiempo de producidos. Acá no cabe el helicóptero introducido por Alonso. Como la gorda con el corsé: siempre queda un rollito afuera...
En cuanto a la novela Timote, de Juan Pablo Feinman, éxito arrasador en la actual Feria del Libro, con las licencias que permite la imaginería literaria sancochada con presunta historiografía, en lo fundamental se ciñe a la versión de El Descamisado. El largo metraje Secuestro y muerte, del veterano Rafael Filipelli, hombre de la FUC que fundara el radical Manuel Antín, tiene su punto de partida en un capítulo dedicado al tema en un libro de Beatriz Sarlo, su mujer.
En la versión final del guión y del rodaje y la edición, según confesó, de la letra impresa del original sobrevivió bastante poco. Sí que su interés se focaliza en los cuatro días de encierro entre los jóvenes debutantes como guerrilleros, aspirantes a un puestito en el multitudinario peronismo para heredar al Viejo, y el veterano general gorila, con facturas impagas como legalizar la pena de muerte y fusilar con retroactividad. Sea como sea, salvo matar el tiempo leyendo o yendo al cine, un mínimo de testimonio y de rescate histórico debe darse por descartado de plano.
Esto no es obstáculo para encontrar, no sin un dejo estremecedor, que la que va a quedar instaurada como ejecución sumaria/homicidio resulta totalmente funcional a tirios y troyanos. Por más debutantes que hayan sido, planificar el secuestro de un hombre como Aramburu, para tenerlo prisionero, juzgarlo e interrogarlo con una pena de muerte que ya estaba puesta de antemano, y ni siquiera llevar un grabador Geloso de los de entonces suena a más que error de principiantes incautos que después quieren trazar la plaza propia y erigirse su propio monumento.
La versión de aquella noche en la Alameda Bernardo O'Higgins, en pleno camino chileno al socialismo encabezado por Salvador Allende, que violentando tratados internacionales, compromisos y arriesgando casi de manera suicida lo que ya estaba haciendo agua, El Chicho les sacó las papas del fuego a los que alcanzaron a fugarse de Trelew, entre los que estaba más de uno del caso Aramburu, explicó que la versión de su hermana desaparecida y asesinada había dado cuenta que el octeto muy joven había sido sin dudar una Formación Especial del general Imaz, el que quiere recordar a cargo de otras Formaciones Especiales de la Bonaerense que se estaba entrenando para Maldita y cobrar los diezmos de Socios Gratis del Capitalismo, y que cuando salieron del cerco perimetral capitalino gracias a la molicie de la Policía Federal, al hacer una posta en una localidad de Tres de Febrero y el teléfono de la Casa Rosada o no contestaba o la persona que atendía les decía que el querían hablar ellos no estaba y no se sabía a qué hora volvía, se dieron cuenta que los habían usado como profilácticos, que estaban solos y a Timote los boletos. ¿Es la verdad? En todo caso, concuerda mucho más con el lógico acaecer de los hechos humanos, como alguna vez se le escapó a un camarista en la sentencia de un juicio oral.
La ocasional concordancia de Feinman y Filipelli, desde diferentes lenguajes y ángulos bien diferenciados, a 38 años de sucedido todo, diluye casi de manera irremisible que sea como haya sido fue el acto fundante para que una alucinada concatenación de hechos llevara a una cadena de cintas grabadas con instrucciones a la Juventud Maravillosa y la Formaciones Especiales para una larga guerra de libertación y a una generación de uniformados a masacrar a una generación de jóvenes, que el puñado de ultracatólicos nacionalistas terminaran en una burda, casi grotesca conversión al marxismo leninismo, y que Rodolfo Galimberti, de emisario montonero y delegado de Perón usando pasaportes confeccionados por la SIDE de entonces terminara como guardaespaldas de sus antiguos secuestrados, a 200 km/hora en una Harley Davinson por la Panamericana, compartiendo el vicio del vértigo y las melenas al viento con un juez federal, y trabajando para la CIA.
Semejantes transfuguismos y conversiones siempre dejan la duda si la impostura está ya en los orígenes o en supuestos resbalones intermedios y/o finales. Sin embargo, todo parece indicar que siempre. El Viejo los echó de la Plaza el 1º de mayo de 1974 y los mecanismos de negación blindados del imaginario colectivo argentino sólo recuerda lo de imberbes. Volver a escuchar la pieza oratoria completa sigue siendo escalofriante.
La acusación central era de que se trataba de agentes infiltrados del imperialismo, cuñas del mismo palo, por lo tanto los más peligrosos, empecinados en destruir a la columna vertebral del movimiento, como eran los chicos de la CGT, suena a pena de muerte, se quiera o no, le guste a quien le disguste. El decreto de exterminio que va a firmar unos pocos meses después el constitucionalista Italo Luder, ejerciendo la presidencia en reemplazo de la bailadora flamenca y alternadora que sigue respondiendo al alias espiritista de Isabelita, abriría de par en par los portones a los 12 mil efectivos sabiamente entrenados durante más de una década, sobre todo por expertos que habían probado las metodologías empleadas en una guerra de liberación, sí, pero contra ella, bajo las órdenes del Pentágono, justamente en Vietnam.
Fuente: La Catramina de Ambrosio.
Un disparo repleto de intrigas que abrió las puertas a la tragedia. Por Alberto Amato.
El asesinato partió al país en dos. No fue, como sostuvieron dos décadas después los defensores del terrorismo de Estado, el inicio de la violencia en la Argentina. La violencia de la segunda mitad del siglo estuvo simbolizada por el sangriento derrocamiento de Juan Perón, por el bombardeo a la Plaza de Mayo que lo precedió, por los fusilamientos de los alzados en 1956 contra la “Revolución Libertadora”, por la persecución y el oscurantismo ciegos que entronizó a la picana eléctrica como un elemento más de la cotidianeidad social del país.
El asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu no fue el inicio de la violencia política, pero marcó un punto de inflexión, el final de la inocencia de un país que no volvería a ser el mismo.
Fue un crimen, como todos, horrendo, que debió llamar a la sensatez, pero que convocó a la locura; que debió mover a la reflexión, pero impulsó el desatino ; que debió despertar algún rasgo de madurez, pero que derivó en irracionalidad; que debió ser una advertencia y que, en cambio, obró como un disparador del descontrol. La Argentina que vio morir a Aramburu se asomaba al abismo. Y ya no volvió atrás.
El país de 1970 no necesitaba demasiado para partirse. Era un polvorín gobernado con mano de hierro y cerebro de estopa por Juan Carlos Onganía, un general nacionalista, ultracatólico, que intentaba eternizarse en el poder a cualquier precio. Perón, el peronismo y los peronistas estaban prohibidos, exiliados, negados, perseguidos, encarcelados, asesinados.
Los primeros grupos guerrilleros ya habían dado sus golpes montados sobre aquella prohibición y sobre la convulsión social que generaban la economía que se caía a pedazos, una devaluación del cuarenta por ciento, los precios que trepaban, los salarios congelados a lo largo de cuatro años y la pertinaz represión contra toda protesta. El año anterior al asesinato de Aramburu, la rebelión obrera y estudiantil conocida como el Cordobazo había puesto fecha de clausura al gobierno.
El mismo Aramburu había comprendido, tal vez, que no era posible gobernar a la Argentina sin Perón, al menos sin el peronismo, y no temía ser visto como el eventual sucesor de Onganía, en cuyo gobierno revistaban sus más encarnizados enemigos: un grupo de militares nacionalistas a los que Aramburu había desplazado en el golpe palaciego con el que, en noviembre de 1955, había borrado al general Eduardo Lonardi del primer gobierno de la Revolución Libertadora. Eran los generales “lonardistas”, incorporados en 1966 al régimen de Onganía: Francisco Imaz como ministro del Interior, Eduardo Señorans como jefe de la SIDE, Mario Fonseca como jefe de la Policía Federal, entre otros.
Aramburu, que tenía ambiciones políticas, había buscado el diálogo con el peronismo en los años 60 y había hecho contacto con dirigentes sindicales. Uno de ellos, Augusto Vandor, que propugnaba un “peronismo sin Perón”, había sido asesinado en junio de 1969.
En aquella Argentina convulsionada y compleja debuta la violencia de Montoneros. A modo de presentación en sociedad secuestra y asesina, o dice que secuestra y asesina, al general Aramburu. Se trata de un grupo católico, nacionalista, integrado por jóvenes, algunos con formación en liceos militares, que en raros casos superan los 25 años.
A cuarenta años de aquella tragedia, ya casi nadie cree en la versión que Mario Firmenich, el máximo dirigente de aquella guerrilla, y Norma Arrostito hicieron en septiembre de 1974 sobre Cómo murió Aramburu, en el artículo de la revista La Causa Peronista. Ni el propio Perón creyó en ella. Cuenta la leyenda que cuando supo los detalles de la ejecución narrados por los guerrilleros (a Aramburu, atado, amordazado, le anuncian que van a ejecutarlo y el militar ordena a sus verdugos “Proceda”) Perón comentó: “Qué voz potente la de Aramburu: pudo decir “Procedan” amordazado como estaba”.
El relato fue refutado también en un libro escrito por uno de los amigos inclaudicables de Aramburu: el capitán de navío Aldo Luis Molinari, que visitó a Arrostito en el infierno de la ESMA donde estuvo cautiva hasta 1978. Cuenta Molinari que le mostró a la guerrillera el ejemplar de La Causa Peronista. Y la respuesta de Arrostito fue: “A mí me hacen aparecer narrando cosas que yo no dije. Eso se manejó desde otro nivel”, en referencia a la jerarquía de Montoneros.
Quiénes y cómo secuestraron y mataron a Aramburu es un enigma irresuelto que se ha ahondado a lo largo de cuarenta años. En la Argentina de “la historia oficial”, es difícil estar convencido de que la versión narrada por los montoneros es una historia oficial cierta.
En su imprescindible biografía “Aramburu”, Rosendo Fraga y Rodolfo Pandolfi no descartan ninguna posibilidad. No se privan de citar a un ex ministro de Aramburu, Carlos Alconada, que responsabiliza por el crimen al ministro del Interior de Onganía, Francisco Imaz: “Montoneros era un grupo de derecha. No sé si Imaz fue autor intelectual del secuestro y asesinato. Pero que tuvo participación , la tuvo (…) Firmenich entraba al ministerio del Interior como Pancho por su casa”.
Fraga y Pandolfi no pueden menos que admitir, en abierto desacuerdo con la historia oficial: “Aramburu fue secuestrado y asesinado por un grupo nacionalista civil o militar, pero nadie sabe cuál fue la trayectoria de Aramburu prisionero (desde las 9.40 del 29 de mayo hasta, a lo sumo, 36 horas después) ni de Aramburu muerto (30 de mayo al amanecer) o enterrado (7 de junio) (…)”. Ambos sostienen que Montoneros sospechaba de algún contacto entre Aramburu y Perón y en una probable decisión del líder peronista de acordar con su rival de otros tiempos una salida política condicionada.
El gobierno de Onganía y Montoneros pudieron tener “puntos de conveniencia común” en la eventual muerte de Aramburu, sostiene en parte el historiador Richard Gillespie.
Y esa es la otra gran calamidad que encierra el asesinato de Aramburu: el haber introducido la idea vil de que existen crímenes políticos que son “convenientes”, y que por ello no deberían ser vistos como lo que son: crímenes políticos. Es un pensamiento trágico, que abrió las puertas a una gran tragedia.
En cuanto a la verdad sobre el secuestro y la muerte de Aramburu, dos hechos que se presentan siempre como uno solo y que acaso no lo son, está tapada por un velo espeso que tal vez jamás se descorra. Hace treinta años, en el transcurso de una investigación para un semanario de actualidad que decidió luego no publicarla, entrevisté al general Bernardino Labayru, otro de los incondicionales del general asesinado, que sostuvo siempre que Aramburu fue víctima de un secuestro por parte de un grupo de las fuerzas armadas y que en realidad murió en el Hospital Militar de la Avenida Luis María Campos. Le pregunté a Labayru quién conocía la verdad del caso. Me contestó: “Eugenito -en referencia al hijo de Aramburu-. Hasta que Eugenito no hable…” Tampoco Labayru quiso hablar más sobre su enigmática frase. Murió en 1984.
Otra persona que debe saber la verdad es Mario Firmenich, el único jefe montonero involucrado en el crimen que queda con vida. Vive en España. Está empecinado en un silencio cargado de soberbia. De todos modos, ¿quién le creería?
Fuente: Clarín.
Un Epílogo que en realidad fue un Prólogo...
En Z – Argentina / El crimen del siglo, de Próspero Germán Fernández Alvariño (Edición del autor, Buenos Aires, Argentina, 1973), se narra el secuestro de Pedro Eugenio Aramburu, su asesinato y la posterior investigación (o no-investigación oficial) de esos hechos.
Su Epílogo, que me permito transcribir, en realidad es el Prólogo de la Argentina que sobrevino:
El epílogo sería así: la esposa del teniente general Aramburu quedaría esperando le dijesen quiénes eran los responsables para poder perdonarlos.
Los tenientes generales Onganía y Lanusse, el general de división Francisco Imaz y el general Fonseca no serían molestados, mantendrían todos sus honores y descansarían tranquilos en sus casas, confiados a la custodia de la policía.
El doctor Eduardo Héctor Bergalli, esperando del futuro Parlamento esclareciese la verdad, para que a través de ella se disiparan sospechas o se rompiesen sables contra la roca de la maldición.
El capitán Molinari guardaría juntas, dentro de un cofre, las comunicaciones de arresto y sanción del Tribunal de Honor firmadas por Gnavi y Lanusse.
Yo quedaría con mis cuatro procesos por calumnias e injurias. Y los dos apercibimientos de las Cámaras de Apelación. Y volvería a recitar otra vez y en voz más alta todavía la lección de optimismo que nos diera y dejara para los jóvenes Joaquín V. González.
Y juntos Molinari y yo, seguiríamos enseñando la lección sobre el patriotismo, tal como la aprendiéramos de Joaquín V. González. Y después me quedaría aún tiempo y ánimo para decir en voz alta la invocación a la libertad que Sánchez Viamonte escribiera antes de cumplir veintitrés años:
“Libertad! Imagen primitiva de la vida, multicolor y multiforme, extendida sobre el haz de la tierra, , como una simple reverberación de la luz, atributo misterioso y fecundo de las personalidades… Libertad! Madre de la verdad y de la belleza: Yo te invoco como a mi diosa tutelar y elevo a ti la plegaria serena de nuestro derecho, poniendo en la égida de tus propicias manos, el secreto augural de la victoria!”
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