La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.

Argentino hasta la muerte...

Por Álvaro Abós.

La publicidad política, con su esquematismo, con su reducción de los contenidos a sucintos eslóganes, afronta un riesgo: deslizarse hacia la mentira. Quizás el nivel de la cultura política de una sociedad consista en la capacidad para leer críticamente la publicidad, rescatando lo que ella tiene de síntesis de la realidad y rechazando el contrabando de manipulación y mentira.

En materia de publicidad política, el siglo XX tiene un clásico: el periodista y escritor alemán doctor Joseph Goebbels, graduado en Filología por la Universidad de Heidelberg. En 1933 el Partido Nacional Socialista (o nazi) ganó las elecciones en Alemania y alcanzó 288 de las 674 bancas del Parlamento, por lo que el presidente de la República, mariscal Paul Hindenburg, entregó el poder a Adolfo Hitler. La demolición publicitaria de los adversarios había sido en años anteriores la ocupación favorita de Goebbels, que pasó, entonces, a la demolición física.

La evocación histórica, tan útil para no repetir errores ni desvaríos, dispara numerosas incógnitas y algunos peligros, uno de los cuales es incurrir en un error simétrico al olvido de la historia, que es leer la historia con los ojos del presente, estableciendo paralelos forzados entre el ayer y el hoy.

Sentada esa premisa, confieso que siempre me interesó, en relación con la publicidad política, una incógnita de naturaleza lingüística. Mi duda podría formularse así: por qué los argentinos hemos adoptado la palabra "propaganda" como sinónimo de "publicidad", incluyendo en el término la publicidad comercial, cuando no sucede lo mismo en otros lugares.

"Propaganda" y "publicidad" son expresiones que dicen más o menos lo mismo: se vinculan a propagar, difundir, hacer público algo. La palabra "propaganda" está en el nombre de una antigua congregación vaticana, Propaganda fides. Pero "propaganda" es una expresión que ha quedado asociada, en la mayor parte del mundo, a la publicidad política totalitaria, quizá porque en la mencionada remodelación del gabinete, Adolf Hitler creó un nuevo ministerio, que entregó a su fiel acólito, el doctor Goebbels, y ese ministerio se llamaba así, en alemán: Die PropagandaMinisterium.

De allí en más, Goebbels aplicó desde el Estado su teoría sobre la publicidad política, resumible en algunas frases, la más conocida de las cuales sostiene que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. Otro de sus "principios", éste menos recordado, afirma que, si no se pueden negar las malas noticias, se han de crear otras que distraigan de ellas.

Igualmente, Goebbels sostenía el llamado "principio de simplificación o del enemigo único": en cada circunstancia, se ha de adoptar una única idea, un único símbolo, e individualizar claramente al enemigo como un único enemigo. El doctor Goebbels, asimismo, era devoto del "principio de la transfusión", conforme al cual el manipulador político debe operar a partir de un sustrato, que puede ser una mitología nacional, un prejuicio arraigado o un conjunto de sentimientos sobre los cuales han de arraigarse los mensajes.

Finalmente, el doctor Goebbels sacaba de su galera de mago el llamado "principio de la unanimidad": la gente debe ser convencida de que piensa "como todo el mundo", para que de esa manera se sienta participando en una unanimidad.

Cualquier parecido, aun remoto, de estos hechos con la realidad de la Argentina en 2007 no es mera coincidencia. Sugiero sobre el tema lecturas ilustrativas, como el 1984, de George Orwell, novela de anticipación inspirada en el stalinismo, en la cual un poder central, el Gran Hermano, controla las vidas de todos los súbditos. Aclaro que George Orwell escribió su 1984 ... en 1948.

En las últimas semanas se ha visto de qué manera el Gobierno y algunos de sus partidarios repetían acusaciones falsas y atribuían a un candidato opositor acciones inexistentes, sin que se rectificaran esas mentiras. En lugar de interrogarse por qué la ciudad de Buenos Aires -que supo distinguir con su favor a Bartolomé Mitre, a Hipólito Yrigoyen, a Alfredo Palacios- optó en 2007 por Mauricio Macri, proliferaron acusaciones hacia los electores porteños, a los que se les ha negado, incluso, la calidad de sujetos pensantes.

Incurriendo en una forma de intimidación ideológica, tales análisis calificaron a Macri, y por extensión a sus votantes, como "la derecha", expresión que no se utilizó objetivamente, sino cargada con un sentido descalificador y hasta extorsivo, con el fin de amedrentar a quienes no se aplicarían a sí mismos esa calificación.

Cabe preguntarse: si con estos ataques se pretendía demonizar a Macri, ¿qué podría decirse de Filmus? Candidato que representó a un gobierno salpicado por denuncias de corrupción, que desconoce la división de poderes, que manipula a la opinión pública con fondos del Estado y que obtura cualquier intento de renovación institucional de la vida política, a tal punto de que la principal expectativa que parecían reservarnos a los argentinos las presidenciales de octubre era si el candidato sería el propio Presidente o su señora esposa.

Tanto material descalificante borró de la contienda al que considero el más rico concepto en juego en estas elecciones: la aún pendiente autonomía de Buenos Aires: faltan policía y justicia propias. Junto con la recuperación democrática, la autonomía es uno de los mayores logros del último cuarto de siglo en la política argentina, pero un poder central agobiante la pone en peligro.

Para olvidar la mención a un personaje tan siniestro como el doctor Goebbels, recordaré a una figura grata, el poeta Guido y Spano, que llevó de esta forma al verso su amor por Buenos Aires: "Qué me importan los desaires con que me trata la suerte. ¡Argentino hasta la muerte! ¡He nacido en Buenos Aires!"

El autor es escritor. Su último libro es Eichmann en Argentina (Edhasa).

Fuente: La Nación.

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