La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas. |
La crisis de la educación. Por Guillermo Jaim Etcheverry. |
Nos dicen con frecuencia que estamos ingresando a la sociedad del saber y del conocimiento. Observando la realidad, parece que más bien nos aproximamos a la sociedad de la ignorancia, a juzgar por las falencias de nuestros niños y jóvenes que cursan la educación formal.
Esto se advierte en los privilegiados que logran completar los doce años de esa educación: sólo el 42 % de los argentinos de entre 25 y 64 años finaliza la educación media, imprescindible para desempeñarse en el complejo mundo actual (Educación at a Glance, OECD Indicators 2005, París, OECD, 2005).
En otras palabras, si bien la educación es una prioridad declamada reiteradamente por la sociedad argentina, en los hechos concretos no se advierten evidencias de una vocación por realizar los esfuerzos sociales y personales imprescindibles para educar y aprender.
Es en los presupuestos públicos donde se percibe con claridad la verdadera importancia que una sociedad otorga a un problema: la educación no aparece como prioritaria en las inversiones que realizan ni el Estado ni el sector privado.
En todos los niveles del sector educativo hay ejemplos que revelan el escaso valor que nuestra sociedad otorga a la educación. Por ejemplo, una sola universidad de Brasil, la de San Pablo, recibe un presupuesto que equivale a más de la mitad del destinado a las 38 universidades nacionales argentinas.
Esa escasa valoración social, se acompaña por una falta de convicción personal en el sacrificio necesario para educarse. Quien ha aprendido algo sabe que le ha demandado un esfuerzo personal. Se está dejando de valorar la contribución que hace la escuela, incluyendo en ese término al conjunto del sistema educativo, a la formación de la persona.
Las consecuencias del peligroso ocaso de esta concepción son observables en la escena cotidiana. Aunque se habla de la importancia de la educación, en realidad lo que interesa socialmente es la certificación de haberla recibido.
El vacío de conocimientos en el que estamos dejando a nuestros chicos, expresión del horror contemporáneo frente al esfuerzo, se justifica apelando a una idea que debe ser analizada.
Es la que sostiene que, como el conocimiento cambia tan rápidamente, no es necesario aprender prácticamente nada pues, una vez concluida la escuela, lo que se aprendió allí ya será obsoleto. Una idea atractiva, de no ser porque, en realidad, el problema de nuestros chicos y de nuestros jóvenes no reside en la vanguardia del conocimiento.
Es más bien crisis de su retaguardia: no comprenden lo que leen o no pueden realizar simples procedimientos de abstracción vinculados con la matemática. Se instala velozmente la creencia de que la tecnología resolverá los problemas educativos. La asombrosa tecnología de la comunicación -que crecerá en importancia- requiere que nuestros jóvenes se familiaricen con ella.
Pero para hacerlo es preciso que cuenten con habilidades intelectuales esenciales. Ese reconocimiento de las capacidades humanas básicas es lo que nos ayudará a reformular la educación actual. Está de moda afirmar que es necesario desarrollar en los chicos la habilidad de “aprender a aprender”.
Siempre se enseñó a “aprender a aprender”, la diferencia reside en que antes se enseñaba a aprender aprendiendo algo y hoy se pretende enseñar a aprender en el vacío. En silencio, el conocimiento concreto va abandonando las escuelas víctima de un desprestigio relacionado también con otro fenómeno evidente en la sociedad actual: la resistencia a la norma. En este contexto la educación entra en crisis porque, precisamente, está vinculada a la enseñanza de reglas y normas.
La sociedad occidental ha evolucionado hacia un individualismo que tiene obviamente aspectos muy positivos, pero también posee una faceta negativa, como esta falta de aceptación de la norma, lo que torna caótica y difícil la vida social.
No contamos con un sistema compartido de reglas y normas, y el hecho de que la educación no haga hincapié en su existencia, contribuye a la falta de su respeto que se observa en el escenario social. Otra cuestión importante es la vinculada con la idea que nos hemos ido formando de la utilidad del conocimiento. Es frecuente escuchar a padres e hijos preguntar para qué sirve aprender determinado contenido. Interrogante que, en realidad, cuestiona la utilidad productiva inmediata de lo que se enseña en la escuela, su relevancia para hacer dinero con rapidez.
No se advierte que, en última instancia, la educación proporciona a cada uno de nosotros el límite de nuestras propias posibilidades. Mediante la educación tomamos conciencia de aquello que podemos ser. De allí que la educación esté estrechamente relacionada con la expansión de la persona, con la construcción del ser humano que, lógicamente, a través de ese proceso adquiere capacidades no sólo productivas, sino también reflexivas.
La formación de la persona está, sin duda, en primer lugar. Esa visión debe ser reconquistada en una sociedad como la actual porque hoy, más que nunca, tenemos la obligación de mostrar a los jóvenes la riqueza intelectual del mundo, ya que, precisamente, es eso lo que les dará posibilidades más amplias de desarrollo personal. El endiosamiento de lo joven, característico de la sociedad actual, es crucial para comprender la crisis educativa. Si lo joven es lo importante y los adultos no tenemos nada que decirles, la escuela carece de sentido. Si los jóvenes ya saben todo, ¿para qué, entonces, educarlos?
En ese esquema la función de la escuela parecería ser la de la omnipresente “contención” cuando, en realidad, la escuela debería privilegiar la expansión de la persona. La actual concepción de la igualdad, el privilegio absoluto de lo joven, la adoración de lo actual y lo moderno, la velocidad en la que vivimos, constituyen algunas pocas claves para explicar la crisis educativa. De allí que debamos volver la mirada hacia algunos aspectos básicos, esenciales.
El ser humano es capaz de elaborar maneras de ver el mundo diferentes a las superficiales, cuando no abiertamente groseras, que hoy les mostramos. A lo largo de la historia, ha realizado creaciones importantes en todos los campos, conquistas a las que nuestros jóvenes tienen derecho a acceder por la sola razón de ser humanos.
Es nuestra obligación transmitirles esa herencia, función que atraviesa una crisis muy profunda, lo que explica en gran medida la situación que vivimos. Por otra parte, ningún cambio será posible si no se fortalece la familia y se reinstala la autoridad intelectual del docente, que surge de la responsabilidad que este asume cuando se hace cargo del conocimiento a ser transmitido. En una etapa como la actual, en la que el valor del conocimiento paradójicamente disminuye, también lo hace la autoridad del docente.
De este deshilvanado análisis surge que el contexto en el que se desarrolla hoy la educación es muy complejo. La historia demuestra, sin embargo, que el ser humano cuenta con posibilidades enormes de regeneración. Hay signos de que los jóvenes comienzan a comprender lo que sucede y que nos reclaman la herencia que no les transmitimos.
Si no hacemos un esfuerzo para que la sociedad argentina se integre a través de la educación, si no logramos que los chicos manejen la lengua y adquieran un código de comunicación común que les permita expresar lo que piensan en lugar de recurrir a la violencia, enfrentaremos un grave problema. Resulta oportuna a este respecto una idea expresada por Sarmiento en 1848: “Si no los queréis educar por caridad, al menos hacedlo por miedo”.
Debemos comprender que no hay salvación individual, ya que la calidad de la vida de cada uno depende de la calidad de quien tiene enfrente. Por eso debemos hacer un esfuerzo para educar mejor a la mayor cantidad de gente posible. Como no vivimos aislados sino junto con los otros, la calidad de esos otros es nuestra propia responsabilidad. Si no aceptamos ese compromiso, el mismo que la Argentina asumió a fines del siglo XIX, nuestro futuro está seriamente amenazado.
Fuente: La Gaceta (Tucumán)