La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas. |
Desencarnó don Pedro Romaniuk, el profeta que sobrevivió a su propio calendario apocalíptico.
Por Alejandro Agostinelli. |
El sábado 21 de febrero falleció Don Pedro Romaniuk de un paro cardiorespiratorio. Cuando su nieta Aldana me confirmó la noticia, cerré los ojos y atravesé mil y un recuerdos. Su libro Texto de Ciencia Extraterrestre que me regaló mi hermano Javier (el pobre creyó que me iba a encantar), sus conferencias en los ochenta en el Centro Cultural General San Martín, la malasangre que me hice cada vez que almorzaba con Mirtha Legrand y, más adelante, nuestros encuentros en la sede de su instituto. Sé de antemano que estoy condenado a la incredulidad general, pero la noticia de su muerte me emocionó.
La salud de Romaniuk, el gurú místico de los ovnis más famoso del país, zozobraba desde noviembre. Con todo, los presagios médicos no parecían alarmantes: a sus 86 años, don Pedro era un sobreviviente. No sólo había sobrellevado con estoicismo los achaques propios de la edad; una isquemia lo había dejado al borde de la ceguera, su osamenta se deshacía en cada tropezón y nadie sabía cómo se las arreglaba para sobrevivir a su insuficiencia renal crónica (bueno, en realidad sí se sabe, zafaba gracias a un milagro de la ciencia: se dializaba).
Es que don Pedro –hijo del inmigrante ruso Miguel Romaniuk y nacido en 1923 en Médanos, provincia de Buenos Aires– había sobrevivido a tragedias mayores. Sobrevivió a la caída de un avión en 1947, a la muerte de su hija Stella Maris, de tan solo 21 años, y a que se dudara de su cordura en ámbitos donde no esperaba ser recibido con hostilidad.
Quiero ser claro: yo mismo organizaría una sentada frente al primer colegio que considerase a sus textos lectura obligatoria. Pero el Arzobispado de Buenos Aires censuró sus escritos –una literatura copiosa, reiterativa y en más de un sentido espeluznante– con exagerada tenacidad. Romaniuk, ex docente en el Colegio La Salle, se sintió traicionado cuando la Iglesia hizo retirar sus obras de las librerías católicas por las blasfemias (en rigor, un milenarismo de otro cuño) que en ellas predicaba.
Con don Pedro nunca fuimos, ni lejanamente, amigos. Pero tampoco lo contrario: siempre me recibió con amabilidad en la sede de su Fundación Instituto Cosmobiofísico de Investigaciones (F.I.C.I.) en el partido de La Matanza, donde atendía, cual Pancho Sierra posmoderno, a los enfermos que iban a “armonizarse” a su fantástico Laboratorio Psicotrónico, una pirámide abastecida con bidones de agua importada de un volcán neuquino y energía cósmica de Las Pléyades.
No me muero por recordar nuestros choques, pero nobleza obliga. En 1991 nos cruzamos en Metete, un talk show que conducían en ATC Luisa Delfino, Horacio de Dios y Raúl Urtizberea. Cuando interrumpí su primera extravagancia, don Pedro, para convencerme (ya no me acuerdo de qué), quiso pasarme un folio en cámara. “Vea, compruébelo, lea este documento”. Me dijo eso, o algo así.
Me negué a recibir el papel porque –como el programa terminaba– no quise que una lectura silenciosa fuera interpretada como una aceptación de su contenido. Así se cobra el presente los arrebatos del pasado: hoy me sigo preguntando qué decía aquella hojita.
Tampoco le voy a pedir al lector que se apiade de mis prejuicios. Pero ruego tener en cuenta que en los noventa yo era un hidalgo militante del club de los Refutadores de Leyendas. Mi lugar era la vereda de enfrente; por entonces, mi odiosa misión en la vida era exigirle pruebas. No sólo se las pedí sino que me atreví a contradecirlo.
Don Pedro se puso colorado como un chorizo y me llamé a silencio. Bueno, es hora de confesar la verdad: yo sabía que sufría de presión alta y no quise cargar con un profeta en mi placard.
No ventilo estos infortunios para conquistar el corazón de las almas que ahora añoran su partida. Nada que ver. Lo cuento porque, por entonces, a pesar del enojo que me causaban sus afirmaciones (“miles y miles de naves extraterrestres se esconden en el lado oscuro de la Luna”, “las perturbaciones electromagnéticas desplazarán el eje de la Tierra”, etcétera, etcétera), me empecé a informar.
Así supe que Romaniuk remontaba una mochila pesada; su historia, compleja y dolorosa, permitía entender al menos parte de las convicciones que defendió hasta el fin. Antes, mi visión estuvo sesgada: yo evaluaba a sus dichos inverosímiles desde el exasperante rigor de las ciencias duras, cuando hubiera debido hacerlo desde la calma comprensiva de las ciencias humanas.
Con el tiempo descubrí que en sus despliegues verbales, grandilocuentes y recargados de datos falaces o tergiversados, no prevalecía la pseudociencia sino la invención: sus charlas eran un collage de creencias sui generis donde coexistían seres de otros mundos, conspiraciones multinacionales y ensoñaciones sobre el clima con honda resonancia en la cultura popular.
Sus alegatos revestidos de ciencia exacta no resistían, no ya el paso del tiempo, sino el sentido común. Vaticinó el fin del mundo tantas veces que ya nadie llevaba la cuenta. Predijo guerras, maremotos, colisiones de asteroides y cometas con una familiaridad pasmosa. Su gente, que no le quitaba una pizca de cariño, justificaba los desaciertos como meros retrasos del Plan Divino.
En noviembre de 2004, el periodista Juan Pablo Cozzani entrevistó a don Pedro Romaniuk para el programa “Vida y vuelta” (canal 7). Fue una de las últimas ocasiones en que predijo el fin del mundo.
Ahora creo que lo sé: cada señal incumplida no revelaba tanto la impericia de sus dones proféticos sino preocupaciones sociales que lo sobrepasaban. En libros, revistas e incursiones televisivas, don Pedro exhumaba y exorcizaba fantasmas colectivos. Cada profecía que se estrellaba en el mundo real, como las que heredó de su maestro, el profeta y abducido Benjamín Solari Parravicini, mostraba que su frustrante calendario apocalíptico siempre merecía otra oportunidad.
Presiento que, a la larga, el recuerdo de sus discursos catastrofistas, los que me angustiaron en mi adolescencia y me enojaron en los noventa, no sobrevivirá. Lo digo con cierto fundamento: ni al mismo Romaniuk le interesaba la ciencia de este planeta. Él había construido una cosmovisión que forjó a contrapelo de la racionalidad ortodoxa –la del saber común– para justificar una vida llena de experiencias extrañas, infinitas búsquedas en laberintos espirituales y sobrecogedoras penurias personales.
Y, si algo sobrevive a la prédica de Romaniuk, eso será la religión. Pese a que no deja herederos a la vista (sólo hay pálidos émulos), su influencia será perceptible en un enjambre de movimientos espirituales de la actualidad y del porvenir. Una miríada de grupos esotéricos que –tras atravesar múltiples encarnaciones– siguen dando vueltas por ahí. Los sobrevivientes de esa Nueva Era que puja y puja por emerger, pero que nunca, ni con forceps, termina de nacer.
Los escépticos pueden dormir tranquilos: más temprano que tarde, los espíritus animados con el don de la curiosidad podrán dudar. Y, si se quieren dar la oportunidad, pensar.
La vida de don Pedro Romaniuk se me antojó fascinante. Por eso le dediqué un capítulo en Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina. Un librito que, con Marte a favor, Editorial Sudamericana distribuirá en el mes de mayo.
Enlaces:
Se fue el patriarca de los platos voladores
Página oficial de la F.I.C.I.