La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas. |
Educar la curiosidad de los chicos. Por Melina Furman. |
Una niña de nueve años mira, asombrada, cómo una lamparita se enciende cuando conecta los cables de un circuito eléctrico. Un nene de siete descubre por primera vez que cuando sopla por un burbujero cuadrado, las burbujas que salen son siempre, misteriosamente, redondas. No hay dudas de que la infancia es una época de primeros descubrimientos y de grandes emociones. Los docentes de la escuela primaria saben que los chicos traen con ellos montones de preguntas y la llamita de la curiosidad bien encendida.
La pregunta que sigue, naturalmente, es ¿cómo redoblar la apuesta? ¿Cómo capitalizar esa curiosidad en pos de formar chicos y jóvenes críticos y autónomos?
El físico Alan Cromer, en su libro Sentido no común, sostiene que el pensamiento científico va más allá de nuestras ganas naturales de curiosear y entender cómo funcionan las cosas. El pensamiento científico es, por un lado, libre y creativo, y se nutre del deseo de buscar respuestas para cosas que no sabemos, de las ganas de conocer más acerca de un mundo intrigante y lleno de aventuras por recorrer. La apuesta de la escuela, entonces, debe ser por mantener ese deseo vivo y en buena salud.
Pero el pensamiento científico tiene una segunda dimensión, relacionada con el pensamiento crítico y riguroso, con la capacidad de analizar datos, sacar conclusiones y sopesar qué grado de validez tiene la información que nos llega. Esta segunda dimensión va más allá del sentido común y si no nos la enseñan, difícilmente podamos aprenderla. Por eso es tan importante que esté al alcance de todos, especialmente de aquellos que no van a ser científicos, porque nos prepara para estar mejor parados a la hora de poder discernir entre distintas opciones y tomar mejores decisiones. Volviendo a la escuela, el desafío es aún mayor: no alcanza con mantener viva la curiosidad de los chicos. Es necesario educarla.
¿En qué sentido el pensamiento científico va en contra del sentido común?
En el capítulo "¿Por qué la gente inteligente cree cosas estúpidas?" de su libro Mala Ciencia, el médico inglés Ben Goldacre señala algunas de las trampas que nos tiende nuestra mente a la hora de analizar información. Una de ellas es nuestra tendencia a ver evidencias que confirman las ideas que teníamos de antemano. Goldacre las llama el sesgo hacia la evidencia positiva o, en otras palabras, la capacidad de ver solamente aquello que nos dice que tenemos razón e ignorar aquello que nos contradice. No se trata de algo voluntario, claro que no.
Es una trampa que nos tienden nuestras mentes sin que seamos conscientes de ella. Otra de estas trampas es nuestra capacidad de encontrarle sentido a eventos que ocurren al azar y de sacar conclusiones con muy pocos casos: vemos formas en las nubes, la imagen de un conejo en la cara de la Luna, y rachas de suerte en las tiradas a la ruleta. Esa capacidad de encontrar sentido es esencial en nuestra manera de entender y actuar en el mundo, pero algunas veces nos juega malas pasadas a la hora de analizar información y tomar decisiones correctas. Por eso, no se trata de desoir nuestras intuiciones o corazonadas, sino de estar atentos a analizar toda la información disponible de manera más sistemática, especialmente si se trata de decisiones importantes.
¿Cómo aprender esos hábitos de pensamiento riguroso y sistemático que se despegan de nuestro sentido común? Las investigaciones en educación muestran consistentemente que se trata de aprendizajes que llevan tiempo y, sobre todo, de una guía muy cercana por parte de un docente o un otro más experimentado que nos ayude, paso a paso, a aprender a analizar datos y sacar conclusiones válidas o a pensar maneras de investigar una pregunta y averiguar algo que no sabíamos. Evidentemente, no se trata de aprendizajes sencillos ni espontáneos. No aprendemos a pensar científicamente simplemente por hacernos más grandes. Es necesario que alguien nos enseñe a pensar de este modo y para eso, es necesario establecerlo como una prioridad en la enseñanza.
La buena noticia es que se trata de un objetivo posible cuando se generan las condiciones para ello. Educar la curiosidad es tan necesario como alcanzable. En nuestro trabajo en las escuelas de estos años hemos trabajado junto con docentes, directivos y supervisores para poner este objetivo en la agenda y que el pensamiento científico forme parte de todas y cada una de las clases de ciencia. Y vemos los resultados todos los días en las aulas, cuando los chicos se hacen cada vez más preguntas, debaten, diseñan experimentos y resuelven problemas entre todos, disfrutando del placer de descubrir nuevos mundos e imaginar otros futuros posibles.
Nota: Melina Furman es doctora en enseñanza de las ciencias y coordinadora científica de Sangari Argentina. Esta nota se publicó en el diario La Capital de Rosario.
Fuente: El Arca Digital.