La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.

“Es lo que hay, maestro”.

Por Enrique Pinti.

Cada nueva Navidad evoco otras navidades. Las de la infancia están embellecidas por la luz cálida de la nostalgia y traen a mi paladar el gusto irrepetible de aquellas comilonas familiares en las que los niños devorábamos todo lo que había y los adultos olvidaban sus regímenes y dolencias y se entregaban también al morfi pantagruélico, que no lograba detener ni siquiera aquella noticia que informaba sobre la intoxicación de una familia por la ingesta de alimentos enlatados.

Claro, nosotros no consumíamos esas "basuras": lo nuestro era bien casero y preparado con mano maestra por madres, abuelas y tías que no tenían nada que envidiarle a la mismísima Doña Petrona C. de Gandulfo. Eran otras épocas. La gente tenía menos información acerca de los contenidos calóricos o proteicos de los alimentos, que simplemente se dividían entre "los que me gustan y los que no".

A lo sumo se tenía conocimiento de que existían vegetarianos, adoradores del pasto y enemigos de la carne (sin ninguna connotación sexual). Uno iba al médico de la familia y el galeno podía ser gordo y estar fumando en el consultorio mientras le decía al paciente: "Hay que adelgazar y largar un poco el faso".

La expectativa de vida era más baja: a los 60 se colgaban los botines, a los setenta se era venerable anciano y el que llegaba a los ochenta sabiendo cómo se llamaba era considerado un fenómeno de circo. Había algún viejito o viejita que desafiaba la ley de la vida cumpliendo cien años, pero eso era realmente excepcional.

La diabetes, las enfermedades del páncreas, hígado y corazón ocupaban un lugar destacado en los fallecimientos tempranos de mucha gente, pero no lograban refrenar la glotonería de un pueblo próspero o, por lo menos, con dinero suficiente para comer por dos o por tres.

Y la Navidad era una de las fechas indicadas para decir: "Un día de vida es vida", "total, de algo hay que morir"; "panza llena corazón contento"; "el que come y no convida tiene un sapo en la barriga". Hoy todo ha cambiado. En muchos hogares no hay con qué agarrarse un atracón, y mientras los médicos aconsejan por televisión no abusar de los hidratos, los telespectadores tragan alguna pizza con mozzarella más vencida que una deuda externa.

En otras casas de nivel socioeconómico más elevado no hay problema en la provisión pero, informados de las dietas, hacen imposible el festejo con sus limitaciones: "Saco la grasa"; "yo, helado diet"; "lo mío es macrobiótico"; "traje la cajita del nutricionista"; "a mí dame de todo porque después de las doce voy a hacer bicicleta al baño"; "no al pan dulce, quiero un yogur para tránsito lento"; "no puedo mezclar, hoy es todo verdura, mañana proteína y pasado ayuno".

Y, sí, hay que cuidarse. Gimnasia, dieta, bicicleta, comer poquito cada tres horas, y fibra, mucha fibra.

Entre los que comemos de más, los que no comen lo suficiente y los que se alimentan mal (el 80% de los jóvenes tragando comida basura exquisitamente envenenada) formamos el rebaño del Señor, ese que comió frugalmente como buen hijo de carpintero en aquel lejano Belén. ¡Si nos viera! Bueno…, en realidad nos ve…

Está en todas partes y no le deben de alcanzar las manos para agarrarse la cabeza y pensar: "¿Y por esta gente yo me sacrifiqué?". Es lo que hay, maestro. ¡Qué se va a hacer! Pero no vaya a creer…, detrás de cada comilona, en algún punto de las borracheras o en medio de las dificultades para traer comida a la mesa, muchos se acuerdan de sus consejos…

No son los que están en los gobiernos, generalmente, pero todavía hay locos –flacos o gordos– que aprovechan la Navidad para brindar por la vida y por la paz. Y del colesterol, hablamos después de las fiestas. ¿Qué le parece?

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