La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.

Sexo y política en la Argentina.

Por Patricia Rodón.

En la vida privada de los argentinos el deseo viaja de las alcobas a las plazas, a “la” plaza. Siempre debajo, arriba y alrededor de un gran hombre hay una, dos o más grandes mujeres. Te contamos algunos secretos de alcoba de importantes personajes públicos de nuestra ajetreada y no pocas veces bizarra historia.

La Plaza de Mayo es uno de los escenarios emblemáticos de nuestra historia. Desde la Revolución de Mayo, pasando por la Semana Trágica, los discursos de Juan y Eva Perón y la proscripción de Montoneros, hasta la celebración por la copa del Mundial ‘78 y la toma de Malvinas, las pacientes y silenciosas manifestaciones de las Madres y Abuelas hasta el festejo por el regreso de la democracia, la noche de los cacerolazos a De la Rúa y los balcones de la Rosada enseñoreados sucesivamente con Néstor y Cristina Kirchner.

La Plaza de Mayo ha sido desde el comienzo el lugar preferido de los presidentes electos y de facto para hablar, declarar, arengar, legitimar o balbucear. Y el espacio de la gente para manifestar, alabar, celebrar, demandar o protestar. Es el escenario político por excelencia de nuestro país. Y gran parte de nuestra historia nacional se ha escrito en su pequeña superficie estratégica. Fue creada por Juan de Garay en 1580 con el nombre de Plaza Mayor.

Por otra parte, las relaciones entre los sexos, la forma de concebir la familia, las buenas y “malas” costumbres, el desenfreno de las pasiones estuvieron siempre en un cruce obligado con las formas autoritarias y fueron marcados por el signo político de cada época.

Pero por qué, en lo íntimo de la vida privada de los argentinos, a lo largo de doscientos años de historia, el deseo viaja de las alcobas a las plazas, a “la” plaza.

Siempre debajo, arriba y alrededor de un gran hombre hay una, dos, tres, diez grandes mujeres. Te contamos algunos curiosos secretos de alcoba de quienes fueron importantes personajes públicos a lo largo de nuestra ajetreada y no pocas veces bizarra historia.

Pompas públicas, miserias privadas

En el Buenos Aires colonial no había mucho que hacer. Las diversiones diurnas para sus 40.000 habitantes eran las corridas de toros convocaban por igual a pobres y ricos. El pato, las riñas de gallos, las cinchas y las carreras de caballos eran las diversiones de los suburbios a las que también concurrían los vecinos del centro de la ciudad.

Pero para los encuentros entre hombres y mujeres, con el secreto pero claro objetivo de conseguir un novio o una amante, los lugares preferidos eran la Casa de Comedias, más conocido como Teatro de la Ranchería, la ópera y las tertulias nocturnas que se organizaban en las casas más elegantes. Las familias acomodadas recibían en sus veladas a viajeros, vecinos y amigos para divertirse, galantear y hacer negocios; en estas reuniones se leían textos, se interpretaba música, se hablaba sobre política y se comentaban las noticias y chismes de la ciudad.

Como es natural, los comentarios sobre galanteos, serenatas de novios, casamientos, nacimientos, miradas sospechosas entre una dama y un caballero y muertes hacían las delicias de los siempre discretos asistentes.

Las mujeres lucían vestidos según la moda francesa pero mantienen la mantilla, el peinetón y el abanico españoles, mientras que los hombres se vestían a la inglesa, con galera y todo.

Al terminar la tertulia, las “niñas” eran acompañadas a sus casas por un caballero; guiados por un esclavo o un sirviente que antecedía al grupo señalando el camino con la luz de un farol, señal indudable que el pretendiente tenía un buen pasar; es decir, era un caballero de “esclavo y farol”, cosa que lo hacía más atractivo a los ojos de la niña y de sus padres.

La Perichona y Liniers: desafiando la doble moral

Cargando armas y con un farol en la mano para no hundirse en las pantanosas calles de la ciudad, Santiago de Liniers salía en sus excursiones nocturnas en busca de Ana Perichón de Vandeuil, la “gitana de las islas”, la “Madama”.

Tenía 53 años y después de decenas de combates, dos matrimonios en los que enviudó, el marino francés languidecía en el Río de la Plata esperando que le llegara el sueldo de jefe de escuadrilla desde España. Pero las Invasiones Inglesas le darían una oportunidad única: al frente de mil soldados reconquistó Buenos Aires en 1806; otro tanto logró al siguiente organizando un ejército de soldados y vecinos ante una nueva embestida de los ingleses.

Tras la victoria Liniers fue aclamado por los habitantes cuando desfiló como un héroe maduro y apuesto por las calles de la ciudad. Y entonces fue cuando un pequeño pañuelo cayó a sus pies: quien se desprendía seductoramente de él para llamar la atención del flamante virrey era Ana Perichón.

Ana estaba casada con Tomás O’Gorman, un comerciante irlandés. Mientras su marido viajaba, ella hizo que sus tertulias fueran las más atractivas para sus huéspedes y las más interesantes para ella misma ya que eran la pantalla perfecta para mantener una activa vida social, política y, por supuesto, sexual.

“Fue espía de los británicos, de los portugueses o de los franceses, (de los patriotas, o de todos a la vez), protectora de contrabandistas y gestora de negocios turbios, tanto en Buenos Aires como en Brasil. Su affaire con Liniers, virrey desde 1807, fue considerado intolerable por los enemigos del gobernante, pero glosado con regocijo por los autores de coplas populares. ¿Qué es aquello que relumbra, por la calle de la Merced? Era el mentado pañuelo”, escribe Álvaro Abós en su artículo Liniers y la Perichona de la Gazeta Federal.

Los amantes convivieron en una casa que se convirtió en lugar de reunión para notables, donde se operaban ascensos, se traficaba con todo tipo de prebendas y sobornos. La sociedad de la Buenos Aires colonial los condenó; se decía que la conducta del virrey era licenciosa, que el vínculo que mantenían era el escándalo del pueblo, y finalmente que ambos eran traidores.

Ana Perichon fue desterrada y se refugió en Río de Janeiro. Con el rosismo, la Perichona recuperó algo de protagonismo y murió en 1847, a los 72 años. Al año siguiente, su nieta Camila O’ Gorman que estaba embarazada fue fusilada a causa de sus amores con el cura Ladislao Gutiérrez. Liniers fue asesinado en 1810 por orden de Mariano Moreno.

Rosas, “un neurótico obsceno”

El escritor Lucio V. Mansilla, sobrino de Juan Manuel de Rosas, traza un retrato muy especial del estanciero: “Rozas (sic), por lo mismo que no era sensual, debía casarse joven, y se casó. Muchas mujeres, variedad, no necesitaba. No era de naturaleza fogosa, era sencillamente un neurótico obsceno. La frase picaresca o cruda lo complacía, el ademán lascivo lo embriagaba, y más allá no iba por impulso. Una mujer era para él, ya maduro, asunto de higiene, ni más ni menos”.

Y a propósito de su esposa, Encarnación de Ezcurra, relata que fue “la encarnación de aquellas dos almas fue completa. A nadie quizá amó tanto Rozas como a su mujer, ni nadie creyó tanto en él como ella; de modo que llegó a ser su brazo derecho, con esa impunidad, habilidad, perspicacia y doble vista que es peculiar a la organización femenil. Sin ella quizá no vuelve al poder. No era ella la que en ciertos momentos mandaba; pero inducía, sugestionaba y una inteligencia perfecta reinaba en aquel hogar, desde el tálamo hasta más allá; hasta donde las opiniones, los gustos, las predilecciones, las simpatías, las antipatías y los intereses comunes debían concordar”.

Pero pronto se hizo evidente que esto no era tan así, pues Rosas sostuvo a lo largo de los años una intensa y fecunda relación con Eugenia Castro; primero su pupila y luego su concubina, con la que tuvo siete hijos. Ellos escribían al “Restaurador de las leyes” y sus hermanastros a su exilio en Inglaterra en demanda de ayuda económica. Rosas firmaba su nutrida correspondencia con Eugenia con la fórmula: “Bendice a Vds. tu afmo. Patrón, Rosas”.

Como muestra de afecto le reprocha: “Si cuando quise traerte conmigo, según te lo propuse con tanto interés, en dos muy expresivas tiernas cartas, hubieras venido, no habrías sido desgraciada”. Y la trata de ingrata porque Eugenia no había querido viajar a Southampton dejando a sus hijos para trabajar de de criada, enfermera, barbero, catador de alimentos y compañera de cama. Sin embargo, en su testamento hay cuatro claúsulas destinadas al legado de Eugenia, en las que le deja a una casa y algo de dinero.

Del amor y otros demonios

Antonio Escalada y su esposa Tomasa tenían dos hijas, Remedios y Nieves, que no perdían de vista a ningún nuevo visitante. Por allí pasó José de San Martín y parece que fue amor a primera vista. “Esa mujer me ha mirado para toda la vida”, le diría en una carta a su amigo Mariano Necochea. Se casaron el 12 de septiembre de 1812 en la Catedral, después de una firme pero breve oposición de la familia Escalada. Él tenía 34 años y ella 15.

El tucumano Bernardo de Monteagudo, que tuvo una importante participación en los primeros años de gestión de la Primera Junta, en la Sociedad Patriótica, en la Logia Lautaro, en la Asamblea del Año XIII, en campaña de Independencia de Chile (fue él quien redactó el acta) y en el Alto Perú, coleccionó enemigos. Sin darle importancia a las amenazas, la noche del 28 de enero de 1825 iba con sus mejores ropas a visitar a su amante, Juanita Salguero, cuando fue sorprendido por un sicario que le hundió un puñal en el pecho. Un vecino del lugar, un cirujano y un boticario nada pudieron hacer para salvar su vida.

La mazorca, la policía secreta de Rosas, vigilaba de cerca las actividades de la Asociación de la Joven Generación Argentina y comenzó la persecución de la que sería llamada la Generación del 37. Esteban Echeverría, Juan María Gutiérrez y Juan Bautista Alberdi fueron sus fundadores. Alberdi optó por exiliarse en Uruguay dejando en Buenos Aires un hijo recién nacido y varios amores inconclusos.

Una historia de amor muy curiosa es la que protagonizaron el general Juan Lavalle y Damasita Boedo. Lavalle era casado y había conocido a su esposa, María de los Dolores Correas en Mendoza, en una de las tertulias que organizaba Remedios de Escalada de San Martín. En septiembre de 1841, después de la derrota de Famaillá, Lavalle conoció en Salta a Damasita, “una hermosa joven rubia, de ojos azules, que no llegaba a los 25 años de edad, y, enamorado de ella, se la llevó en su retirada”, relata Josué Igarzábal en Reflejos del pasado. Al llegar a Jujuy encontró que el gobierno estaba acéfalo; ocupó una casa de la ciudad con Damasita y su gente, pero en la madrugada del 9 de octubre la casa fue sitiada por una partida federal, Lavalle recibió un disparo en la garganta (que curiosamente entró por una cerradura) y murió.

El general unitario le ofreció a Damasita volver con su familia, pero la joven, que menos de veinte días había sido tomada como amante, deshonrada y quedado “viuda”, se negó a regresar a Salta y partió con la caravana militar a Bolivia y a lomo de mula. Su belleza hizo estragos en Chuquisaca y fue acosada por sus favores ya que todos conocían su historia de deshonra. El ministro chileno Billinghurst la amparó, la tomó como amante y le prodigó lujos de todo tipo. Cuando volvió a Salta, ya sin pudores, deslumbró a todos como una gran señora.

Bartolomé Mitre empezó a trabajar a los 14 años en una de las estancias de Juan Manuel de Rosas. El joven no pudo adaptarse a la férrea disciplina de la estancia y fue devuelto por Rosas a su padre con estas palabras: “Dígale a don Ambrosio que aquí le devuelvo a este caballerito, que no sirve ni servirá para nada, porque cuando encuentra una sombrilla se baja del caballo y se pone a leer”. A los 17 años Mitre escribió su primer libro de poemas. Debido a las persecuciones del rosismo la familia emigró a Montevideo. Allí se enamoró de Delfina de Vedia. “Se presentó a mis ojos como un ángel descendido de los cielos”, escribió. Se casaron en 1841 y tuvieron cuatro hijos.

Julio Argentino Roca era un adúltero notorio. Hacia 1894 su amante era Guillermina de Oliveira César, la joven esposa de Eduardo Wilde, su amigo. Roca había sido el padrino de aquella boda y contaba con la condescendencia del marido y del selecto ambiente en que ambos se movían. Su amante más famosa fue la escultora Lola Mora, una joven y hermosa artista tucumana, huérfana, de buena familia, con fortuna propia, fogosa y escandalosa.

La esposa del médico Juan Bautista Justo murió en 1912 cuando daba luz a su séptimo hijo. Su madre fue quien se ocupó de la crianza de los niños. Ocho años más tarde, en 1920 se enamora y se casa con Alicia Moreau, una joven y bella doctora veinte años menor que él e hija de refugiados franceses de la Comuna de París. La pareja tuvo tres hijos más y compartió su pasión por el socialismo y por los temas médicos, hasta que líder muere en 1928.

Sarmiento, el maestro, y Aurelia, la secretaria

José Domingo Sarmiento se casó con la temible y celosa Benita Martínez Pastoriza, madre de Dominguito, en 1848 pero en 1862, el mismo año es que es “elegido” gobernador de San Juan, se separa de ella. Y es que ya el maestro había conocido a Aurelia Vélez Sarsfield, la “Petisa”, hija del autor de Código Civil argentino, que cambiaría totalmente su vida.

Se vieron por primera vez en 1845 en Montevideo. “Él tenía 34 años, pelo, barba y un libro reciente que lo haría famoso, aunque aún no lo era: el Facundo. Aurelia tenía nueve y asistía a las reuniones de su padre con otros señores, sin soltarle la mano”, escribe Juan Sasturain. Diez años después, volvieron a verse en la casa de Vélez Sarsfield en Buenos Aires. Ella tenía 19, era una mujer y a Sarmiento le gustó.

Se convirtieron en amantes pero ambos tenían compromisos; él estaba casado, era escritor y periodista, ella era la hija mayor, secretaria de un político de alta perfil y casada y ya separada después de un matrimonio fugaz y escandaloso. Aurelia era desafiante: se casó embarazada con Pedro Ortiz Vélez pero abortó; más tarde su marido la sorprendió con su secretario y lo mató. Ortiz devolvió a Aurelia a su padre y perdió esposa y reputación.

Benita, la esposa de Sarmiento, descubrió el romance y enfrentó a su marido: peleas, negaciones, discusiones, amenazas. Los amantes, frente a las presiones de Benita, decidieron renunciar a su vínculo, pero no pudieron. Entre períodos de intimidad y alejamiento, en el lecho y con decenas de cartas, en el despacho de Gobierno y el hogar, ya casi libres, puesto que una velada censura social rozaba su estrecho vínculo, Domingo y Aurelia mantuvieron su amor hasta el fin de sus días.

Entre las cartas que se conservan destaca una en la que un Sarmiento enamorado escribe: “No te olvidaré porque eres parte de mi existencia; porque cuento contigo ahora y siempre. Mi vida futura está basada exclusivamente sobre tu solemne promesa de amarme y pertenecerme a despecho de todo”.

Alvear y Regina: el dandy y la diva

Marcelo Torcuato de Alvear fue víctima de un flechazo. En 1898, durante una velada en el Teatro San Martín conoció a la soprano ligera portuguesa Regina Paccini. No faltó ni a un día a su palco y la asedió con flores y regalos que ella rechazaba metódicamente. Cuando ella partió a Rusia, Marcelo la siguió y luego la persiguió por toda Europa. Tenía 30 años, era el soltero más codiciado de Buenos Aires y tenía un futuro político promisorio, de hecho, llegó a la presidencia en 1922. El que Marcelo hubiera desairado a las bellas y ricas casaderas del país eligiendo a una extranjera no muy linda y petisa, hizo las damas porteñas odiaran a Regina colectivamente.

Regina tardó cinco años en darle el sí a Marcelo -que llenaba los camarines de todos los teatros donde la diva se presentaba con miles de rosas blancas y rojas-, y otros tres en casarse. Lo hicieron en 1907, en Lisboa, en una ceremonia secreta, subrayando una historia que desafiaría a la conservadora sociedad argentina. Ella tenía 36 años y él 39. Juntos dieron grandes batallas en lo social y sortearon las vicisitudes de la política nacional, incluido la presidencia, un golpe de Estado, la cárcel, una nueva campaña electoral, el fraude, el empobrecimiento y la enfermedad.

Alvear murió en 1942. Ella lo sobrevivió largos años y en cada aniversario de la muerte de su esposo le llevaba un ramo de rosas rojas y blancas a su bóveda en el cementerio de la Recoleta. Regina falleció a los 95 años.

Juan y Eva: amor y política

Eva Duarte conoció a Juan Perón en enero de 1944. El había enviudado en 1938 después de nueve años de matrimonio con Aurelia “Potota” Tizón, una maestra que tocaba el piano y pintaba acuarelas. Y vivía con la “piraña” o “pilonga”, una joven mendocina para todo servicio. Tras el golpe militar de junio de 1943 que derrocó al presidente Ramón Castillo, el coronel Perón comienza su ascenso rutilante a las esferas del poder.

Con sólo 24 años Eva ya tenía un pasado. Era una “comediante”, término que se usaba como sinónimo de vida airada: sin escarbar mucho se le podían rastrear varios amantes. “Desde 1939 venía posando para tapas de revistas del ambiente como Antena, Sintonía y Radiolandia; en algunas de ellas en poses sugestivas y sensuales, en malla, con blusas escotadas y breves shorts”, detalla María Seoane en su excelente libro Amor a la Argentina.

En menos de un mes ya estaban viviendo juntos. Claro que Eva se encargó de despachar a la llorosa “Piraña” sin consultar a su amante. Cuando Perón, que acababa de ser designado Ministro de Guerra y vicepresidente la llevó a la gala del Colón del 9 de Julio, las señoras bien casadas le negaron el saludo, tal como habían hecho antes con Regina Pacini. Su relación era conocida por los allegados, pero era impensable que presentara en público a una amante. Pero Eva se impuso y también vivieron juntos en Campo de Mayo con la consiguiente irritación de sus colegas militares y de sus esposas: lo cercaron con mensajes que lo impelían a sacar a “esa mujer” de su vida pública.

Perón no lo hizo: se casaron el 22 de octubre de 1945 en Junín, en una escribanía; dos días después tuvo lugar la ceremonia religiosa en la iglesia de San Francisco, en La Plata.

El resto de la historia es conocida. Cuando la relación de Perón y Evita dejó de ser furtiva, hasta el corresponsal de la revista The New Yorker decía de la pareja: “Toda su actuación está basada en el amor. Están constantemente, locamente, apasionadamente, nacionalísticamente enamorados”.

El amor de la pareja, la fuerza juvenil de Evita, su pasión social nacida, según sus biógrafos, de su origen y la devoción de ella por Perón hicieron de ambos una unidad inescindible. Para muchos ella no sólo enamoró a su esposo, sino que cautivó a todo un pueblo. Cuando murió a los 33 años, se la consagró como líder espiritual de Argentina. Pero aunque ha pasado a la historia por su labor social, posicionándose siempre del lado de los trabajadores, el amor entre ella y su marido también fue de cuento de hadas.

Una de sus biógrafas más respetadas, Marysa Navarro, opina que “Perón en el poder no puede ser entendido sin Evita. Ella jugó un papel fundamental en la forma en que se estructuró el peronismo, entre junio del 46, cuando asume, y el 49, cuando se funda el partido. Y la impronta que aporta Evita en esa fase es la ampliación de la base social, en la medida en que continúa el trabajo de Perón en la Secretaría de Trabajo y Previsión, aunque con su estilo personal y su discurso particular. Ella profundiza la peronización del movimiento obrero. A su vez, esto le permite desarrollar su estilo personal y poner un pie en la estructura de poder con su propia base, que son las mujeres, otro sector más al que integra”.

Y agrega que en lo personal, ella suelta a Perón, “lo desinhibe. Ella era mucho más joven, le trae una ligereza, un estilo de vida al que él no estaba acostumbrado. El era rígido, se levantaba todos los días a la misma hora, y ella era mucho más caótica, era actriz”.

Para Navarro, Perón le dio todo a Eva, “le dio el poder. Le dio la posibilidad de ser lo que se le diera la gana. No hay hombre en el mundo que haga eso con su esposa. Le dio una vida personal impresionante. Le dio nombre, le dio casamiento, le dio status. Le dio la historia de amor más maravillosa de este mundo. Le dio todo lo que puede querer una chica de 20 años. La limpia de todo pecado y origen social”.

De la farandulización del amor a las parejas del poder

Uno de los casos más claros de la farandulización del amor de los años ´90, y la más patética, fue la relación Menem-Bolocco. A las múltiples y pulposas “chicas” que el entonces presidente invitaba a la residencia de Olivos, sumó a la conductora.

Se conocieron en una recepción oficial en la Embajada Argentina en Chile en 1999, en la que Menem la avanzó en su mejor estilo de Casanova ganador y conductor de Ferraris. Luego vendría una entrevista para el programa de la ex Miss Mundo, viajes secretos a Miami y regalos opulentos, pero siempre en la “clandestinidad”. Hasta que blanquearon la relación y manifestaron su intención de casarse.

“¡Qué van a estar enamorados! Son dos perversos, tal para cual. (…) Ojo que Boloco es una experta en testas coronadas, sólo que fina. Porque con Bolocco, Menem rompe el modelo de las minas que tuvo. Pero la libido la sigue teniendo en el poder. (…) Esa chica es pura miel, salvo que cobra. Cobró 35.000 dólares por aparecer en el programa de Susana Giménez, negociando con la cifra inicial que era de 25.000”, escribe Silvina Walger, la creadora de la fórmula “pizza con champagne” que definiría a la cultura menemista.

Carlos Menem y Cecilia Bolocco se casaron en mayo de 2001, luego llegó Máximo, la derrota electoral de Menem por abandono en 2003, el llevar vidas completamente separadas en Santiago y Anillaco, y el divorcio en 2007 en medio de un escándalo sexual, que incluyó sexo explícito en la prensa entre Bolocco y un amante en Miami.

Desde 2003, las parejas presidenciales de Eduardo Duhalde e Hilda “Chiche” Duhalde y de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner comienzan a parecer como una continuidad de la tradición argentina de las formas en que los matrimonios llegan al poder.

“Los Duhalde formaron pareja en los 50. Los Kirchner en los 70. Ellos repiten los modelos de cada época y el eterno modelo de que ‘la familia es lo primero’. Lo cierto es que a partir de 2003, la vida de las parejas del poder se replegó de los medios de prensa y de la televisión como una tendencia a desfarandulizar los modelos de vida privada ante la sociedad, cholula en parte, pero también rotundamente crítica de las exuberancias de ricos y famosos del pasado”, explica María Seoane.

Y argumenta que “luego de casi 200 años de vida como país independiente, la Argentina sigue debiéndose una revisión no sólo de su historia política. Sigue debiéndose hurgar en los pliegues más profundos de la vida privada: allí donde el deseo viaja de las alcobas a las plazas”. 

Fuentes: Mitos de la historia argentina I, II y III de Felipe Pigna; Rozas. Ensayo histórico-psicológico, de Lucio V. Mansilla; Liniers y la Perichona, de Álvaro Abós; Sarmiento y Aurelia Vélez: contra viento y marea, de Juan Sasturain; Amores insólitos de nuestra historia, de María Rosa Lojo; Amor a la argentina. Sexo, moral y política, de María Seoane.

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