La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.

Un preso ambulante.

Por LaVaca.org

¿Cómo se pasa de ser un vendedor ambulante con riesgo de desocupación, a preso político? ¿Y luego a tumbero? Marcelo Ruiz es uno de los acusados en la Causa Legislatura que se iniciará en octubre, permaneció 14 meses absurdamente preso, y está excarcelado, pero se siente como un culpabilizado que debe probar su inocencia. Crónica de la cárcel, de la posible irrelevancia del derecho, y de la causa por la que un hombre metido en esa trampa puede sentir alegría.

Cuando salió de la cárcel de Devoto, después de pasar un año y dos meses preso por reclamar contra la sanción del Código Contravencional, Marcelo Ruiz tuvo el impulso de volver a Legislatura. En la mesa de entradas le dijo a la mujer que lo atendió que tenía una entrevista con un diputado. La recepcionista le pidió el DNI.

-Ando sin documentos porque hasta ayer me tuvieron en la cárcel –le contestó Ruiz, que tenía el DNI guardado en el bolsillo.

Necesitaba decirle a los que trabajaban ahí adentro, en la cara, lo que venía de vivir: catorce meses preso por manifestar frente a ese mismo edificio, acusado de haber coaccionado a los diputados y de privar de la libertad a los que estaban dentro mientras se realizó la protesta. Incluida la recepcionista.

Pero la empleada no estaba enterada de quién era Marcelo Ruiz. Ni siquiera tenía idea de que los otros catorce manifestantes arrestados con él por los disturbios habían pasado todo ese tiempo detenidos. Salvo el reducido grupo de familiares y amigos de los presos, algunos movimientos sociales, y parte de la militancia de izquierda, el caso de los presos de la Legislatura había sido para la gran mayoría una noticia de las que pasan sin que nadie les preste demasiada atención

Ruiz es un hombre de pelo corto, que heredó el oficio de su madre, una vendedora ambulante. Cuenta su caso sin pronunciar una palabra más alta que la otra; pero revela una historia de las que han hecho que exista el adjetivo "kafkiano", que en la Argentina suele ser casi un lugar común. El mal viaje en el que lo metieron todavía no está terminado, ya que será llevado a juicio oral en quince días. Si lo encuentran culpable, podría recibir una pena mínima de cinco años.

El día de la protesta

El 16 de junio del 2004, Marcelo fue a la manifestación. Se había parado en la esquina de Yrigoyen y Perú, con otros vendedores ambulantes. Se divirtieron mirando a las travestis que cantaban consignas contra la policía. El edificio de la Legislatura ya tenía la puerta cerrada desde la mañana, cuando Ruiz y sus compañeros de trabajo llegaron para escuchar la sesión en la que se tratarían las reformas del Código.

En la vereda manifestaban un centenar de personas entre vendedores, piqueteros, prostitutas y partidos de izquierda. Ruiz no era militante, ni siquiera un entendido. Estaba ahí por pedido de su patrón, Daniel Cifuentes, dueño de los carros de la venta ambulante, que le pagaba un treinta por ciento de sus ventas: veinticinco o treinta pesos al día.

Claro que también por propio interés: entendía que su trabajo peligraba, ya que la reforma del Código pondría más limitaciones a la venta ambulante. "Pero mucho no estaba al tanto, no le prestaba tanta atención al tema de la ley. Me dijeron: estamos a punto de no laburar más en la calle. Y dije: bueno, vamos a ver qué pasa.

La manifestación no era la gran cosa; saltar, tocar el bombo y no mucho más. Pero al mediodía, un grupo de manifestantes encapuchados se desprendió del montón e intentó entrar por la fuerza al edificio. Esas personas, surgidas quién sabe de dónde, arrancaron un poste de una parada de colectivos y lo usaron de barreta para tratar de tirar la puerta abajo. Rápidamente, la televisión comenzó a transmitir el espectáculo en directo.

Ruiz se sintió asustado y se fue al depósito donde guardaban los carros de garrapiñada, un local que Cifuentes tenía a pocas cuadras de ahí. Lo acompañaron otros dos vendedores: César Gerez, su primo, y Carlitos Santamaría, su amigo. En el depósito, miraron por televisión cómo los incidentes continuaban sin que la policía interviniera.

La detención

Ruiz cuenta que afuera los disturbios continuaban: piedras contra los vidrios y zona libre de policías. Desde el interior del edificio, el personal de seguridad de la Legislatura mojaba con una manguera a los manifestantes.

Ruiz, Gerez y Santamarina salieron del depósito a comprar algo de comida, y de paso dar un vistazo de la situación. Se acercaron hasta el Cabildo, miraron el panorama desde ahí, y buscaron un almacén. En Bolívar y Moreno consiguieron pan, fiambre, una cerveza, y se apoyaron a comer contra las rejas del Colegio Nacional Buenos Aires. Ahí estaban, a una cuadra y media de la Legislatura, cuando vieron que la policía traía entre forcejeos a un hombre calvo. Habían empezado las detenciones. No tuvieron tiempo ni de atragantarse con la comida. Ellos también fueron detenidos.

No opusieron resistencia. Ruiz había quedado, más bien, sorprendido, porque reconoció a uno de los policías. Los vendedores ambulantes conocen al personal de calle. Trató de hablarle mientras lo tenían tirado en el piso, con un arma en la cabeza. Recuerda que le dijo: “soy yo, ¿no me conocés?”

Los llevaron a la Dirección de Investigaciones de la Federal, en Lugano, donde un oficial les hizo sacar los cordones de las zapatillas, contar la plata que tenían antes de entregarla y los trasladó a una celda en la que ya había otras dos personas, Jesús Fortuny Calderón, un anticuario arrestado cuando pasaba por el lugar, y Fabián Scaramella.

Un rato más tarde lo llevaron a una oficina para hacerle la ficha, y vio que en el lugar estaba su empleador, Cifuentes. Pensó que había ido a sacarlos, pero Cifuentes también había sido arrestado. Sin embargo, casi de inmediato, a diferencia de sus empleados, lo dejarían en libertad.

El mundo abajo

De nuevo a la celda. El tiempo pasó sin novedades. Ruiz perdió la noción del horario; se durmió, lo despertaron con la comida. Un policía lo llevó a otra vez a una oficina donde le quisieron hacer firmar unos papeles. Se negó y lo golpearon. No los firmó.

"No sabía cuánto había pasado, porque no veía la luz del día, era una celda chica, como un baño, con una cama de cemento y un mingitorio". El domingo (estaban detenidos desde el viernes) los cargaron a un celular hasta los Tribunales para tomarles declaración. Sentado ante un secretario, Ruiz relató cada uno de los pasos que había dado el día de la protesta. Esperaba quedar en libertad, pero lo llevaron al camión celular donde escuchó que alguien decía: "Nos mandan a todos a Devoto". Y se le vino el mundo abajo.

Para llegar al pabellón de ingreso del penal hay que subir cinco pisos por una escalera oscura. "Íbamos de la mano, para no chocarnos". A la cárcel habían llegaron doce de los quince detenidos, los varones, casi todos vendedores ambulantes.

Les indicaron que se acomodaran al fondo del pabellón. Pasarían el primer mes y medio durmiendo sobre bolsas de plástico, mojados por el agua del baño contiguo. Por la falta de espacio –eran trescientos en un lugar con capacidad para ochenta- se turnaban para acostarse, cuatro horas y una rotación. A modo de recibimiento, un capanga les había dicho que nadie los iba a molestar si se mantenían tranquilos

¿Soy un fantasma?

¿Cómo puede una persona pasar de ser vendedor ambulante a preso político? A Ruiz jamás se le había cruzado por la cabeza esa posibilidad. Por otra parte, no le interesaba ser ningún héroe. Cuando los presos comunes le decían “piquetero”, se ponía de mal humor. "Yo soy vendedor ambulante, soy un laburante", repetía, acaso diferenciándose no de otros desocupados, pero sí de cierto piqueterismo profesionalizado.

Se pasaba el día hablando con sus compañeros, haciéndose preguntas. No entendía por qué estaba detenido. "Nos decían que era por coacción agravada, y no entendíamos nada, aprendimos de preguntarle a los otros presos. Saben mucho del delito, las penas, cuánto tiempo tenés que estar, todo. Es impresionante lo que saben de leyes".

Cuando los abogados les llevaron una copia de la acusación, Ruiz buscó su parte. Cuenta: "El policía Walter Medina dice que me vio arrojar piedras sobre la calle Yrigoyen y romper dos vidrios, y un segundo policía dice haberme visto en la manifestación. Pero a la hora en que me acusan de haber tirado las piedras yo estaba en el local de Cifuentes.

A otros compañeros se los ve en los videos gritando o tirando una piedra, que tampoco es nada grave, pero yo ni siquiera aparezco en una imagen. Y así y todo seguía preso, eso me ponía mal. ¿Qué soy yo, un fantasma? preguntaba. Pero nadie sabía explicarme nada". (Algunos abogados cercanos a la causa se plantean que esta clase de hospedaje en la prisión representa no una detención, sino una lisa y llana violación de los derechos humanos).

Así pasaron tres, cuatro, seis, ocho meses. Los abogados presentaban pedidos de excarcelación que eran denegados. Ruiz encontraba alivio en la psicóloga del penal: la esperaba para desahogarse. Empezó a trabajar limpiando el pabellón para poder tener tres visitas por semana. Veía a su mujer y a su mamá, de vez en cuando. A su hija menor, Anahí, le dijeron que el papá estaba de viaje.

Huelga tumbera

De vendedor ambulante a preso político. Y mientras Ruiz no había digerido aún ese cambio brutal, ya estaba metido en otro: la silenciosa mutación a tumbero.

"Adentro lamentablemente te vas adaptando, te acostumbrás. Hay que cuidarse de que no se te pegue la forma de hablar de la cárcel, porque cuando después los jueces se fijan en eso. Además hay una forma de caminar ahí dentro, como canchereando, moviendo los brazos, haciendo gestos, mirando de reojo a la gente. Hasta te vestís de la manera que se visten ahí, siempre con ropa de gimnasia, en parte por comodidad, porque si viene la requisa tenés que sacarte la ropa rápido y si tenés un jean se te complica".

Un día, Ruiz le dijo a su mujer que ya no fuera a verlo. "Hacé tu vida, y si en algún momento me podés ayudar, está bien, pero hacé la tuya". Se había convencido de que en menos de cinco años no salía. Esa era la pena prevista para el delito de coacción.

"Veíamos que la cosa no iba para ningún lado". Poco antes de cumplir un año, la Cámara de Casación Penal rechazó otro pedido de excarcelación, pero le concedió ese beneficio a Omar Chabán, procesado por las 194 muertes de Cromañón.

Ruiz y su primo, César Gerez, iniciaron entonces una huelga de hambre. Hicieron una de quince días y otra por veinticuatro, a la que se sumó otro detenido, Pablo Amitrano. Era agosto. A principios de septiembre, Amitrano y Gerez tuvieron que ser hospitalizados.

La mamá de Ruiz hizo un nuevo viaje a Buenos Aires para pedirle que levantara la huelga. Ya no podía caminar, lo llevaban todos los días al hospital. Por orden judicial, un enfermero lo pesaba diariamente: había adelgazado doce kilos. Mareado, vio entrar a un oficial con la noticia, que escuchó como entre nieblas: lo llevaban a tribunales para darle la excarcelación.

Era una especie de libertad condicional sujeta al resultado del juicio oral. Ruiz no quiso volver a la venta ambulante; ahora trabaja de pintor de departamentos para la cooperativa del Movimiento Territorial de Liberación. Vive en un hotel de San Cristóbal, en una pieza que comparte con su mujer y su nena.

Otros compañeros de detención no tuvieron mejor suerte: al salir de Devoto, Eduardo Suriano encontró su casa ocupada, tuvo que irse a vivir a un hotel desde donde trata de que la justicia intervenga para recuperarla. César Gerez se separó de su familia a causa de la cárcel y no pudo volver a conseguir trabajo; una tía lo aloja en Florencio Varela, donde busca empleo, con el estigma de ser un procesado.

Margarita Meira, también vendedora, tiene a su marido, Miguel, recuperándose de un infarto que sufrió poco después de que ella saliera en libertad. Había sido quien la apoyó sin fisuras durante su detención. Eduardo Gómez también perdió su permiso de vendedor ambulante; aceptó una oferta para irse a Tierra del Fuego, donde trabajó unos meses, pero la changa se le terminó y tuvo que volver. Más allá de la Legislatura, la vida cotidiana parece entramparlos, como si fueran presos ambulantes.

Algunos, como Ruiz dicen que esperan el inicio de las audiencias, con alegría. Acusado de secuestrar a cientos de personas y de ser una amenaza para las instituciones, esa alegría de Ruiz tiene la carga de la prueba invertida: ahora espera poder demostrar que es inocente, despertar de la pesadilla.

En cambio, varios de sus compañeros sienten miedo. El razonamiento: “si pudieron tenernos 14 meses presos sin pruebas, ¿se puede confiar en la justicia?”. En un país donde demasiadas veces las instituciones tienen una dinámica contraria a los derechos de los demás, y donde la cárcel suele funcionar como amenaza para los que pretenden rarezas tales como libertad, justicia y trabajo, la respuesta comenzará a conocerse el 3 de octubre.

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