La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas. |
Adoctrinamiento tardío, casi sin esperanzas. Por Eduardo Rodríguez Paz. |
Tour casi de incógnito.
No habían sido nada fáciles las cosas en los últimos tiempos para Reina Kristina. Había demasiados intereses en juego que la acosaban permanentemente y mucho impertinente que la tenía harta. Estaba realmente estufada, como solía decir Élla en su lunfardo “Tolosa básico” que estaba empleando cada día más. El nabo de Scioli (también según sus dichos) parecía de amianto y no le entraban las balas.
La había jodido con el tema del aguinaldo y de una manera inédita en Élla, había tenido que recular. Para colmo la Ministra de Educación de la Provincia de Buenos Aires (una de sus protegidas) había renunciado por un entredicho con el motonauta y éste había aprovechado la ocasión para meterle en el gabinete una incondicional de su equipo. Scioli 2, Élla 0. Esos temas, solitos, ya le habían agriado la leche.
Para colmo de males, “la rata maloliente de Macri” (según su cariñoso apelativo al jefe de gobierno de CABA) también le había ganado una pulseada. Con el tema de la huelga de los subterráneos se había mantenido más firme que Élla, que había tenido que hacer llamar por teléfono a los “metrodelegados” para que la terminaran con la huelga, que Élla misma les había ordenado mantener a sangre y fuego.
“¡El ganso de Scioli y el tirifilo de Macri ya me tienen podrida! ¡Los voy a exterminar a los dos! ¡A los tres, me estaba olvidando de Magnetto! ¡Manga de turros, me hacen la vida imposible! ¡Les voy a mandar a la Afip, a Moreno, a La Cámpora, al Batallón Militante! ¡Los quiero ver echos mierdaaaaaaa!, había estallado en uno de sus cada vez más frecuentes rabietas en la intimidad de la Quinta de Olivos. “¡Encima miden más que yo en las encuestas! ¡Estoy rodeada de inútiles! ¡Manga de maricones, cagones......!”, seguía gritando desaforada.
Ya se había echo bien entrada la noche cuando una fuerte dosis de Rivotril la planchó y durmió casi hasta el mediodía siguiente.
Tenía un pésimo humor cuando se levantó y un aliento a aluminio la volvía más huraña todavía. Llamó a Moreno y le ordenó el precio del dólar oficial para ése día. Moreno se limitó a contestar: “Sí, jefa”. A Kicillof lo trató con más cariño y le dijo lo que tenían que valer los combustibles de YPF, los pasajes de Aerolíneas, las cuotas de las prepagas y dos o tres variables económicas más que Élla decidía a diario tal como se le cantaran.
Empezó a leer los diarios mientras desayunaba y en ese preciso momento la invadió una sonrisa mefistofélica.
El vuelo nocturno y el ansiado destino.
El trámite fue sencillo para alguien con su poder. Usando su celular encriptado, que le proporcionaba todos días la Secretaría de Inteligencia, llamó a tres números: el primero, el de la compañía que tiene el mejor jet particular trasatlántico de la Argentina; el segundo, el del Hotel Ritz de París, el mejor de la ciudad ubicado en la Place de la Vendôme; el tercero a mademoiselle Antoinette, su contacto secreto con todas las grandes marcas de lujo de la moda francesa.
Amparado por las primeras sombras de la noche del viernes, un automóvil sin identificación, bastante sucio y con los vidrios espejados, con un chofer y un solo acompañante, abandonó la quinta de Olivos y se dirigió hacia el norte, más precisamente al aeropuerto de Don Torcuato. En la pista brillaba el ultramoderno jet particular más rápido y confortable de la Argentina. El aeropuerto estaba casi sin luces y no se veía a nadie en las cercanías. La torre de control estaba fuera de servicio.
Cuando el automóvil llegó al lado del avión, se abrió solamente la puerta del acompañante y bajó una figura presuntamente femenina, que llevaba pantalones, un impermeable largo negro y un bolso de mano. Lo que terminaba de dificultar la identificación era un sombrero de ala ancha de fieltro negro.
Nadie bajó del avión, el automóvil desapareció en las sombras de Don Torcuato y en menos de un minuto, el bramido de las turbinas Rolls Royce del jet a su máxima potencia indicaban que ya estaba en el aire. Kristina disfrutó de un sueño profundo durante ocho de las once horas de vuelo sin escalas hasta el Charles de Gaulle gracias a un sedante. El resto del tiempo de viaje lo dedicó a maquillarse como una puerta, seleccionar el atuendo que se pondría al bajar y desenchufarse de la Argentina.
Una limusina del Ritz esperaba en la pista del De Gaulle como había sido pactado. El avión entró a un hangar que inmediatamente cerró sus puertas y el móvil partió raudo hacia el centro de París. La Reina Kristina gozaba de su anonimato cuando se acomodó en la suite Imperial del lujosísimo hotel. Desde el balcón tenía una magnífica vista de la Place Vendôme y de la columna que corona la estatua de Napoleón I en traje de general romano.
El hechizo de París.
Mademoiselle Antoinette golpeó con delicadeza la puerta de la suite Imperial. Era una francesa cercana a la cincuentena, elegante, políglota, muy bonita, terriblemente refinada y maravillosamente discreta. Manejaba al dedillo el mundo de la moda parisino y tenía acceso directo a Cartier, Armani, Chanel, Louis Vuitton, Hermès, Carolina Herrera, Dior, Búlgari y cualquier otra marca de la alta moda francesa, sus dueños y colecciones privadas. Además, colateralmente, manejaba con extremo celo dos books, uno para caballeros y otro para señoras, de las bellezas extremas del mundo de los acompañantes ocasionales de máximo nivel.
Las compras de Kristina de aquella tarde hubieran hecho palidecer de envidia a las más abultadas billeteras de los más acaudalados magnates del mundo. Sin embargo, su apuro estaba dirigido a volver al Ritz. París estaba medio vacía porque todo el mundo estaba en Londres, viendo las Olimpíadas, por ello llegaron muy rápido.
“Ya sabés a quien elegí, ¿no Antoinette?”, dijo Élla como al descuido. “Mais oui, Madame. Bien sûr” (“Pero sí. Señora, por supuesto”), fue la respuesta.
Cerca de las once de la noche golpearon la puerta de la suite. “Bon soir, cherie”, dijo el apuesto cuarentón de aire aniñado, que, luego de pasear su vista por la suite y besar la mano de Élla, se excusó hacia el toilette para ponerse más cómodo.
Pocos momentos fueron tan terribles en la vida de la Reina Kristina como el que siguió. Mientras tomaba una copa de champagne Dom Ruinart, el más antiguo de Francia y mejor del mundo, recostada en una chaise longue tapizada en seda bordó, escuchando una suave melodía en el stereo de la suite y disfrutando de la medialuz, se abrió la puerta del toilette. El alarido, que ocultó el sonido de la copa de fino cristal eslovaco al romperse contra el piso, se escuchó desde el centro de la desierta Place Vendôme.
Listo para dictar cátedra y doctrina.
Allí estaba Él, de cuerpo entero. Recostado contra el marco de la puerta del toilette, con un pantalón pijama de invierno a rayas azules y violeta, bastante arrugado, una camiseta de frisa de manga corta con varios agujeros, un escarbadientes en el costado de la boca, un gorro de marinero y su infaltable tridente. “¡Hola Krishhhhhh, mon amour!”, gritó, “¡Cuánto tiempo shin verte, mamuchi! ¡Que bien te queda eshe deshabillé de encaje morado! ¿Eshperabash a alguien, cuchi cuchi? A mí no debía sher porque shabesh que yo tomo Etiqueta Negra, darling”.
El último sorbo del Dom Ruinart se le atrangató a la Reina Kristina peor que la tostada cuando vio al pelado ministro de Economía de España en la tapa de una revista y lo confundió con el Mingo Cavallo.
Recostada en la chaise longue, con las piernas recogidas y la cara atónita, daba una imagen más bien vulgar y ramplona, fuera de lugar y más bien bizarra.
“Por mí no te preocupesh. Yo ya pedí una botella de whisky cuando pashé por la reshepshión y le tiré unosh dólaresh al consherje para que también me trajera una picadita. El pibe esh un gomía. Shu papá eshtá conmigo allá abajo y me ensheñó a parlar en francés, mon amour”.
“¿Se puede saber qué estás haciendo acá, rompiéndome las pelotas, ofendiendo mi intimidad, jodiéndome la vida una vez más, con esa pinta de ciruja ridículo? ¿No tenés respeto por los vivos, no me respetás a mí LA PRESIDENTA?”, bramó Élla en un crescendo de ira.
En ese instante llegó el botones con el pedido que recibió Néstor caracterizado como Aníbal Fernández. “Dejá esho por acá pibe y anotate doshientos dólaresh de propina en la cuenta de parte de la Sheñora”, le dijo mientras le acariciaba la cabeza.
“¡Basta, basta, basta de joderme! ¡Dejame en paz de una vez por todas! ¡Yo nunca me metí con tus amantes y además estás muerto, muertoooooo!”, graznó Élla.
Él se sirvió una más que abundante medida de whisky, se arrellanó en un sillón Chesterfield, hizo chasquear los dedos y Élla quedó en una especie de cámara lenta silenciosa, sin poder expresarse.
“¿Vosh te creésh, chirusha, que a mí me importan tush canash al aire? ¡Me nefregan, baby!”, afirmó rotundo Él, con mucha calma.
“Pero shí vine a deshirte, ¡y escúchame bien alcornoque!, algunash coshitash que sheguísh shin entender. ¡Me eshtash hashiendo quedar para la mierda! ¡Cada día eshtash mash shonada y sheguísh ushando mi apellido!, empezó a enfurecerse Él.
“¡Te dije que la cortarash con el Negro Moyano y lo sheguísh jodiendo!¡Losh shindicalishtas te la van a poner, ridícula!¿Qué hashés con el farabute de Boudou? ¡Te va a embarrar hashta las tarlipesh!¿Qué te pasha, te gusta el tipo, eh?¿Que esh esha forrada del Batallón Militante y Losh Negrosh de Mierda?¡Vosh eshtash del balero, salame!¡Y el delirante de Moreno shigue manejando el dólar!¡Dejalo sholito al dólar, como hashía yo!¡Pero la Sheñora no, todo tiene que deshidir!¡Lo que pasha esh que tenésh el culo shushio porque le eshtash dando a la maquinita y tenésh miedo de que el verde she te vuele, piojosha!¿Porqué no aprendishte de mí?, dijo de corrido Él sin respirar.
Se sirvió otro vaso hasta el borde de whisky y se volvió a sentar, esta vez en el respaldo del chesterfield con los piés sobre los almohadones. Siguió comiendo maníes y finalmente dijo, en tono sereno: “¿Quién esh el genio de la bolita que te dijo que tenésh que eshtar todos losh díash en la tele? ¿Mirtha Legrand? ¿No te dash cuenta que la gente ya no te dá bola y losh tenésh a todosh patilludosh? ¿Quién te dishe que vash bien? ¿Losh muertos de frío que llevash para que te aplaudan? ¡Vosh eshtash másh turula que de coshtumbre y te la eshtash creyendo! ¡Mirá la boludezh de losh veinticuatro pesos por día para morfar! ¡Sheguite dejando asheshorar por losh pendejosh que te vash a levantar toda meada! ¡Sheguí dándole bola a La Cámpora, que te van a dejar culo pa´rriba!”.
Él se puso de pie. Se caló mejor el gorro de marinero y haciendo un ademán apareció vestido de Lord del Almirantazgo, muy condecorado.
¡Me tengo que ir a la parada naval que hashe mi amiga Ishabel de Inglaterra para lash Olimpíadash y luego, tengo una shita con Sharmiento. No sabesh de lash coshas que me eshtoy enterando ahora y que yo tenía medio equivocaditash. ¡Un fenómeno el shanjuanino! También eshtuve con Avellaneda, con Alberdi, con Belgrano (de pasho te digo que era General, ridícula), con Moreno, con Pellegrini, hashta con Roca eshtuve. Y mañana me encuentro de nuevo con el Pocho que me shigue explicando coshas. Cuanto tipo capo que habría que imitar”, sentenció Él, mientras se desvanecía en el aire.
Cuando llegó a Buenos Aires, Élla, mandó a comprar dosis masivas de Rivotril.