La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas. |
La colimba que yo hice. Por Daniel Della Costa. |
Cuando salí sorteado para hacer la colimba en el año 51 (de esta era, siglo XX), mi familia reaccionó como lo hacían todas las familias porteñas de clase media de entonces: me buscó un acomodo. No fuera a ser que al nene lo mandaran a algún lejano cuartel del interior del país, donde sufriría privaciones, extrañaría a la mamá y vaya a saber qué podía llegar a ocurrirle. Y el intento funcionó. No se cómo ni de dónde, pero mi hermano mayor, que trabajaba en un banco, logró que un general interviniera en mi destino y me enviaran a servir en una oficina del Ejército que se hallaba en el barrio de Monserrat. Con el subte estaba allí en diez minutos y hasta podía volver a casa a almorzar.
A esas oficinas se destinaban una veintena de conscriptos, cuya única misión militar, por así decirlo, era ir un par de mañanas a recibir instrucción en el Motorizado Buenos Aires, un cuartel que se encontraba donde hoy está el Hospital Garrahan, en Constitución, y hacer guardia en el edificio del centro. Lo que se hacía con los Mauser sin balas, por dos razones: una, porque no habíamos cumplido las condiciones de tiro, y otra, por algo que había sucedido años atrás, de lo que aún se conservaba la huella: un agujero en una de las paredes de la entrada al edificio.
Lo que pasó fue que antaño los colimbas, tan poco instruidos como nosotros, hacían guardia con el Mauser cargado. Hasta que a uno de ellos, vaya a saber porqué, se le ocurrió apretar el gatillo. Y aunque seguramente no fuera esa su intención, lo hizo con suficiente energía como para que el arma disparara. No mató a nadie, pero el tiro fue a dar a una de las paredes, cinco centímetros sobre la cabeza de un suboficial que estaba allí de pie y que debió su supervivencia a que era petiso.
No me contaron qué pasó con el conscripto, pero sí lo que le ocurrió al cabo. Porque el pobre hombre ya no volvió a ser el mismo. Primero hubo que internarlo para curarle una suerte de mal de San Vito que lo tenía en perpetuo agitar nervioso. De lo que habría sido aliviado por la ciencia médica, pero no del todo, ya que le quedó cierto tembleque, así como una tartamudez que le hizo pedir una baja temprana.
Sin embargo, según el cabo que nos contaba esta historia en una ronda de mate nocturno, durante una guardia, no fue nada de eso lo que lo decidió a dejar el Ejército, sino la vergüenza de “haberse hecho encima”.
Cuando no me tocaba guardia ni orden cerrado en el cuartel, la pasaba más que bomba. Como un empleado más estaba siete horas en una oficina, llevando papeles de aquí para allá o haciendo algún mandado para las empleadas. Cuando alguna cumplía años o celebraba lo que fuera, había que salir a comprar algo para festejar. Y ahí estaba yo, de mandadero, yendo por masas o por sándwiches a la vieja Confitería del Gas. Donde siempre ligaba algo, porque la señora que atendía allí estaba convencida que los colimbas sufríamos mucho y entonces nos mimaba regalándonos dulces.
Aunque, debo reconocerlo, no todo fueron peras al almíbar en aquella administración militar. Algunas veces me tocó ir a hacer número en el velorio de algún suboficial, al que había que concurrir de riguroso uniforme para hacerle pata toda la noche (o casi) al occiso, de pie junto al cajón. Es cierto, aprendí un montón de chistes, muchas veces me reí con las bromas que le hacían al fiambre, pero se trataba de madrugadas larguísimas, vividas a café y uno que otro licor casero de duraznitos de las islas.
El destino acecha
Pero mi familia, que había querido protegerme consiguiéndome ese destino, no podía imaginar lo que habría de ocurrirme como consecuencia directa de aquel pretendido acomodo. Una historia que, si habrá de contarse desde el principio, exige hacer referencia al tipo que dirigía aquella administración militar. Se trataba de un general, no se si de una o de dos estrellas, petisón, de cabellos plateados muy bien peinados, al que, según era fama, le gustaban más las muchachas que los fideos con pesto.
A veces aparecía por su oficina un sábado o un domingo. Y no era para trabajar, o al menos para hacerlo en cosas del servicio. Una tarde de sábado vi., con estos mismos ojos, que se detenía en la puerta de la administración un taxi y que de él descendía una muchacha despampanante, a la que reconocí de inmediato porque sus fotos habían aparecido recientemente en los diarios: si, era nada más y nada menos que la Reina del Carnaval.
Estaba vestida y pintada como para ir a un baile y cuando vi que me hacía señas para que le abriera la puerta, adiviné de inmediato a quien venía a ver. No era a mí, por cierto; no bien le franqueé el paso se dirigió directamente hacia el ascensor y pulsó el botón que la llevaría hasta el piso en el que se encontraba el general. Un par de horas después, tan fresca y elegante como había venido, regresaba a la planta baja y nuevamente a mi me tocó abrirle la puerta y aspirar su perfume que, no dudo, era francés.
Ignoro si a causa de la vida que llevaba o por alguna otra razón, al general que dirigía aquella administración militar y, por ende, buena parte de mi destino de entonces, le ocurrió un percance andando por la calle. No se si tropezó y cayó al suelo o si le dio un bobazo liviano, lo cierto es que el primero que acudió a atenderlo fue un médico que pasaba en ese momento por allí y que acertó a sacarlo del trance con felicidad.
Por lo que el general, no bien se recuperó, intentó remunerarle sus servicios, a lo que el médico, como si se tratara nada más que de un buen samaritano, se negó. Entonces el general habría insistido y, dándose a conocer como militar de alta graduación (en aquellos tiempos eso era muy importante), le ofreció hacer por él o por su familia lo que se le viniera en gana.
Y ahí fue donde el médico samaritano reflexionó y se atrevió a pedirle algo que influiría directamente en mi destino. Porque parece que tenía un hermano, menor que él, que estaba haciendo la colimba, como yo, pero en el cuartel de Constitución en el que nosotros hacíamos orden cerrado. Lo que interfería directamente en su carrera de ingeniería, ya que no podía estudiar ni dar exámenes, lo que lo ponía en el trance, no deseado, de perder el año.
El general lo calmó. Déjelo por mi cuenta, parece que le dijo y de inmediato le ordenó a un asistente que le tomara los datos del hermano del médico, garantizándole a éste que la solución no habría de demorar más de 24 horas. Y en efecto, no bien se repuso y volvió a la administración que dirigía, llamó a los jefes de las distintas reparticiones y les ordenó que, antes de que concluyera la jornada laboral, tenía que tener sobre su escritorio el nombre del soldado de la repartición que iría a reemplazar al cuartel al hermanito del médico. Y me tocó a mí.
Nunca sabré si fui víctima de un sorteo, si hubo una designación directa o si fue mal defendido por mi superior. Pero lo cierto es que a la mañana siguiente de ese episodio, a eso de las 6, estaba tomando el tranvía 84 para dirigirme a mi nuevo destino, el Regimiento Motorizado Buenos Aires, en el barrio de Constitución. Pero y esto es lo verdaderamente importante, aquella mañana, del 28 de septiembre de 1951, no fue una mañana cualquiera. Porque ese y no otro, fue el día elegido por un tal general Menéndez para derrocar al gobierno de Perón, en función de lo cual movilizó no se qué regimientos de Campo de Mayo.
La “chirinada”, como la designó el mismo Pocho (por el sargento Chirino, el que dio muerte a Juan Moreira), duró lo que un lirio en invierno, pero sobre mi situación de traspasado reciente al regimiento tuvo efectos singulares. Cuando me presenté, aquello era un caos. Los milicos corrían para todos lados, se reforzaban las guardias, se repartían armas, se abrían las puertas del cuartel para recibir a una compañía de tanques antitanques, mientras que yo, en medio de aquella barahúnda, pretendía que alguien me recibiera en mi carácter de reemplazo de un soldado, estudiante de ingeniería.
El que seguramente, en esos mismos momentos en que yo trataba de hacerle entender a un suboficial calvo, que me miraba con desconfianza, por qué razón me encontraba allí, él estaría despachando, con el café con leche, unas medialunas de grasa, en la cocina de su casa, de las que rajan la Tierra.
Desde ya y dadas las circunstancias, apenas si me tomaron en cuenta. Aunque la ocasión dio para que presenciara la escena tal vez más absurda dentro de aquel aquelarre: la protagonizada por un oficial médico al que le habían dado una pistola con su cartuchera, seguramente porque así estaba establecido en el código militar que se hiciera en casos como ese. Pero a él, evidentemente, con eso no le bastaba, ya que a los gritos reclamaba el manual de instrucciones para utilizar el arma, mientras, infructuosamente, seguía buscándolo en la pistolera.
Fueron días rarísimos, no solo porque caí en medio de una revolución y porque nadie me esperaba, sino porque nadie tampoco sabía decirme dónde iba a dormir esa noche y las siguientes, hasta que la cosa se calmase. Por lo que mientras estuve allí fui, para mi familia, algo así como un desaparecido en combate, ya que no podía comunicarme con ellos; dormí sobre una mesa en la oficina a la que estaba destinado y, cuando me tocó, hice guardia en la calle con un Mauser descargado, ya que aún no había cumplido las condiciones de tiro.
(Y me fui de baja, en marzo del 52, igualmente invicto). Mientras, y al menos para quienes estaban al frente de ese cuartel, la conmoción provocada por el intento de golpe del 28 de septiembre, aún no se había disipado, aunque los revolucionarios ya se hubieran rendido hacía rato. Así fue que a la noche se oían disparos, pero no de los revolucionarios, sino de la propia tropa y dirigidos a los faroles de la calle, ya que a alguien, tal vez al comandante de la unidad, se le había ocurrido que era mejor que el cuartel permaneciera en penumbras, por si las moscas.
Y además, se habían reforzado las guardias en los techos del cuartel, con soldados a los que se había ordenado vigilar atentamente lo que ocurría en el cuartel vecino (era el 3 de Infantería, que luego se mudó a La Tablada), no fuera a ser que nos quisieran copar.
Viví en ese ambiente paranoico, durmiendo sobre una mesa, sin cambiarme ni bañarme, haciendo guardias e imaginarias, durante dos largas semanas. Hasta que un día mi destino cambió. Fue cuando, luego de pensar largamente en hallar una alternativa que me permitiera volver al mundo de los vivos, descubrí que la tenía la solución en mi chaqueta militar, la que vestía todos los días, mañana, tarde y noche, sudada y polvorienta después de tantos días de encierro.
La clave de mi salvación, la que me permitiría volver al pastel de papas con pasas y aceitunas y al guiso de mondongo de mi mamá, así como a renunciar a la tumba del cuartel (salvo cuando conseguíamos convencer a un soldado motociclista que nos importara algunas pizzas de Constitución), estuvo siempre en las charreteras. Porque las había de varios colores.
Las de los soldados combatientes del cuartel eran verdes, porque eran de infantería; pero también las había azules, que correspondían a los soldados destinados a las oficinas. Yo no llevaba ninguno de los dos colores; las mías eran marrones, porque yo era o había sido, de intendencia, lo que marcaba una gran diferencia a la hora de salir.
Porque los soldados que llevaban vivos verdes o azules, cuando pasaban por la guardia debían darse a conocer y explicar de dónde venían o adónde iban. En cambio eso no ocurría con los que tenían charreteras de otro color, ya que los de la guardia interpretaban que no pertenecían al Motorizado. Por lo que un día, el de mi libertad, el de mi vuelta al barrio, me atreví.
Y en lugar de presentarme a la guardia y dar explicaciones, pues simplemente pasé, hice la venia y ¡salí!, sin que nadie me dijera ni mu. Por lo que, a partir de entonces (y lamentando no haber sabido antes del efecto liberador de mis charreteras marrones) una vez terminada la instrucción o lo que tuviera que hacer (que por lo general era nada), me encaminaba directamente a la salida, hacía un saludo bien canchero y me iba a tomar el 84, como un duque.
Así fue como terminó aquella historia, el de mi acomodo frustrado y el de mi inexplicable destino militar. Al fin me sentí libre, pude disponer de mis tardes, de bañarme, de cambiarme las medias y la ropa interior y de dormir en una cama, la mía. Y aunque la baja recién la recibiera cinco meses después, aquellos meses finales fueron distintos. Y todo, increíble pero cierto, por apenas un detalle, porque mis charreteras eran marrones. Creo que fue a partir de entonces que me hice hincha, fanático, de Platense.
Fuente: El Arca Digital.