La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.

Reina Cristina (Intimidades de la mujer, más poderosa de Argentina).

Por Olga Wornat.

Personalmente, el poder me aburre. Para aspirar al poder absoluto es necesario que el espejo te devuelva una imagen de hierro, y eso, a las mujeres como yo, no les pasa nunca. Se requiere tener una dosis mucho más alta de narcisismo y soberbia. Y yo, en el fondo, soy una mujer de verdad.

ROSSANA ROSSANDA

-No entiendo nada. Anoche, en la comida, Fox me dijo que todos en el PAN querían que Marta fuera la candidata a presidenta y ahora leo en los diarios que el partido no quiere saber nada con ella. ¿En qué quedamos? ¿Qué me dijo este hombre? ¿Me mintió?

Mientras platicábamos en el bar del hotel Quinta Real de Monterrey, que alojó a las principales delegaciones de la Cumbre de Presidentes, Cristina Fernández de Kirchner lanzó las frases con un gesto que la caracteriza: hablar mucho y no sólo con la boca, sino con las manos y el cabello.

Porque así es ella: gesticula y sacude su abundante cabello rojizo a cada segundo. Su marido el presidente conversaba a su lado con el canciller Rafael Bielsa y el ministro de economía Roberto Lavagna. La noche anterior, la pareja presidencial argentina había compartido cena con el resto de los mandatarios y sus consortes.

Y se sentaron -porque la próxima cumbre se hace en Argentina- en la cabecera de la mesa: Cristina pegada a Vicente Fox y Néstor Kirchner junto a Laura Bush. En tanto, Marta María Sahagún (embutida en un traje típico mexicano de colores Historias de mujeres fuertes) tuvo el privilegio de deglutir un frugal plato de verduras al vapor (que compartió con la primera dama argentina, quien también se cuida obsesivamente en las comidas) con George W. Bush, el jefe del imperio del Norte.

Allí, entre bocaditos y tequilas, música patria y tonteras formales, se produjo la curiosa aseveración que el ranchero de Guanajuato hizo frente a la dama argentina. Tal vez Vicente Fox imaginó que la lejanía geográfica del país de origen de la atractiva señora sentada a su lado se prestaba para decir lo que decía.

Y peor aún: apenas Marta escuchó a su marido, asintió a sabiendas de que lo que éste decía no era verdad. No en ese momento y en esa etapa de la política mexicana. A principios de 2004, el PAN en su conjunto no quería saber nada de nada con la candidatura presidencial de Marta, y su obligada y traumática renuncia posterior así lo confirmó. Pero esa noche de fiesta chispeante y poderes variados, el presidente mexicano, seguro de que no había ningún periodista husmeando en las cercanías, se desbocó y confesó su avidez de ser heredado por "La Jefa".

-Ella (señalando a Marta) quiere ser candidata y yo la apoyo. Aquí, lamentablemente, no hay reelección como en Argentina, yo me tengo que volver al rancho. Marta tiene a favor que todos en el partido quieren que se presente, porque los números de las encuestas le dan muy arriba, pero hay algunos políticos y sobre todo los medios que no quieren -anunció un orondo Vicente Fox, empujando y alentando las aspiraciones de su esposa.

-¡Ay, Vicente, cállate!, yo no necesito a nadie. Sólita logré muchísimo en México. Los que me censuran son los machistas de siempre y nadie más. No pueden soportar que una mujer llegue al lugar donde llegué, sólita y trabajando mucho. ¡Tú sí que te has sacado la lotería conmigo! -remató Marta María Sahagún.

Cristina Fernández puede no saber los detalles de la compleja cocina política mexicana, pero no tiene un pelo de tonta. Su tormentosa y activa militancia en el peronismo revolucionario de los años 70, en Argentina, la soledad de la clandestinidad y el áspero exilio en el sur más austral del continente sumaron a su personalidad una aguda intuición y la capacidad de supervivencia de una loba salvaje.

Esa noche de Monterrey escuchó atentamente y, sin perder palabra, observó con avidez a la pareja presidencial de México, desde los trajes que llevaban, cada cosa que decían y el lenguaje del cuerpo, que a veces dice más que una frase. No tuvo que hacer demasiado esfuerzo para caer en la cuenta de que algo no coincidía con lo que le había expresado Vicente Fox.

¿Qué tienen en común Marta María y Cristina? Muy poco, salvo la pertenencia al género y el espacio dorado de ser acompañantes presidenciales. Son las primeras damas más poderosas de América Latina y las más audaces. Pero tan distintas entre sí como el agua y el aceite. Ni las ideas políticas, ni la formación intelectual, ni su relación con el poder y los medios, ni la concepción del mundo: en él la inserción de las mujeres los asemeja un milímetro.

Si de comparaciones de la actualidad se trata, Marta es lo más parecido a Nancy Reagan y Cristina a Hillary Clinton. Eso sí, comparten las trivialidades típicas de cualquier mujer: la pasión por el shopping, las joyas, los trajes, los zapatos y carteras de marca, un maquillaje algo recargado en los ojos y las dietas frugales. Pero nada más. Cuando participó en la Cumbre de Monterrey, por ejemplo, Cristina no asistió a la reunión de las consortes presidenciales convocada por Sahagún, pues detesta ese tipo de eventos femeninos.

"¡Por favor! ¡Ahí me muero! Odio esas reuniones de señoras, no sé de qué hablar... Parecen reuniones de nenas bobas del jardín de niños." Cristina, fiel a su pensamiento, no fue al evento y al otro día, en el bar del hotel, me contó que esgrimió una mentira piadosa para justificar su ausencia.

-Nunca imagino o planifico mi futuro político. Soy parte de una generación que no peleaba por un cargo, que detestaba los atributos del poder. Digan lo que digan, mantengo la misma línea de pensamiento, no me rasgo las vestiduras por estar en Olivos; es más, nunca antes estuve en Olivos. Una vez tenía una reunión con Menem y me arrepentí al llegar al portón de entrada. "¿Qué hago aquí Yo me voy..." Y me fui nomás. En mi vida dejo que las cosas fluyan, no estoy sola, soy parte de un proyecto político. Y esto es lo que más me gusta: ser parte, pertenecer, pensar colectivamente.

Así se expresó la dama fuerte de las pampas y la sentí convincente.

Fue una noche de sábado de mayo de 2004 y estábamos solas en el elegante living de la residencia presidencial de Olivos, saboreando un té de flores con masitas caseras con dulce de leche. Afuera, un viento frío anunciaba que el invierno estaba en la puerta.

Había quedado atrás el huracán: la peligrosísima hemorragia digestiva que colocó al presidente al borde de la muerte y lo llevó a permanecer internado varios días en el hospital de la ciudad de Río Gallegos, en la Patagonia, con el país temeroso, pendiente y desinformado.

Néstor Kirchner había ganado una elección presidencial reñida, con el 22 por ciento de los votos y luego de que Carlos Menem, triunfador en primera vuelta, huyó de la batalla por la segunda. Cuando asumió, el 25 de mayo de 2003, con el único y frágil poder del bastón y la banda presidencial, todos los analistas decían que Kirchner era "un pato cojo" y que no tendría la fuerza ni el aval político suficiente para gobernar un país indómito, violento, destruido socialmente y en default.

Una Argentina caníbal y arrogante, que a lo largo y ancho de su historia nunca se sintió parte de Latinoamérica, sino de Europa. Una tierra de caudillos de látigo y prebendas, de ídolos mártires y mujeres y hombres bellos, tan inteligentes como astutos. Un sitio donde el peronismo -siempre inexplicable para los gringos y los europeos- reinó a sangre y fuego por largos 60 años, salvo las sanguinarias interrupciones militares y algunas cortas experiencias democráticas de la oposición, que fracasaron estrepitosamente.

Un pueblo desmemoriado que aplaudió loco de felicidad la llegada de los militares genocidas y pidió a gritos "mano dura" para los guerrilleros; que festejó la guerra de las Malvinas imaginando una victoria contra los ingleses que reivindicara a la patria y la bandera celeste y blanca y cuando irrumpió la derrota, renegó de las víctimas; un pueblo que miraba sin hacer nada cómo los militares secuestraban a sus vecinos y decía "por algo será" y apenas apareció la democracia y se enteró de las desapariciones, los asesinatos y las atroces torturas cometidas por los mismos a los que había aplaudido, los condenó sin la mínima autocrítica; un país muíante y disparatado, que aduló a Carlos Menem y su cortejo de despilfarradores del Estado, lo vieron rubio y de ojos celestes y creyó en serio que había ingresado al "Primer Mundo", y cuando a Menem le empezó a ir mal, descubrieron que no era rubio y de ojos celestes sino "un turco ladrón" al que nadie había votado nunca; una Argentina que expulsó violentamente a dos presidentes democráticos y en un mes aguantó a cinco.

El país que votó y recibió a Néstor Kirchner no era -ni lo es el mejor del mundo como creen sus habitantes. Era y es impredecible, prepotente, camaleónico, olvidadizo, autoritario, xenófobo, impaciente y asustadizo. Y al mismo tiempo era y es inteligente, culto, creativo, bello, audaz, trasgresor, valiente y solidario.

Nunca fue un territorio sencillo para el arado de la política y el poder. La pareja presidencial argentina sabía dónde se metía y no era adolescente en este terreno: él había gobernado con mano de hierro la provincia de Santa Cruz, al sur, durante 12 largos e ininterrumpidos años y ella cargaba con una extensa y agitada experiencia parlamentaria. Cuando Kirchner le confesó que se lanzaba a la carrera por la presidencia -una idea que venía trabajando para el 2007- ella le dijo: "¡Estás loco!" Pero, luego de meditarlo y discutirlo, actuaron en tándem, como siempre, y rodeados del equipo de cinco cuadros y operadores que los acompañan desde lejos.

Los Kirchner, más allá de las contradicciones de la dama, saben que lo que sueñan y quieren sólo lo pueden llevar a cabo si tienen poder, todo el poder.

Después de que una sobredosis de antiinflamatorios para un dolor de muelas le provocara una hemorragia interna que obligó a los médicos a suministrarle una transfusión de dos litros y medio de sangre, aquella noche Néstor Kirchner se recuperaba del mal trago.

Cuando ingresé por el portón principal de la residencia de Olivos y caminé por el extenso camino arbolado, apenas iluminado por algunos faroles, no había nadie, salvo algunos custodios y personal militar. Tenía una sensación rara y movilizadora: no era ésta la primera vez que me encontraba en el lugar.

Antes de llegar a la casa donde Cristina me esperaba, caminé frente a un edificio donde funcionaba -y aún funciona- el famoso microcine que Carlos Menem se había hecho construir -que en los 90 provocó escándalos por su costo millonario a cargo del Estado- para disfrutar de las películas antes que llegaran al circuito comercial.

El mismo sitio donde el ex mandatario, hoy asociado maritalmente a la ex Miss Universo chilena, Cecilia Bolocco, invitaba a las damas y damiselas con las que quería tener un affaire. Frente al cine estaba el edificio donde se realizó el velatorio de Carlos Menem Junior, luego que el helicóptero que piloteaba se estrellara en las afueras de Buenos Aires, en un "accidente" demasiado sospechoso.

Esa noche, mientras avanzaba por el jardín, lo único que se escuchaba era el taconeo de mis botas. De lejos vi a un hombre alto y desgarbado que iba y venía en actitud solitaria y pensativa. En la penumbra, creí que se trataba de un militar o un funcionario. A medida que me acercaba reconocí al presidente.

Hola Olguita, qué tal -dijo sonriendo y visiblemente más delgado. Aquí estoy, pensando un poco, mientras comienza el segundo tiempo (no recuerdo ahora quiénes jugaban al fútbol). Estoy más flaco, pero estoy bien. ¡Puta madre, la pasé mal...! Fueron unas pastillas de mierda que tomé para un dolor de muelas que me estaba dejando loco. Y me jodí. Ahora tengo que cuidarme mucho, pero te juro que estoy bien...

Tanta insistencia acerca de su buen estado no era ocasional. Durante el tiempo que Kirchner permaneció internado en el sur, Argentina era un infierno de rumores. Muchos de ellos malintencionados y otros disparatados, es verdad, pero en la transparencia no colaboró el estilo hermético y casi stalinista de la pareja presidencial, que no comprendió -y sigue sin comprender- que la salud del presidente no es algo que atañe a su vida privada, sino una cuestión de Estado y los ciudadanos tienen derecho a estar informados.

Se habló de una úlcera perforada, una hemorragia de más de tres litros de sangre y el descubrimiento de un cáncer de colon. Luego de la operación quirúrgica, Kirchner llevaba la típica bolsita de plástico de aquellos que tienen el ano contra-natura. Esto último no es cierto, porque conozco al presidente, lo vi de cerca y no tiene la postura de alguien con esa grave problemática.

Lo demás no lo puedo asegurar, pero me inclino a pensar que tiene poco que ver con la verdad. Sí hay un dato: Kirchner padre murió de cáncer de colon y, como se sabe, es una enfermedad con enormes probabilidades de herencia. No creo que el presidente tenga una enfermedad grave, pero la clandestinidad en el manejo de un tema que debe ser público alimenta cualquier hoguera.

Mientras circulaban -y continúan circulando- mil versiones sobre la salud del presidente, Cristina -a la defensiva- me confesó que después de la enfermedad de "Kirchner" (así le llama a su marido) había decidido no dar más entrevistas, que sentía fobia por los periodistas argentinos, que según ella, "deformaban y escribían mentiras" y que estaba cansada de desmentir.

Percibí que ella estaba viviendo lo que otros políticos habían vivido y sufrido en todas partes del mundo: del embeleso inicial por los medios, que los miman y toleran sus tropiezos iniciales, pero que a medida que transcurre el tiempo y comienza el desgaste del poder, la luna de miel se trastoca y cualquier crítica resulta insoportable para sus egos.

Y Cristina, que es una mujer inteligente pero arrogante, no tolera con facilidad que la cuestionen en lo más mínimo, le cuesta aceptar el juego de la democracia cuando le toca a ella o a su marido, y quiere volar por encima de las opiniones adversas. Reacciona de manera visceral y casi autoritaria, coloca candados a todas las puertas de su vida pública y genera -ella, el presidente y algunos funcionarios del círculo rojo- una situación que agrava intermitentemente los lazos del gobierno con la prensa independiente y le genera demasiados enemigos al mismo tiempo.

La maniobra en soledad de los días aciagos de la internación de Kirchner la había dejado sin aliento y esa vez me confesó que necesitaba encontrar fuerzas en su interior más profundo. "Fue muy duro (3 que viví, durísimo... No sé todavía cómo estoy aquí sentada contándote los detalles", me decía.

¡Imagínate el momento, con Néstor allí tan vulnerable y expuesto, nunca lo vi tan vulnerable! Y todos los periodistas y fotógrafos que se querían meter a la habitación, era horrible, parecían cuervos. Querían una foto de Kirchner hecho mierda, en la cama y con los cables de la sonda y de la transfusión de sangre que le estaban haciendo. En un momento, él me pidió que no dejara que le hicieran fotografías en ese estado. Yo lo miré y le dije: "¡Antes de que te saquen una foto, van a pasar sobre mi cadáver!! ¡Te juro que nunca lo van a lograr!

En la privacidad de una conversación informal, Cristina Fernández deja de lado su traje de acero y es cálida, extrovertida y muy inteligente. Habla fuerte y rápido, lanza carcajadas esplendorosas, frunce el ceño, abre grande los ojos siempre maquillados (demasiado, tal vez), se acomoda con los dedos -casi como un tic- los mechones de pelo color cobre que le caen hacia delante o acaricia un dije de plata que cuelga de su cuello.

Las manos -en las muñecas tintinean dos pulseras de plata tailandesas- jamás están quietas y, sobre todo, subrayan a fuego sus pensamientos. Escucha atentamente al otro y le apasiona el debate de la "mesa chica", o sea, de pocos. Y, si es necesario, arrastra la discusión política durante horas, hasta alcanzar un punto de consenso.

Si no está convencida, discute y discute y discute, hasta que los demás no dan más. Incluso con su marido. Han estado días sin dirigirse la palabra por una discusión política irresuelta o mal resuelta. Absorbe lo que le interesa y lo que le gusta de los demás, lo incorpora y luego lo experimenta.

Tiene una luz especial cuando habla, es carismática. Desde Jaques Chirac, Hugo Chávez, Fidel Castro, George Bush o el rey Juan Carlos de Borbón quedaron prendados del aura que desprende su presencia y su discurso. "Aquí viene la senadora más linda del mundo", exclamó George Bush apenas la vio llegar junto a su marido a la cumbre de Naciones Unidas en Nueva York.

Haciendo gala de su preparación intelectual y política, Cristina viajó sola a entrevistarse con varios jefes de Estado para hablar del tema que atormentó los días y las noches del gobierno argentino hasta hace muy poco: el problema de la deuda. Participa permanentemente en foros internacionales dedicados a la justicia y los derechos humanos. Y los resultados fueron más que halagadores.

Después de Eva Perón, ella es la primera dama con mayor personalidad y brillo propio. Y una cualidad destacable: se cuida mucho de no hacerle nunca sombra a su marido.

Cristina, cuando se siente cómoda frente a otra mujer, no tiene pudor en hablar de cuestiones femeninas: de su pánico a las arrugas y la posibilidad de hacerse una cirugía. Claro -lo recalca-, cuando su marido deje de ser presidente. "Por mí, me la haría ahora, pero los medios me van a matar...."

Se levanta al amanecer, casi al mismo tiempo que Kirchner, y después de desayunar liviano -té y frutas y comentar las noticias del día y enojarse por los artículos críticos de los diarios y revisar sus respectivas agendas, se dedica a dar largas caminatas por el inmenso jardín de la residencia, acompañada de una entrenadora personal que regula sus pasos y trotes rápidos.

Támara Di Telia, que trajo la técnica alemana del Pilates a Argentina (y que tiene gimnasios en México), le regaló los aparatos del famoso sistema que promete alargar brazos y piernas, para que la primera dama lo practicara en la residencia. Pero Cristina jamás los utilizó, detesta hacer gimnasia en sitios cerrados y no le gusta el Pilates, según ella misma me explicó.

"Amo el aire libre y la naturaleza, estar encerrada me da claustrofobia. Me encanta ver cómo se me ponen rosadas las mejillas después de correr." El footing, los rollers y una dieta rigurosa la ayudaron a adelgazar seis kilos y recuperar el talle 38 de su juventud, lo que provocó una invasión de notas y especulaciones en las revistas del corazón, sobre los métodos de embellecimiento utilizados, las razones de su cambio de look y hasta se conjeturó sobre una cirugía estética de refreshing o un amante escondido. Es más, hasta circularon algunos nombres.

-¿Qué quieren? ¿Que hagamos el amor al aire libre y así se convenzan que no estamos separados? -dice y se ríe. Fuera de la imagen dura y fría que proyecta, la senadora Fernández de Kirchner está consciente de que vive en un país misógino, donde las mujeres que tienen éxito son las que se pliegan a los valores del establishment.

Porque se subordinan o se mimetizan con los hombres. Y esta dama o esta "primera ciudadana" -odia el término "primera dama"- no es nada sumisa, no se pliega, rompe las estructuras, hace añicos las formalidades y los protocolos. Por ejemplo, a la reina Sofía de España le dice simplemente "Sofía", para espanto de los funcionarios del protocolo y los corresponsales españoles.

Cuando Néstor Kirchner asumió, permaneció sentada en su banca de senadora, una actitud que causó buena impresión en un país acostumbrado a la frivolidad y a las peleas de las familias presidenciales por robar cámara en ese momento. "La gente me votó para que yo este aquí y a mi marido para ser presidente."

Este rasgo de su personalidad, sumado a su belleza, genera adhesiones y rechazos, sobre todo rechazos políticos. Y temores varios. No es nada sencillo para los integrantes del gabinete kirchnerista discutir con ella o rechazar sus pedidos o argumentos. Muy pocos se le animan.

En voz baja, le dicen "La Bruja" o "El Sol". Este último apodo, según explican, porque hay que "estar cerca para que te caliente con el poder, pero no mucho porque te quema". Su marido, en la intimidad con sus hombres, también le dice "La Bruja" y hace chistes por su carácter de mujer mandona, fuerte y explosiva.

En el Senado, en su bunker de trabajo donde permanece hasta las 10 u 11 de la noche, es más temida que amada. Igual entre sus empleados y asesores. Así como puede ser cálida con un par, con alguien al que no respeta intelectualmente puede ser impiadosa y casi cruel. Los que trabajan con ella le dicen "La Patrona", en referencia al estilo que imperó entre los ricos propietarios de las estancias o haciendas del campo argentino, en el siglo pasado.

Cuando le comento sobre los chismes del palacio, se ríe a carcajadas, pero no los desmiente. Es como si disfrutara con los aires de temeridad que genera a su alrededor, por aquello del Príncipe, de que es mejor "ser temida que amada".

-Me critican por estupideces, que si me maquillo o uso tal o cual vestido, si me coloco extensiones en el pelo o si estoy más flaca, si me enojo o grito, si tengo más o menos poder, si opino sobre el gobierno... Es absurdo, dicen tantas cosas absurdas... ¿Cómo no voy a opinar con mi marido sobre lo que me parece bien o no del gobierno? ¿Cómo él no me va a consultar si tal o cual medida me parece o si determinado funcionario hace esto o lo otro?

Eso no quiere decir nada, somos una pareja de militantes, hace años que hacemos todo juntos, construimos el poder juntos, llegamos juntos, pero el que decide es "Kirchner". Él tiene la última palabra y lo tengo clarísimo. Pero algunos no debaten sobre cuestiones políticas, sobre los problemas del país o sobre lo que pienso, hablan pavadas que no tienen que ver y eso me enoja.

La dama en cuestión no tiene términos medios, en ella no hay medias tintas.

Oscila entre la pasión y la razón, como casi todas las mujeres. Va y viene como una tormenta de verano. Es ciclotímica, vehemente, generosa, difícil, arrogante, vanidosa, fóbica, implacable, compasiva y fiel. Muy fiel a Néstor Kirchner, su marido y compañero. Admira a Eva Perón, pero a la Eva "combativa y guerrera", a la Evita montonera de su adolescencia y a la de su infancia. Esa hada rubia de tules de Dior y joyas maravillosas, cuya fotografía en blanco y negro está enmarcada en un lugar especial de la casona familiar.

Pero odia utilizar su imagen como lo hacen las demás féminas del partido peronista. Es más: a Cristina no le interesa nada el sagrado folklore partidario ni -sobre todo- la malversación del mismo. No cree que la sola mención de Evita alcance para convencer y el canto de la marcha partidaria para demostrar devoción.

Y así se la vio en el congreso peronista de Parque Norte, en las afueras de la ciudad de Buenos Aires, donde se exaltó y se enfrentó muy duro con Olga Ruitort, la primera dama de Córdoba, e Hilda "Chiche" González de Duhalde, esposa del hombre -ex presidente anterior a Kirchner- que posibilitó que el actual presidente argentino accediera a la candidatura y luego a la primera magistratura.

Los insultos que soportó Cristina de las hordas salvajes de los caciques provinciales fueron unos cuantos y repugnantes, demasiado repugnantes. En ese ámbito ella no es querida, todo lo contrario. Es "inmanejable" para los mandamases y no pertenece al aparato; es más, detesta el poderoso aparato del partido peronista -lo más parecido al PRI en la política latinoamericana- y lo acusa de clientelista, demagógico y mañoso.

Y la pasión y la indignación por los agravios la arrastró a gritar lo que no quería. Denunció a las mujeres que aprovechaban cargos por portación de apellido y terminó enredada en una discusión bizantina y retorcida con algunas de sus compañeras partidarias. Justo ella, que también "portaba apellido". Ahí, en el barro de la política, donde sabe que debe dar batalla, la dama aguantó el tropiezo con la boca cerrada y regresó a la Casa Rosada, con lágrimas de furia e impotencia, para darle detalles minuciosos al presidente sobre lo que había vivido.

"Cuiden a Cristina, por favor...", había dicho Néstor Kirchner a sus hombres, los que decidieron ir a la convención de los caciques peronistas, después que accedió a que su esposa acudiera. Pero todo salió mal.

Durante la última conversación que mantuvimos, mientras la observaba hablar de política sin parar y, al mismo tiempo, recalcarme que era "una mujer en todo el sentido de la palabra", que adoraba todo lo referente a las mujeres, la ropa, los perfumes, los zapatos de tacones altísimos, las joyas, recordé a Rossana Rossanda, la prestigiosa y simpatiquísima teórica italiana del marxismo y fundadora del Manifestó, analista inteligente del rol de las mujeres en esta sociedad.

"Quizás el poder que tengo ahora no lo quise nunca, no me interesa. La verdad es que no me creí capaz de hacer cosas sola. Para alcanzar el poder absoluto y que el espejo te devuelva una imagen de hierro, no quiero. Eso, a las mujeres como yo, no les pasa nunca. Se requiere una dosis alta de narcisismo y de soberbia, y yo soy una mujer de verdad", dijo la Rossanda en una entrevista, mientras era diputada.

Cristina Fernández de Kirchner tiene clarísimo que es la mujer más fuerte de Argentina, pero a la vez -como Rosanda- dice que siente contradicciones con ese poder, que rechaza los lujos y la magnificencia, la mimetización y la obediencia ciega de muchas de sus congéneres a los señores que mandan, y que ama su feminidad y su apacible vida familiar (¿apacible?).

Compartir las noches con sus hijos, leer un buen libro, escaparse a un cine del centro de Buenos Aires para ver una película, caminar al aire libre y sentir cómo sus mejillas se ponen rosadas, cultivar sus rosales (tiene más de cien) y disfrutar su nueva y espléndida casona de El Calafate, un lugar paradisíaco ubicado frente a los glaciares, en la Patagonia, y donde ella siente que es su lugar en el mundo.

Pensándolo bien, mientras la miraba, aquella noche de mayo y otras muchas veces en que nos vimos, sentía que tal vez nunca pueda desandar esas contradicciones, que a esta altura son parte de la complejidad de su carácter. Aunque el término "primera dama" no exista en la constitución argentina -sí es parte de la constitución norteamericana- y a ella le disguste, Cristina Fernández es la primera dama argentina, la esposa del presidente, la presencia detrás del trono. O al costado del mismo. Y por primera vez, en muchos años, es la mujer que llega con espacio propio y sin portación de apellido. Porque aunque lo tenga y ella lo sobrelleve con elegancia, Cristina es Cristina Fernández.

Es la reina de un país sin monarquía y así se siente ella en la intimidad. "Una vez, Acevedo (actual gobernador de Santa Cruz) me dijo que yo tenía nombre de reina", me confesó feliz, cuando le pregunté si le gustaba que a veces las revistas titularan los reportajes sobre ella como "Reina Cristina".

De las primeras damas de la democracia, la dama es un lujo si miramos hacia atrás.

Pobre María Lorenza Barreneche de Alfonsín, que siempre odió la política y el poder, y terminó gravemente enferma luego de que su marido fue expulsado bajo la violencia; pobre Zulema Yoma de Menem, que fue echada por los militares y por orden de su marido; pobre Inés Pertine de De La Rúa, que siempre quiso ser y no pudo ser nada, apenas convertirse en suegra de Shakira y mujer de un ex mandatario que escapó en helicóptero de la terraza del Palacio, antes de que una muchedumbre exorbitada ingresara al lugar y lo destrozara a palos.

Y eso que antes de mudarse a la residencia de Olivos, Inés Pertine de de La Rúa convocó a unos sacerdotes para que con un exorcismo de inciensos y crucifijos limpiaran las malas vibras que habían quedado en la casona, después de los 11 años de Menem.

Para que no queden dudas en el lector, aclaro que conozco a Cristina desde hace tiempo. Fue en la ciudad de La Plata, a mediados de la década de los 70, cuando llegué a la universidad con la ilusión de cambiar el mundo. Eran años de utopías y sueños, de sangre, locura y muerte. La recuerdo con su andar garboso, su cabello abundante castaño oscuro, lacio y largo, las botas altas y sus infaltables minifaldas, taconeando los angostos pasillos de la Facultad de Derecho de la calle siete. No había un tipo que no diera vuelta la cabeza para mirarla o decirle un piropo.

Era altiva, coqueta, bellísima y batalladora. Una típica chica de clase media trabajadora de la ciudad: su madre, Ofelia, era empleada estatal sindicalista peronista y su padre Antonio (radical hasta la médula) pequeño empresario del transporte de una línea de autobuses urbana.

Ya en ese tiempo no le gustaba que le dieran instrucciones y le dijeran lo que debía hacer. Igual que ahora, era pura rebeldía. En una época en que la austeridad monacal militante marcaba tendencia, Cristina aparecía impecable, maquillada como una modelo y vestida a la última moda.

Participó apasionadamente en la etapa abierta en mayo de 1973, de las movilizaciones, los actos y las larguísimas reuniones de discusión política: las mesas de Reconstrucción Nacional. Y al mismo tiempo era una estudiante casi perfecta. Desde marzo del 73 hasta julio del 76, mes en el que emigró a Santa Cruz con Néstor Kirchner, aprobó 23 materias; le faltaban tres para recibirse. En cambio, su marido debía 18 materias cuando se casaron.

"Qué mujer no tiene pasión por las joyas, la ropa, las carteras y los zapatos. A quién de nosotras no le gusta estar linda, seducir al marido, al amante o al novio. Siempre fui así: me pinté como una puerta, nunca salí a la calle sin arreglarme, soy una mujer, ¿no? Puedo bañarme, vestirme, estar divina y no por eso ser menos eficiente en mi vocación: la política.

Si a una modelo no le preguntan por la guerra de Irak, por qué a mí me tienen que preguntar si me cambié el peinado o dónde me compro la ropa", afirma cada vez que alguien hace mención de su look. O de sus cambios. Cuando confía en quien tiene enfrente, Cristina se suelta y habla normalmente de temas femeninos. Como cualquier mujer. De lo contrario, si no confía -la mayoría de las veces- se le observa incómoda, se vuelve, cortante, detesta que le pregunten por su ropa o el maquillaje.

¿Qué rol juega Cristina al lado de Néstor Kirchner? ¿Hasta qué punto influye? ¿Es capaz de hacerlo cambiar de opinión? ¿Los hombres del gabinete le temen? ¿Es cierto que tiene tan mal carácter? ¿Tienen un matrimonio arreglado? Son por lo general las preguntas de la calle, en Buenos Aires y en la mismísima Santa Cruz.

-Es la socia, la pieza más importante del ajedrez político de Néstor, la persona en quien él más confía -dice un funcionario, de los poquitos que ingresan a la intimidad de Olivos.

-Cuando están juntos, Cristina escucha y discute si no está de acuerdo. Puede discutir mucho tiempo y hasta enojarse: es observadora y crítica. Néstor le pide consejos, la escucha, pero después saca sus conclusiones y hace lo que cree conveniente. El que tiene la última palabra es Néstor -dice otro.

-Algunos la temen porque es explosiva y frontal. Pero Néstor, que la conoce, se ríe y sabe que al ratito se le pasa y sigue como si nada. Él manda y Cristina lo tiene clarísimo -señala un tercero, oriundo de Santa Cruz.

Eso sí, jamás dejaron de estar juntos en casi 30 años. Respecto a su carácter, ella misma se define: "No soy tan terrible como parezco. Soy buena mina y tengo muy buen humor. Enérgica y obsesiva, sí. Exijo mucho de los demás, lo mismo que me exigen a mí. Creo en los principios y en las convicciones. No es posible vivir sin ellos, como no es posible vivir sin creer en algo. Aborrezco tanto el dogmatismo como la carencia de convicciones y de ideas, los extremos. Ni el vacío, ni la locura idealista".

Para comprender la relación que Cristina Fernández mantiene con el presidente argentino, hay que remontarse lejos, casi 30 años atrás.

Se conocieron en La Plata, en la casa de una amiga en común, Ofelia "Pipa" Cédola, hoy funcionaría, con despacho ubicado muy cerca del presidente. En ese entonces, Néstor era un conocido militante de la Juventud Universitaria Peronista, ligada estrechamente a la organización guerrillera Montoneros: muy, pero muy feo, desgarbado, con anteojos de vidrio grueso, vestido con pantalones de gabardina gastada gris y una cazadora verde oliva que le llegaba a las rodillas.

Se conocían de los pasillos de la facultad, pero el flechazo fue una noche, cuando se quedaron solos para estudiar "Reales". Él me cuenta que estaba medio borracho y ella dice que estaba furiosa por ese motivo y porque sentía que él "le tomaba el pelo", que se burlaba de ella. "La verdad, ni me acuerdo cómo fue que empezamos, yo venía de una fiesta con los compañeros por el Día de la Primavera y estaba muy borracho y ella sólo quería estudiar. Y después de bromearla un largo rato, al final se aflojó y no sé qué pasó..."

A los seis meses, el 9 de mayo de 1975, se casaron por lo civil en la misma ciudad de La Plata, que vio nacer el romance. Eran algo así como la Bella y la Bestia. "¿Cómo hizo este flaco para engancharse este miñón?", murmuraban los compañeros de militancia.

Cristina confiesa hoy que sigue tan feliz y enamorada de Néstor, como hace 30 años. "No podría seguir a su lado si no fuera así. Lo admiro, es un hombre especial, luchador, talentoso, digno... Lo admiro mucho..." Los amigos aseguran que son parte el uno del otro, como si fueran ramas de un mismo árbol. En política se consultan todo -lo cotidiano y, sobre todo, lo político-, cinco o más veces por día y más, cuando Cristina tiene una sesión complicada en el Senado.

Sé que es difícil para muchos entendernos, porque pertenecemos a otra época y tenemos otros códigos. Hicimos todo juntos y pasamos cosas terribles y maravillosas. Néstor es diferente a mí, siempre va hacia adelante, tiene otra manera de entender la vida y su devenir. Nos peleamos, cuando no estamos de acuerdo en algo, como cualquier pareja. Pero después nos reconciliamos y no pasó nada. Y así seguiremos siempre.

La fiesta de casamiento de los Fernández-Kirchner se hizo en la casa de una tía de Cristina, en City Bell. Hubo pastel de bodas, ella tenía un vestido azul de georgette confeccionado por su madre, bailaron y cantaron -a pesar del padre de Cristina, que era radical, la marcha peronista y las consignas políticas que identificaban a los militantes montoneros. Pero la situación en La Plata, en ese entonces, era mucho más que grave.

La Triple A, la organización paramilitar solventada por el gobierno de Isabel Perón, azotaba día y noche con su tendal de muertos y fusilados. Entre ellos, se encontraban amigos entrañables de la pareja. Juan "Tatú" Basile, Juan Carlos Labollita, "La Negrita" Aguilar, "El Ruso" Ivanovich son algunos de los nombres que quedaron clavados en la memoria de la pareja presidencial, como una cruz en el camino.

-Sentí miedo, un miedo atroz. Al revés de algunos compañeros que veían las cosas de otra manera, intuí que todo se había terminado, que nos iban a destruir con una topadora, que llegaba una tragedia imposible de definir. Y no me equivoqué -recuerda Cristina.

El pasado y su carga de fantasmas queridos y añorados la acechan incansable. La Plata es una ciudad que se le enterró en el cuerpo y le produce un dolor agudo cada vez que tiene que ir. Una calle, un bar, una plaza, una lejana fotografía en blanco y negro de alguien querido, colgada en la pared de la Facultad de Derecho, cruzan su cielo privado como relámpagos. Por eso casi nunca va. "Mi madre y mi hermana vienen a verme, saben que prefiero no ir, es mucho dolor." Sin embargo, detesta el resentimiento, la venganza o la melancolía. Jura que es optimista y que apuesta a la vida, "con memoria".

El acto en la Escuela de Mecánica de la Armada, uno de los campos de concentración más abominables de la dictadura militar argentina y donde desaparecieron miles de personas y bebés, dejó surcos en su corazón, al punto tal que en la noche del mismo día regresó al lugar acompañada de su hijo Máximo y la novia de éste, Támara, para mostrarles en soledad los resabios del horror y para que no olviden.

Aquella mañana, Néstor Kirchner pronunció un discurso fuerte, que generó un mar de polémicas y críticas en varios sectores, incluido el progresista. Porque, de alguna manera, negó el trabajo realizado por Raúl Alfonsín y los organismos de derechos humanos. Néstor Kirchner se equivocó en el lugar más sensible de la sociedad política.

"No desconozco los esfuerzos realizados por otros. No tengo una idea mesiánica, fundamentalista de la historia, no creo que la historia empieza en mí y termine en mí. Eso se puede haber interpretado en mi discurso en el acto de la ESMA. Cristina me lo dijo. Ella es una crítica permanente mía, se pueden imaginar, ¿no?...", dijo Néstor Kirchner, durante una entrevista. Algo parecido le había dicho a Eduardo Van del Kooy, columnista político del diario Clarín.

Y es cierto. Cristina no quería que su marido hablara en el acto.

Con la presencia nuestra era más que suficiente para el respaldo del Estado. La noche anterior estábamos comiendo con Joan Manuel Serrat en la residencia y él le insistió a Kirchner para que hablara: le dijo que era imprescindible que lo hiciera como jefe de Estado. Y él lo escuchó y decidió hablar. Pero bueno, ya está, pasó y tampoco es para que algunos sectores digan lo que dicen ahora. Como si la derecha se aprovechara de esto para despedazarnos.

Después del casamiento y una corta estadía en La Plata, Cristina y Néstor decidieron irse a vivir a Santa Cruz, lejos del terror, las balas y la muerte. Armaron un estudio jurídico y trabajaron como locos, en medio de una gran austeridad. Con la ayuda de la familia Kirchner, se hicieron un lugar en la sociedad y antes de la llegada de la democracia, empezaron a hacer política.

Corría 1980 y tenían un hijo -Máximo, hoy de 27-, bastante dinero, ambiciones de alto perfil y un futuro cargado de interrogantes. Años más tarde -y después de un embarazo frustrado a los seis meses, que dejó en el corazón de la senadora un agujero negro- llegó Florencia, ahora de 15 años y la niña mimada del presidente.

Cristina Fernández se define como "una madre obsesiva y recta", la que pone los límites en la pareja. "Después llega Néstor y ellos hacen lo que quieren y yo aparezco como la mala." Máximo vive en Santa Cruz y administra el alquiler de las 22 propiedades de la familia y Flor vive con sus padres en la residencia de Olivos.

Desde aquel lejano día de estudiantes, pasaron algunos años. Cristina Fernández es más que la chica bonita e insolente que hacía sonar los tacones de sus botas de media caña en los pasillos de la universidad y los compañeros morían de amor por ella: el "miñón" que se "robó" el "Lupo" (así le llaman a Kirchner). Tampoco es aquella mujer desvalida y vulnerable, que aterrizó en el sur más austral de Argentina, buscando un refugio para sobrevivir.

Es la dirigente política más poderosa del país. Símil local de Hillary Clinton -a la que admira y visitó en su despacho en Nueva York-, a poco más de dos años de que su marido asumió el cargo, no le ha ido nada mal. Más allá de sus contradicciones y complejidades, del machismo atroz del Partido Justicialista que no la puede domesticar y sólo desea aplastarla, tiene la puerta de su futuro abierta. De ella depende y también de las circunstancias políticas que le toque transitar con su marido. Para Kirchner es una carta, la más importante que tiene y al margen de las intrigas y conspiraciones internas del peronismo, no la puede arriesgar sin tener la seguridad de que van a ganar. Porque cuando él juega, no lo hace solo, lo hacen juntos.

"¿No quiere ser presidente? ¿Por qué no quiere ser presidente? ¿Por qué no?", la interrogó insistentemente Patricia Derián, ex funcionaría del Departamento de Estado durante la presidencia de Jimmy Carter, en una de las últimas visitas de la dama a Nueva York. Cristina, colorada por la pregunta realizada frente a los periodistas, contestó "no" con un movimiento de cabeza. "No, no quiero ser presidenta, no... por favor."

Y aunque nadie crea lo que dice, en honor a la verdad, debo decir que yo le creo. A medias, le creo a medias, claro. Cristina Fernández es una mujer política y es ambiciosa. Y aunque no lo admita abiertamente, en Argentina -y en cualquier otro sitio de Latinoamérica- confesar que una mujer tiene ambiciones es pecado mortal. "Una persona sin ambiciones es un ser mediocre", le comenté la última vez que nos encontramos para conversar. Le gustó la frase y me dio la razón. Y, por supuesto, luego la incorporó. La dama tiene ambiciones y muchas, pero por ahora no las va a decir.

Lejos de Marta Sahagún de Fox y de Eva Perón, la dama tiene su estilo. Temida o querida, no le interesa nada el qué dirán. Le encanta sentirse una reina. Eso sí, como Rossana Rossanda, la feminista italiana, Cristina detesta mirarse al espejo y ver ahí el rostro de una mujer de hierro. Lamentablemente para ella, esa contradicción la tendrá que decidir en absoluta soledad.

Fuente: "Crónicas Malditas"

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