La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.

Elizabeth Bathory (casualidades de la historia para remojar las barbas).

Por Lic.  Gustavo Adolfo Bunse.

Resulta muy difícil hablar sobre ella. Pero ahora todos van a tener que empezar a hablar en la Argentina sobre esta famosa cruel. Hablarán sólo de ella. Por 50 años. Aquí lo pronostico... 

Del desaparecido López, no.

De los seis delincuentes comunes de las encuestas, no.

Del feudalismo y los delitos de Rovira, no.

De los negocios de Julio De Vido, no.

De la distribución de fondos discrecionales, no

De los mafiosos a sueldo del Presidente, no. 

De Elizabeth (Erzebet) Bathory, si. Sólo de ella. 

Veamos quien es ella… aunque todos la conocen:  

Erzebet Bathory, la Condesa Cruel, era una noble húngara que en el siglo XVI hizo torturar y asesinar a más de seiscientas personas, que se bañaba en la sangre de sus víctimas para conseguir la eterna juventud, para conservar su belleza. La alimaña de Csejthe. 

Hay dos libros fundamentales sobre Erzebet. Los dos llevan el mismo título: La Condesa sangrienta. Uno lo escribió la francesa Valentine Penrose. Otro, Alejandra Pizarnik, argentina. Más concisa, intensa y hermosa es la obra de Pizarnik. 

Erzebet Bathory nació en 1560, en Hungría, el país más salvaje de la Europa feudal. Entonces, como tantas otras veces, una tierra dividida: los turcos ocupaban el este y el centro; el resto se encontraba bajo el poder de los Habsburgo. La división social era trágica. Una primera casualidad, por ahora leve. 

Los Bathory eran crueles, temerarios y lujuriosos. Abundaban los locos en esa comarca, quizás a causa de los matrimonios consanguíneos. Los locos y los sometidos. Igual que en la Argentina. 

A los quince años, Erzebet Bathory se casó con, el conde Ferencz Nádasdy. Bizco y mediocre. No acusemos a nadie de estas casualidades, por favor. Tuvieron varios hijos. Pero en 1604 Nádasdy muere. Una afección intestinal.

¿Otra vez?: Conste que esto es historia pura y acá las casualidades no son culpa de quien esto escribe ni de los historiadores. A partir de ese momento comienzan los crímenes de su esposa.  

Se habla de 610, 620, 650 víctimas. Se habla de la adhesión de la Condesa a la magia negra: para librarse de cualquier posible amenaza o daño; para mantenerse joven y hermosa. Fue una de las brujas que tenía a su servicio quien la inició en el crimen, quien le enseñó su significado, su finalidad.  

Dicen que era lesbiana. Que tal vez no lo sabía, o lo consideraba uno de sus derechos de noble. Lo cierto es que una de sus predilecciones consistía en obligar a cientos de jóvenes que servían en su castillo a trabajar desnudas mientras ella las miraba. 

También dice la historia que Erzebet era muy vanidosa. Como la madrastra de Blancanieves, pasaba largas horas ante un espejo que ella misma había diseñado. No necesita nadie comprar los libros para asombrarse con estas casualidades. No hay aquí error. Es sólo un hallazgo de mis lecturas.  

Quizás esta demente, le preguntaba al espejo por su belleza, o buscaba en la imagen del cristal algún indicio de su alma. Seguramente no lo encontró nunca. 

Para mantener su juventud, su hermosura, utilizaba la magia negra, y tomaba baños con la sangre de bellas muchachas, preferiblemente vírgenes. Ansiaba esa sangre con la misma sed que un vampiro.  

Padeció el gran mal del siglo XVI: la soberbia y la melancolía. 

Siempre se aburrió de forma tremenda.  Hacía arengas a los gritos, vestida con ropas y joyas nuevas. 

Es inevitable preguntarse qué cosa sentía en realidad Erzebet Bathory mientras se hartaba de sangre y de muerte en la sala de torturas de su castillo de Csejthe. 

No sabía lo que era el remordimiento. (Por algunas casualidades hay que esperar un poco). 

Todos atisban su soledad absoluta, lo terrible de su apatía incluso cuando contemplaba matar y morir.  

También resulta imposible no recordar a Sade, no definirla como sádica, ya que ella buscaba el placer provocado por el sufrimiento ajeno, el éxtasis en el crimen.  El desfallecimiento sexual nos obliga a gestos y expresiones del morir - jadeos y estertores como de agonía; lamentos y quejidos arrancados por el paroxismo-. Si el acto sexual implica una suerte de muerte, Erzebet Bathory necesitaba pues de la muerte visible, elemental, grosera, para poder, a su vez, morir de esa muerte figurada. 

Al igual que un sádico, necesitaba saberse poderosa: ¿Cómo no atreverse a conjeturar que todo esto se debía a que era incapaz de sentir realmente? Incapaz para el amor, desde luego.  Incapaz de soñar. "No era una soñadora", escribe Valentine Penrose.

Una personalidad de este tipo se esconde siempre tras un caparazón de preocupaciones de orden práctico: Ni siquiera le era posible saciar su sed de sangre, a diferencia de un vampiro. Una vez, y otra, después de la crueldad, el frenesí, los gritos de loba al contemplar el dolor, la agonía, la muerte de sus presas, retornaba la quietud, el silencio, las horas lentas, el hastío.  

Y es que, a diferencia de un vampiro, el sádico repite sus crímenes no por hambre, sino porque ninguno de ellos consigue su objetivo: hacer duradero, auténtico, verdaderamente suyo, el goce. El placer se escapa de nuevo, y la criminal se queda inerte, hueca. El criminal no hace la belleza; él mismo se cree ser la auténtica belleza.  

La gran perversión sexual y la demencia de la condesa Báthory son tan evidentes que 18 historiadores de gran jerarquía la tienen estudiada y tienen documentos de la época. Nos describen minuciosamente los placeres de aquella dama sombría (o más bien "horriblemente tenebrosa", como la califica Penrose).

Su principal instrumento de tortura: la Virgen de hierro. "Había en Nüremberg un famoso autómata llamado "la Virgen de hierro". La condesa Báthory adquirió una réplica para la sala de torturas de su castillo.  

Esta dama metálica era del tamaño y del color de la criatura humana. Desnuda, maquillada, enjoyada, con rubios cabellos que llegaban al suelo, un mecanismo permitía que sus labios se abrieran en una sonrisa, que los ojos se movieran. Palancas que movían las sirvientas desde atrás. La condesa, sentada en su trono, contemplaba. 

Para que la “Virgen” entre en acción, es preciso tocar algunas piedras preciosas de su collar. Responde inmediatamente mueve los brazos que cierran en perfecto abrazo sobre lo que está más cerca de ella, en este caso una muchacha. La autómata la abraza y ya nadie podrá despegar el cuerpo vivo del cuerpo de hierro, ambos iguales en belleza. De pronto, los senos maquillados de la dama de hierro se abren y aparecen cinco puñales que atraviesan a su viviente compañera. 

Elizabeth Bathory escogía varias muchachas altas, bellas y resistentes entre los 12 y los 18 años y se las arrastraba a la sala de torturas en donde ella esperaba, vestida de blanco en su trono. Una vez maniatadas, las sirvientas las flagelaban hasta que la piel del cuerpo se desgarraba y las muchachas se convertían en llagas tumefactas: les aplicaban los atizadores enrojecidos al fuego; les cortaban los dedos con tijeras o cizallas. 

Les practicaban incisiones con navajas. La sangre manaba como un géiser y el vestido blanco de la dama nocturna se volvía rojo. Y tanto, que debía ir a su aposento y cambiarlo por otro. También los muros y el techo se teñían de rojo. No siempre la dama permanecía ociosa en tanto los demás se afanaban y trabajaban en torno a ella.  

A veces colaboraba, y entonces, con gran ímpetu, arrancaba la carne -en los lugares más sensibles- mediante pequeñas pinzas de plata, hundía agujas, cortaba la piel de entre los dedos, aplicaba a las plantas de los pies cucharas y planchas enrojecidas al fuego, fustigaba... 

Cuando se enfermaba las hacía traer a su lecho y las mordía... Durante sus crisis eróticas, escapaban de sus labios palabras procaces destinadas a las supliciadas. Imprecaciones soeces y gritos de loba eran sus formas expresivas mientras recorría, enardecida, el tenebroso recinto. Pero nada era más espantoso que su risa.  

Cuando los castigos eran ejecutados en el aposento de Erzébet, se hacía necesario, por la noche, esparcir grandes cantidades de cenizas en derredor del lecho para que la noble dama atravesara sin dificultad las vastas charcas de sangre.  

Laberintos subterráneos, cámaras secretas, puertas condenadas. Así era Csejthe, el castillo de los Cárpatos donde vivió, y donde luego habría de morir la condesa. En los sueños nocturnos, el castillo acostumbra a ser una metáfora de nosotros mismos. 

La historia de Erzebet Bathory acaba así: 

Durante cuatro años la condesa asesinó impunemente. Es raro que coincida con un período presidencial. En el transcurso de esos años, no habían cesado de correr los más tristes rumores a su respecto.  

El nombre Bathory, atemorizaba a todos los probables denunciadores. (Nuestros antepasados borregos). Hacia 1610, el rey contaba con los más siniestros informes - acompañados de pruebas - acerca de la condesa. Decidió tomar severas medidas. Encargó al poderoso palatino Thurzó que indagara los luctuosos hechos de Csejthe y castigase a la culpable. Thurzó era pariente político de la condesa. Pero parece ser que era asimismo un hombre justo y honrado. 

En compañía de tropa y diez oficiales de ley, con 70 hombres, llegó a Csejthe sin anunciarse. La noche anterior había tenido lugar otra ceremonia sangrienta. Erzebet, se había mostrado más salvaje, más frenética que nunca. Sus cómplices quedaron tan agotados ese día que no limpiaron la sala de torturas, como era costumbre hacer. 

Thurzó bajó a los subterráneos, y lo que vio, lo dejo paralizado de terror: (aquí coinciden 14 historiadores). Los muros salpicados de sangre, grandes charcos de sangre aún húmeda, los cadáveres de cuatro jóvenes desnudas, otras tres que agonizaban en un rincón con gritos impresionantes y con varias partes de su cuerpo que les habían sido arrancadas. 

Vio perplejo a la Virgen de hierro que lo miraba. Y en una de las celdas, a un grupo de 9 muchachas que aguardaban su turno para morir. Le dijeron que después de muchos días de ayuno les habían servido una cierta carne asada que había pertenecido a los cuerpos de sus compañeras muertas. Trastornado, Thurzó buscó a Erzebet para acusarla. 

Cuando la encontró, ella no negó nada; proclamó, por el contrario, que todo entraba en sus derechos de mujer noble y de alto rango. 

Se inició un proceso, pero no contra Erzebet sino contra sus cómplices: las criadas. Fueron quemadas en la hoguera. A Erzebet se la condenó a prisión perpetua en su castillo. No se atrevieron a ejecutarla. Ese castigo hubiera podido ser un mal ejemplo para el pueblo, un peligro para otros nobles. 

La emparedaron en su habitación. Se amuraron las puertas y ventanas del aposento. En una pared se hizo un agujero para poder pasarle la comida. "Así vivió más de tres años, casi muerta de frío y de hambre. Nunca demostró arrepentimiento. Nunca comprendió porque la condenaron.  

El 21 de agosto de 1614, un cronista de la época escribía: Murió hacia el anochecer, abandonada de todos.  

Como Sade en sus escritos, como Gilles de Rais en sus crímenes, la condesa Bathory alcanzó, más allá de todo límite, el último fondo del desenfreno.  Ella es una prueba contundente de que la libertad del poder absoluto de la criatura humana en manos de una bruja trastornada, perversa, acomplejada y resentida es algo tan horrible como inmensamente peligroso.

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