La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas. |
La leyenda de la atalaya nazi en Uruguay.
Por Gustavo Fernández. |
Motivos profesionales me llevaron a conocer, casi circunstancialmente, uno de los rincones más paradisíacos de la hermana República del Uruguay: el balneario llamado “Atlántida”, a poco menos de una hora de Montevideo. Playas casi blancas, un mar que no tiene nada que envidiar a tanta meca turística consagrada por el mercadeo o el jet set, una pequeña y reposada ciudad que discurre casi lánguidamente es el rincón ideal para algún merecido descanso. Pero también atractivo para otros fines.
Tal vez nada de eso tuviera en mente el magnate ítalo-uruguayo Natalio Michellizzi cuando decidió hacer construir “La Quimera”. Entonces, en las afueras de ese pueblito nacido en 1911 pero que él, con su emprendedora visión comercial, había transformado en un destino próspero aunque un tanto elitista. Circulaban de siempre leyendas feéricas sobre el lugar, leyendas que aún hoy, cubiertas por el lenguaje seudo místico de este incipiente siglo XXI, lo definen como un “vórtice energético”. Posiblemente lo sea. En lo personal, estoy casi convencido que en sus bosques que se recuestan sobre la mar (“la”, que no “el”; la/el mar tiene más de mujer que de varón, en su acogedora languidez o en sus arrebatos de furia) pululan duendes y elementales. Si así no fuera, son ellos que se lo pierden, porque el lugar es mágico.
Además de millonario (e inevitablemente, entonces y ahora) Natalio era un casanovas. Y, de hecho, estando (¿felizmente?) casado y radicado en Atlántida supo tener por años una conspicua y noble amante a la que alojara en una petit mansión en el barrio llamado “Villa Argentina”: la dama era oriunda del oeste del Río de la Plata. Casi al frente de la jaula de oro que le hizo levantar, ordenó a Juan Torres, un multifacético “changarín”, hábil cuentapropista, que levantara la Quimera. O la Casa del Águila, como también se la conociò.
La historia “oficial” del lugar dice que al principio Natalio quiso hacer una gruta pequeña para una imagen religiosa. Como Juan la hizo de tamaño mayor al pedido, decidió acomodar el sitio como un cuarto de lectura, pero parece que el hasta entonces eficiente Juan (sólo hasta entonces porque, si uno ha de creer la versión oficial, de golpe mutó a una irracional y exagerada conducta de badulaque) la construyó más grande de lo pedido. Michellizi debía tener en buena estima al chapucero, ya que en lugar de echarlo con cajas destempladas se resignó al gasto desmedido e inútil y decidió aprovechar el lugar como salón de reuniones, para lo cual, obvio, tuvo que sumar otras dependencias, baño, etc. Y, aún nos preguntamos porqué, darle al conjunto apariencia de águila.
El magnate nunca dio mayores explicaciones y si tuvo otras intenciones se las llevó a la tumba en 1953. Por cierto, paseando por el lugar, la historia oficial me sabe insípida: el poderoso que encarga una obra (más conforme a la idiosincrasia de ese entonces) no tenía ningún problema en ordenar demoler aquello que no era hecho a su gusto y ordenar a su personal rehacer las cosas las veces que fuera necesario, en lugar de resignarse y seguir gastando en lo que no quería. Pero hay otros elementos que no puedo obviar.
La obra comenzó en los primeros días de 1945. Y en junio de 1945 fue finalizada.
El mismo mes donde submarinos nazis, “U-boots” fueron vistos reiteradamente frente a las costas atlánticas de Uruguay y Argentina, país este último, de hecho, donde hubo tres desembarcos registrados oficialmente (e innumerables historias de submarinos desembarcados clandestinamente y hundidos a propósito). Y esa cabeza de águila, inexcusable insignia del Reich…
No he podido rastrear declaraciones o comportamientos filonazis de Michellizi. Pienso que, tal vez, si los hubiera habido, la edulcorada historia oficial no los necesita y conmina a desaparecer. O tal vez nada de esa especulación sea cierto, y todo resulte del delirio de un albañil y un patrón considerado. O, vaya a saberse, si como dicen también los lugareños, era desde ese lugar que se vigilaba la aparición de otras extrañezas, alejadas del horror de la Segunda Guerra Mundial, y más próxima a esas “luces fantasmales” que desde siempre signaron las costas de la por demás muy próxima Piriápolis, allí donde las monsergas populares afirman que “viven más fantasmas que gente”…
Fuente: Al Filo de la Realidad.