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Recuerdos del último crimen del "Petiso Orejudo" Por Leonel Contreras. |
El crimen de Jesualdo Giordano, ocurrido hace un siglo, estremeció a Buenos Aires como ningún otro asesinato lo había hecho hasta ese entonces. A los 16 años, Cayetano Santos Godino selló una carrera criminal que dejó cuatro menores muertos y siete heridos. Pero el homicidio de Jesualdo fue único: la secuencia completa de acciones que el Petiso Orejudo realizó ese día, pasó a la historia como su modus operandi.
Cuando dejó la Colonia de Menores de Marcos Paz, en diciembre de 1911, el Petiso Orejudo empezó a utilizar la “táctica” de los caramelos para secuestrar menores. Por lo general, trataba de llevarlos a un baldío para luego estrangularlos con un piolín.
Alrededor de las 10 de la mañana del 3 de diciembre de 1912, el Petiso Orejudo encontró a Jesualdo jugando en la puerta de su casa de Progreso 2585 –en la actualidad, Cátulo Castillo–. Y, como el mismo asesino relató, “andaba con un ataque de esos que le daba cada tanto”. Lo secuestró y se alejó del lugar para matarlo.
El 21 de octubre, Jesualdo había cumplido tres años. Vivía con sus padres italianos y sus tres hermanos en el conventillo Progreso 2585. Los Giordano ocupaban un local donde trabajaba Antonio Giordano, el sastre del barrio.
El cruce de Jujuy y Progreso albergaba a uno de los comercios más afamados de ese entonces. Fue en el almacén Barlaro donde el Petiso Orejudo compró caramelos de chocolate para Jesualdo. Ambos salieron y caminaron por Progreso hasta Catamarca, calle que tomaron con dirección sur. Una nena, llamada Olimpia Moggia los siguió buena parte del trayecto. Al llegar a su casa en la calle Catamarca 2010 le comentó a su mamá que el hijo del sastre estaba “grandecito” y que iba acompañado por un muchacho.
Frente a la casa de Olimpia estaba la Quinta Moreno, destino final de la travesía. Esta quinta ocupaba una gran extensión de tierra circundada por las calles Catamarca, Dean Funes, Caseros y Brasil. Había sido adquirida en 1860 por el financista Francisco Moreno, padre de Francisco Pascasio “Perito” Moreno. En 1912 (puede verse claramente en fotos), era un baldío donde todavía se mantenían los hornos de ladrillos de la compañía La Americana.
En un recodo que unía el muro con la ochava del portón de la quinta, el Petiso tiró a Jesualdo en el suelo. Le colocó la rodilla sobre el pecho y rodeó su cuello con un piolín que llevaba en el bolsillo. Le dio trece vueltas con el fin de estrangularlo. Pero el niño intentó levantarse. El Petiso tomó entonces el cordón que usaba para ajustarse los pantalones y lo ató de pies y manos. Jesualdo todavía respiraba. Llegaron los golpes en el rostro y la idea macabra: Santos Godino dejó a su víctima en el baldío y fue en busca del clavo.
Cerca del lugar, el homicida se topó con el padre de Jesualdo, preocupado por el paradero de su hijo. El joven le aconsejó que vaya a la comisaría.
Con el clavo en su poder, el Petiso volvió al ataque. Entró a la quinta por la calle Brasil y se dirigió hacia el cuerpo de Jesualdo. El niño ya estaba muerto, pero el Petiso tomó una piedra y le introdujo el clavo en el costado de la cabeza. Satisfecho, cubrió el cuerpo con una chapa de zinc y se fue a la casa de su hermana.
Minutos más tarde, el sastre descubrió el cadáver de su hijo. Según él mismo dijo en su testimonio, tuvo la corazonada de entrar a la quinta Moreno y levantar la chapa de zinc. Horas más tarde, la policía ya sabía quien era el asesino. El crimen de Giordano se asemejaba con el atentado (intento de estrangulamiento con un piolín) de Roberto Russo, ocurrido hacía menos de un mes y por el cual Godino había estado preso cuatro días.
A las cinco de la tarde, el Petiso se presentó en la reconstrucción del crimen. A las ocho, fue al velorio de su víctima. Se acercó al cadáver y le tocó la cabecita para comprobar los efectos del clavo. Aterrado, marchó a su casa y volvió a salir a las ocho y media; compró una edición vespertina del diario La Prensa y guardó el recorte del artículo escrito sobre el crimen.
A la mañana siguiente, fue detenido en su casa de Urquiza 1970. En la indagatoria, el Petiso Orejudo confesó una innumerable cantidad de fechorías que salieron publicadas en la prensa. Entre otras cosas, dijo que mataba para experimentar la voluptuosidad del dolor y la agonía de las víctimas. Al ritmo del relato de sus crímenes, crecía la leyenda del Petiso Orejudo.
Fuente: Perfil.