La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.

De Hitler al Vaticano.

Por Alberto R. Treiyer.

Es probable que el museo del holocausto en Washington vindique en parte con el silencio el antisemitismo católico por el hecho de que Alemania es normalmente considerada Protestante, y la Iglesia Protestante alemana terminó doblegándose ante Hitler. Pero los Protestantes no firmaron un concordato con Hitler antes que lo hiciera el Vaticano, viéndose compelidos a seguir su ejemplo. Para entender el contexto, basta con mencionar al abad benedictino Alban Schachleitner, quien argumentó que apoyaba a los nazis por razones tácticas contra los luteranos. El padre Wilhelm Maria Senn creía también que Hitler había sido enviado al mundo por la providencia divina, citando así indirectamente las palabras del papa en referencia a Musolini (Hitler’s Pope, 110).

Aunque de a momentos Hitler pareció ni creer en Dios, fue siempre católico y se formó en un hogar católico tradicional. Asistía regularmente a misa, fue monaguillo, y soñaba con ser sacerdote. Cuando iba a la escuela en un monasterio benedictino en Lambach, Austria, descubrió la cruz svástica hindú que adoptó más tarde como símbolo de su movimiento Socialista Nacional. La Iglesia Católica nunca lo excomulgó. Por el contrario, Pío XI fue el primer jefe de estado que reconoció el gobierno de Hitler en 1933, y alabó a Hitler en público, aún antes de reconocer oficialmente su régimen. Siempre en 1933, Pío XI expresó a Fritz von Papen, vice canciller de Hitler, “cuán complacido estaba de que el gobierno de Alemania tuviese ahora en su cabeza a un hombre inflexiblemente opuesto al comunismo” (Megalomania, 164).

El partido Nacional Socialista de Hitler provino de Munich, no de Berlín; de la Baviera católica en el sur de Alemania, no del protestantismo del norte. Luego del concordato con Musolini, el Vaticano invirtió gran parte de los 26 millones (equivalente a 85 millones de dólares para la época) que recibió de Musolini en compensación por los territorios que cedía al estado italiano, en la industria alemana. Una parte menor la invirtió, sin embargo, en el partido de Hitler, mediante el arzobispo Eugenio Pacelli, nuncio del Vaticano en Berlín y futuro papa Pío XII. Esto lo hizo luego que Hitler le aseguró que su partido tendría por misión frenar el avance del comunismo ateo (Unholy Trinity, 294-295). Gracias a directivas que provinieron claramente del Vaticano, los católicos se unieron en masa y entusiastamente al régimen de Hitler. 

Más de la mitad de las tropas de Hitler fueron católicas (a pesar de ser el país mayoritariamente protestante). Austria, un país católico, tenía un porcentaje mayor de miembros del partido nazi.  Cuando se dio el complot militar para matar a Hitler, la Iglesia Católica ofreció un Te Deum para agradecer a Dios por el escape del Führer. Nada de todo esto debiera extrañarnos ya que, como católicos, estaban acostumbrados a someterse a gobiernos eclesiásticos autoritarios que los regían en su vida espiritual y material.

La población católica de Alemania superaba en número a la de cualquier otro país de la tierra, a pesar de representar luego de la primera guerra mundial, un tercio de la población (23 millones). Con Hitler más tarde, esa población iba a crecer hasta llegar a la mitad de la población de toda Alemania, mediante la inclusión de las regiones católicas del Saar, del Sudentendland y Austria (Hitler’s Pope, 80-81,106).

Para entender la complicidad del Vaticano en el genocidio de Hitler, es importante tener en cuenta también la situación de Alemania con el Vaticano antes de Hitler, cuando la autoridad política del papado era desafiada por doquiera. Esto siguió así hasta el posterior crecimiento católico y la toma de poder del Führer en 1933. A nadie debia extrañar entonces, que el Vaticano firmase un tratado con el nazismo de Hitler para afirmarse con privilegios especiales en toda Alemania, sin importarle que estuviese pactando con un racista criminal.

1. El Vaticano y el Kulturkampf (“cultura de lucha”)

Desde la Reforma Protestante del S. XVI, el papado había estado perdiendo autoridad en los países del Norte de Europa que abrazaban el protestantismo. Los protestantes no destruyeron, sin embargo, la autoridad política del papado. Creían en las profecías del Apocalipsis que advertían que Roma (bajo el símbolo de Babilonia), iba a ser destruída por Dios mismo (Apoc 17-18). Otros albergaron siempre la esperanza de que el poder del evangelio haría que finalmente el catolicismo se convirtiese. Por otro lado, los protestantes mismos se transformaron en estados-protestantes, impidiendo a veces una plena liberación de la conciencia individual. Esta no se obtendría en forma tan abarcante antes que se promulgase la Constitución de los EE.UU.

En la Revolución Francesa al concluir el S. XVIII, el papado recibió un golpe de muerte a sus ambiciones políticas. El poder secular que se levantó entonces era abiertamente destructivo en materia religiosa. No sólo fueron reducidas al silencio las actividades políticas del papado, sino que aún en los gobiernos protestantes de Europa se inició una tendencia más secularizadora. A partir de entonces Roma fue perdiendo, como ya vimos, su autoridad política aún en los países que habían permanecido católicos, pero que se transformaban en estados seculares. Esto hizo que el papado anduviese a tientas durante todo el S. XIX, intentando pactar infructuosamente con cualquier estado que se le apareciese y que estuviese dispuesto a reconocer políticamente otra vez, su autoridad en materia religiosa, política, social y económica.

Cuando en 1870 el Vaticano proclamó el dogma de la infalibilidad papal, se produjo una reacción negativa en toda Europa, y en especial en Alemania. Como resultado, el Bismark inició en 1872 lo que se conoció como Kulturkampf, que consistió en una política de persecución contra los católicos. Los jesuitas fueron desterrados y se prohibió a las órdenes religiosas enseñar. La instrucción quedó bajo control estatal. Las propiedades de la iglesia pasaron a ser controladas por comités laicos. Se inició el casamiento laico en Prusia. Los sacerdotes que rechazaban la nueva legislación fueron multados, encarcelados y exiliados, y se les quitaban los subsidios que hasta entonces habían estado recibiendo del estado. Se cerraron muchas iglesias y seminarios católicos. Unos 1.800 sacerdotes fueron encarcelados o expulsados.

A diferencia de lo que iba a hacer el Vaticano más tarde en la época de Hitler, el papa Pío IX no intentó controlar a los católicos que reaccionaron al Kulturkampf respondiendo con la violencia a la violencia, y rehusándose a colaborar con el régimen del Bismark. Al contrario, el 5 de febrero de 1875, Pío IX emitió su encíclica Quod nunquam declarando nulas las leyes del Kulturkampf para los católicos (Hitler’s Pope, 194-195). Eso hizo que, finalmente, el Bismark tuviese que atenuar su ataque a los católicos una década más tarde.

Un cuadro semejante al Kulturkampf contra el catolicismo ya vimos que se dio en Italia y Francia. En Bélgica la enseñanza les fue quitada a los católicos. En Suiza se desterraron también las órdenes religiosas. En la católica Austria el estado se apoderó de las escuelas y secularizó el matrimonio. Los esfuerzos por lograr concordatos políticos que beneficiasen a las escuelas y al sacerdocio católico eran infructuosos. El estigma de la muerte política pesaba todavía gravemente sobre los papas y obispos de la Iglesia Católica. En 1882 cesó la hostilidad del Bismarck contra la Iglesia de Roma, pero sin que eso pudiese servir para coronar los esfuerzos papales por lograr un concordato con las autoridades políticas vigentes.

2. Un aparente logro de dramáticas consecuencias

En sus incansables y estériles esfuerzos por lograr reconocimiento estatal, el Vaticano logró establecer un Concordato con Serbia en 1914. Eso significaba el reconocimiento oficial de la Iglesia Católica por parte del gobierno Serbio, y la subvención estatal de los obispados católicos. ¿Cómo pudo lograr semejante concordato la Iglesia Católica, siendo los católicos de Serbia una pequeña minoría frente a una mayoría ortodoxa? Anulando, mediante ese concordato, el protectorado que Austria ejercía desde la época medieval sobre los católicos de Serbia. De esa manera satisfacía a los serbios, pero contrariaba a los austriacos.

A pesar de la tendencia secularizante que afectaba también a Austria, el imperio Austro-Húngaro gobernado por los Habsburg continuaba siendo, al comenzar el S. XX, un baluarte católico que le quedaba al Vaticano en el centro de Europa. Era un baluarte contra el protestantismo de Prusia en el Norte, y la Iglesia Ortodoxa de Rusia. Pero tal era el ansia de reconocimiento político que tenía la Iglesia, que estuvo dispuesta a humillar a Austria con tal de obtener ese reconocimiento en el concordato Serbio-Vaticano.

La tensión internacional se incrementó más aún cuando, cuatro días después de firmar el Vaticano el concordato con Serbia, se asesinó en Sarajevo a Franco Fernando de Austria. Así se encendió la chispa que iba a estallar en la Primera Guerra Mundial con el desmembramiento y destrucción del imperio austro-húngaro.  Esto nos muestra hasta qué punto el ansia de reconocimiento político podía llevar al papado a pasar por encima de las ambiciones de los gobiernos y pueblos, y sin miramientos a sus consecuencias en tantas vidas que podían ser destruidas en la contienda. En cuanto a sus ambiciones de reconocimiento político, sin embargo, debía seguir el papado soñando, ya que los resultados les fueron adversos, y sus esperanzas de recuperación política parecían alejarse cada vez más.

3. Intentos posteriores a la 1ª Guerra Mundial

Antes de la 1ª Guerra Mundial, los católicos sumaban un tercio de la población de Alemania (23 millones). Ese país había donado más fondos a la Santa Sede que todas las otras naciones del mundo juntas. Cuanto más demorase Alemania en recuperarse, luego de la primera guerra mundial, más iban a afectarse las entradas del fisco Vaticano. Pero esa guerra dejó un saldo de dos millones de bajas alemanas, y el malestar era muy grande porque no se había ganado nada. A esto siguió un caos social y económico gigantesco, que hizo temer que Alemania terminase volcándose al comunismo.

Luego del Kulturkampf de 1872, el catolicismo se había organizado de tal manera que, para fines de la segunda década del S. XX, surgía como una voz fuerte y reconocida en todos los ámbitos sociales, con diarios, sindicatos, escuelas, colegios y casas editoras que se multiplicaban. En los años 20, tenía la Iglesia Católica 400 diarios y 420 periódicos (Hitler’s Pope, 107). El Partido Centrista Católico pasó al segundo lugar detrás de los Demócratas Socialistas, y logró durante la guerra que se anulasen las leyes antijesuitas de 1872. Esto permitió que los jesuitas entrasen de nuevo en Alemania y trabajasen incansablemente para fundar sus propias comunidades, escuelas y colegios.

Después de la primera guerra mundial, el Partido Centrista Católico decidió jugar un papel preponderante en la formación de una Alemania post-monárquica, democrática y pluralista. Ese partido católico procuraba formar pactos con el partido mayoritario Social Demócrata, a pesar de los intentos del Vaticano por evitarlo. Los criterios democráticos que ostentaban los católicos de Alemania permitían la inclusión de protestantes y aún judíos en sus planes políticos. Pero eso iba contra la visión exclusivista y piramidal del poder que acababa de proyectar el Vaticano con la Ley Canónica de 1917.

Al ver que no prosperaban sus intentos por lograr un concordato con el gobierno democrático alemán (conocido como Weimar), el Vaticano decidió hacer un concordato por separado con la región católica de Baviera. Para ello logró la aprobación del Reich en 1920, jugando políticamente con la decisión de apoyar o no apoyar a Alemania en los litigios limítrofes post-guerra que involucraban a poblaciones mayoritariamente católicas.

El Concordato de Baviera fue concretado, finalmente, en Marzo de 1924, beneficiando grandemente a la Iglesia Católica con el pago estatal del clero y con la subvención de las escuelas católicas. La enseñanza de la religión se impuso en las escuelas, con plena autoridad del obispo para determinar quién podía enseñar y quién no. Todo cuadraba con el Código de Ley Canónica que el Vaticano quería implementar en toda la tierra.

Ese concordato de Baviera, sin embargo, le creó mayores problemas al papado en sus intentos de lograr un acuerdo con la protestante Prusia y el Reich alemán. Con Prusia logró un concordato el 14 de Junio de 1929 que no le sirvió de mucho porque el Vaticano debió dejar de lado todos sus requerimientos relativos al reconocimiento y apoyo estatal de las escuelas católicas. Debía esperar a que subiese al poder un führer católico como lo fue Hitler, para poder lograr un concordato con el Reich alemán que entrase dentro de los principios de la Ley Canónica, y que implicase un reconocimiento de la autoridad política del Vaticano en toda Alemania.

4. Apoyo Vaticano a Hitler antes de ser el Führer

Para comienzos del S. XX, el Vaticano se estaba dando cuenta que mediante los partidos católicos no ganaba demasiado sino que, por el contrario, tendía a perder el control piramidal tradicional aún de la misma iglesia. Por un lado, como lo había argumentado Musolini, las estadísticas demostraban que los partidos católicos no ganaban ningún converso. Por el otro, esos partidos tendían a aceptar el “modernismo” o “liberalismo” democrático que estaba en boga en los países protestantes y seculares, y buscaban formar pactos con otros credos y otros partidos políticos. Por consiguiente, el papado vio conveniente hacer arreglos políticos con gobiernos civiles que reconociesen la autoridad espiritual de la Iglesia, y desprenderse de los partidos católicos democratizados a los cuales le costaba poder controlar.

El caos social y económico en que había caído Alemania después de la primera guerra mundial, por otro lado, más la frustración de haber perdido tantas vidas inútilmente (dos millones), parecían reclamar un gobierno centralizado y fuerte que pusiese orden y restaurase el orgullo herido de la población. Esto concordaba con la convicción papal acerca de la necesidad de gobiernos en donde la autoridad se ejerciese desde la cima y estuviese encarnada en una persona que a su vez, reconociese la autoridad suprema de la Santa Sede.

Después de todo, era evidente que ningún concordato iba a poder lograr el Vaticano con el Reich en Berlín, por la característica democrática del gobierno alemán (Weimar). Un gobierno pluralista tal tampoco iba a querer ajustarse al Códido de Ley Canónica que quería imponer el Vaticano. Al mismo tiempo, el gobierno débil que había quedado en Alemania dejaba aparecer el espectro comunista como una alternativa plausible que asustaba a muchos. En España y en México, además de Rusia, se estaban levantando gobiernos de izquierda que afectaban grandemente a los intereses de la Iglesia Católica. ¿Por qué no hacer en Alemania también, como siempre habían hecho los papas desde que recibieron el reconocimiento de Clodoveo en Francia en el 508, y del emperador Justiano en el 533? Ambos monarcas habían emprendido batallas para defender la fe católica, que culminaron con la liberación de Roma y el comienzo del ejercicio del poder político del papado en el 538.

Las cosas comenzaban a ir mejor también en Italia para la Iglesia Católica. Al concluir la segunda década del S. XX, el papado había logrado por fin un acuerdo con Musolini que reconocía la soberanía del papa sobre el Vaticano, y decretaba que la única religión de Italia era la Iglesia Católica. No era de sorprender que quien más se alegrase en Alemania con ese Concordato Laterano fuese Adolf Hitler. Pocos días después de ese acuerdo escribió, el 22 de febrero de 1929:  “El hecho de que la Curia está ahora haciendo la paz con el fascismo muestra que el Vaticano confía mucho más en las nuevas realidades políticas que en las de la democracia liberal anterior con quien no pudo ponerse de acuerdo”.

Hitler no se quedó allí tampoco. Acusó al Partido Centrista Católico de estar en flagrante contradicción con el espíritu del tratado que firmó ese día la Santa Sede en Italia, por predicar ese partido católico alemán “que la democracia forma parte de los mejores intereses de los católicos alemanes”. “El hecho de que la Iglesia Católica llegó a un acuerdo con la Italia fascista”, insistió Hitler, “prueba fuera de toda duda que el mundo de las ideas fascistas está más estrechamente ligado al cristianismo que al del liberalismo judío o al marxismo ateo, a los cuales el así llamado Partido Centrista Católico se ve más estrechamente ligado en detrimento del cristianismo de hoy y de nuestro pueblo germano” (HP, 115).

No de gusto Pacelli, ahora obrando en calidad de cardenal Secretario del Estado Vaticano (el futuro Pío XII de la guerra), comenzó a insistir a los líderes del Partido Centrista Católico alemán en evitar al partido Social Demócrata y cortejar al partido Nacional Socialista de Hitler. Era conveniente, según Pacelli y el actual papa Pío XI, aprovechar tácticamente las ventajas de un pacto con Hitler que favoreciesen grandemente los intereses de la Iglesia Católica en su confrontación contra el comunismo.

Un año después que Heinrich Brüning, uno de los diputados más populares del Partido Centrista Católico, fuese nombrado canciller de Alemania, Pacelli comenzó a insistir de nuevo en un concordato entre Alemania y el Vaticano para que se impusiese la enseñanza de la religión bajo la autoridad del obispo local, y se subvencionasen las escuelas católicas. Cuando el canciller le hizo ver que debía hacerse un concordato en conjunto con los protestantes, mayoritarios en Alemania, Pacelli se opuso diciendo que un canciller católico jamás debía firmar un concordato protestante. La conclusión de Brüning, publicada más tarde, con respecto a Pacelli el futuro papa, fue la siguiente:

“Todo éxito [según Pacelli] puede obtenérselo únicamente mediante la diplomacia papal. El sistema de concordatos lo condujo a él y al Vaticano a despreciar la democracia y el sistema parlamentario... Gobiernos rígidos, centralización rígida, y tratados rígidos debían supuestamente introducir una era de orden estable, una era de paz y quietud” (HP, 124).

Para diciembre de 1931, el papa insistía al enviado de la Santa Sede en Baviera, sobre la necesidad de la Iglesia en Alemania de cooperar con el partido Nacional Socialista de Hitler “tal vez sólo temporariamente y por propósitos específicos” para “prevenir un mal aún más grande” (HP, 125). El 30 de mayo de 1932 Brüning era reemplazado por otro diputado del Partido Centrista Católico, Franz von Papen, quien disolvió el Reichstag y llamó a nuevas elecciones parlamentarias.

Cansados por el aumento desorbitante de la desocupación y la inflación galopante, el pueblo alemán le dio la victoria al partido de Hitler. Alemania se volvía ingobernable, ya que los dos partidos que rechazaban la constitución y la democracia (el Nacional Socialista y el Comunista), sumados ocupaban ahora la mayoría de los puestos del gobierno. El Partido Centrista Católico aceptó entonces, bajo las constantes presiones de Roma, apoyar al partido Nacional Socialista de Hitler.

Ludwig Kaas—el actual líder del partido católico y más fiel amigo de Pacelli, quien jugó un doble juego leal a Roma pero traidor para el partido centrista católico de Alemania—escribió para entonces un ensayo sobre la bondad de hacer concordatos con regímenes fascistas, que reflejasen los puntos de vista del Secretario de Estado Vaticano (Pacelli). El tratado laterano con Musolini, arguyó, era un acuerdo ideal entre un estado totalitario moderno y una iglesia moderna. “La Iglesia autoritaria”, razonó, “debía entender al estado ‘autoritario’ mejor que otros. Por otro lado—argumentaba sin ambages Kaas—la concentración jerárquica del poder en Musolini cuadraba perfectamente con la concentración jerárquica del poder en la Iglesia Católica, según se establecía en el Código de Ley Canónica de 1917”.

5. El concordato del Vaticano con Hitler

En la búsqueda de una solución para la anarquía que se vivía en Alemania, Franz von Papen convenció finalmente al presidente Hindenburg de aceptar su renuncia, y darle la cancillería a Hitler, aduciendo que si él (von Papen), permanecía como vice-canciller, podrían tener a Hitler bajo control. En realidad, von Papen presumía llegar a ocupar el cargo de Hindenburg como presidente, dado ciertos escándalos económicos en los que había caído Hindenburg. Hitler juró como canciller el 30 de Enero de 1933, pero nada lo detuvo en sus requerimientos de plenos poderes para restaurar el orden.

Para el 5 de marzo, luego de haber acusado al comunismo de haber incendiado el Reichstag el 27 de febrero, Hitler estaba llamando a nuevas elecciones parlamentarias con el propósito de controlar los medios de difusión, oprimir los partidos democráticos de oposición, y comenzar la persecución de los judíos e “izquierdistas”. Gracias a la histeria anticomunista que se desató como resultado de ese incendio, su partido creció más todavía y obtuvo mayores asientos en el Reichstag.

a. Conveniencias mutuas. Una de las oposiciones más significativas que Hitler tenía para entonces era el Partido Centrista Católico que denunciaba las verdaderas intenciones dictatoriales de Hitler, y advertía sobre el desastre peor en el que iba a caer Alemania si subía al poder y conducía a la nación a otra guerra mundial. El papa Pío XI, sin embargo, sorprendió al felicitar al vice-canciller de Hitler por tener en Alemania ahora a un hombre que sería inflexible contra el comunismo, y fue el primer hombre de estado en reconocer su gobierno. También Eugenio Pacelli, Secretario de Estado del Vaticano, vino para comerciar con Hitler un tratado con el Vaticano. Lo que no iba a poder lograr nunca con el gobierno democrático de Weimar, ahora esperaba el papa poder hacerlo más fácilmente con un dictador.

La solución ideal para Hitler era lograr un concordato con el Vaticano semejante al Laterano que había firmado la Santa Sede con Musolini, en donde a condición del reconocimiento estatal, el Vaticano aceptase desentenderse de todo partido católico. Eso no había significado para el Vaticano desprenderse de toda acción social o política, sino de todo partido político que lo comprometiese. La intención del Vaticano era mantenerse por encima de toda facción política, de acuerdo con la filosofía verticalista y dualista que tuvo el papado durante todo el medioevo, pero dándose la libertad de intervenir políticamente toda vez que se le pidiese o lo viese oportuno.

Hitler quería asegurarse ahora, sin embargo, que la Iglesia Católica se retirase de toda acción social y política, a cambio de otorgarle “libertad” para practicar la religión y la educación (HP, 133). El Partido Centrista Católico debía, por otro lado, acceder al Acto de Poder para facultarlo como dictador, sin lo cual no aceptaría concordato alguno. El Vaticano captó también que sólo mediante un dictador podría lograr un concordato con Alemania que le permitiese ejercer un control absoluto sobre todas las instituciones religiosas y católicas, y esperaba así, como en Italia, lograr eventualmente el predominio de la religión católica sobre toda Alemania.

En esencia, se trataba de volver a poner la religión de Alemania bajo el control del catolicismo romano, según lo establecido en el Código Canónico de 1917. Cortejando a Hitler, Pacelli mismo llamó la atención del führer a los elogios del papa por su cruzada antibolchevique, que debía ser entendido, según el enviado papal, como un respaldo de la Santa Sede a su campaña anticomunista. Al captar las intenciones papales que se escondían tras el reconocimiento del gobierno de Hitler, las iglesias protestantes de Alemania se vieron compelidas también a reconocer su régimen el 26 de Mayo de 1833, y a buscar negociar con él un acuerdo semejante, basado en el modelo católico (HP, 138).

Dicho y hecho, Hitler convenció a su partido de que la única manera de anular al partido centrista católico era logrando alejar al Vaticano de ese partido. En su discurso al Reichstag declaró también que era una gran provisión “cultivar y fortalecer relaciones amigables con la Santa Sede”. Pacelli, por su parte, contaba ahora como presidente del Partido Centrista Católico a un fiel amigo, Ludwig Kaas, quien se prestaba a un doble juego. Mientras pretendía apoyar a su partido católico, lo instaba a votar en favor del Acto de Poder de Hitler. Su argumento era que el voto positivo católico iba a ejercer un control moral para el führer y mantener sus promesas de apoyar la Iglesia Católica.

b. Implicaciones del Concordato. El Acto de Poder se dio en Marzo de 1933 con 441 votos a favor, y 94 en contra. Hitler podía ahora decretar leyes sin el consentimiento del Reichstag y firmar tratados con gobiernos extranjeros, el primero de los cuales fue con el Vaticano. Hitler para entonces invocaba a Dios y aseguraba a la población que el cristianismo constituiría la base de su reconstrucción de la nación (HP, 137).

L’Osservatore Romano reconocía la legalidad constitucional del gobierno de Hitler. Kaas, luego de hablar con Pacelli, elogió el discurso de Hitler en el Reichstag como reflejando el desarrollo lógico de la “idea de unión” de Iglesia y Estado (HP, 139). En este respecto, consideraba que el vínculo prometido de Hitler con el Vaticano era “el más grande éxito que había sido logrado en cualquier país en los últimos diez años” (HP, 135). El partido centrista católico debía colaborar en el proceso, según decía, como “sembradores del futuro”.

El 8 de julio de 1933 el Vaticano y el Reich firmaban el concordato. Hitler declaró:  “El hecho de que el Vaticano está concluyendo un tratado con la nueva Alemania significa que la Iglesia Católica reconoce el estado Nacional Socialista. Este tratado muestra al mundo entero clara e inequívocamente que la afirmación de que el Socialismo Nacional es hostil a la religión, es una mentira”. El 14 de julio declaró a sus ministros que “una oportunidad se ha dado a Alemania en el Concordato del Reich con el Vaticano, y una esfera de confianza se ha creado que será especialmente significativa en la lucha urgente contra el judaísmo internacional” (HP, 130).

Pacelli respondió el 26 y el 27 de julio en dos artículos de L’Osservatore Romano, asegurando que el Código de Ley Canónica es el fundamento del concordato, mediante el cual se permite a la Iglesia Católica tener plenos poderes con la Iglesia en Alemania. La histórica victoria con ese tratado, aseguraba Pacelli, no era la aprobación moral de la Santa Sede del estado Nazi sino, por el contrario, el reconocimiento y aceptación totales de la leyes de la Iglesia por el Estado (Hitler’s Pope, 131). Así quería el Vaticano mantener la posición católica medieval, que consiste en estar por encima de los estados civiles, como el alma sobre el cuerpo. Ese concordato había sido logrado en el máximo secreto entre dos autócratas, pasando por encima del obispado católico de Alemania y de las diferentes facciones políticas que habían gobernado a la nación alemana.

Para cuando el tratado fue ratificado el 10 de septiembre, Pacelli quiso abogar no por los judíos, sino por los católicos de ascendencia judía que estaban siendo incluídos en la persecución Nazi de los judíos. En su lugar, los nazis le dijeron que no interfiriese en asuntos de estado. A pesar de este revés, siguió adelante con la celebración de la ratificación del concordato, y con toda pompa. Un servicio de agradecimiento a Dios se dio en la catedral berlinesa de Hedwig, en donde presidió el nuncio papal. Las banderas nazis se mezclaban con los estandartes católicos tradicionales.

¿Quién podía negar que el regimen Nazi contaba ahora con la bendición de la Santa Sede? El arzobispo Gröber felicitó al Tercer Reich por la nueva era de reconciliación del estado alemán con la iglesia católica (HP, 159-160). Hitler mantuvo, además, durante su régimen, los términos del Concordato de Baviera firmado en 1929, en relación con los impuestos que se destinaban a la Iglesia. La mitad iba para la Iglesia Católica en Alemania, y la otra mitad para el Vaticano (Megalomania, 165, n. 12).

Más allá de todas las declaraciones de una parte y otra, la firma del concordato entre el Vaticano y el Reich implicó dos cosas innegables. En primer lugar, la aprobación moral del Vaticano a las políticas de Hitler. Esto trajo el desbande en masa del Partido Centrista Católico, cuyos miembros se pasaban de a miles al partido Nacional Socialista que había sido aprobado por la cúpula de la iglesia romana. En segundo lugar, implicaba una nueva actitud que debían asumir la jerarquía alemana, el clero y los fieles, así como la Santa Sede. Debían guardar silencio ante cualquier cosa que hiciese el gobierno nazi en materia política y social.

El gran problema de ese concordato, según se arguye, es que intencionalmente no dejó claramente establecida una diferenciación entre la actividad civil y la religiosa. Mientras el Vaticano pretendía conformar en Alemania un clero-fascismo equivalente al de Italia, en donde la Ley Canónica del papado formase la base del acuerdo, Hitler quería usar a la Iglesia para su conveniencia, y se negaba a aceptar la primacía del clero. Esa actitud de Hitler amargaba de a momentos al Vaticano. Pero le iba a servir después de la guerra para destacar las indisposiciones católicas esporádicas contra las políticas del führer, con el propósito de ocultar su complicidad con el gobierno nazi.

Al mismo tiempo, Hitler terminó descubriendo que el Vaticano tenía normas dobles. Mientras recibía la aprobación pública del Vaticano que prometía no intervenir en la política nazi, pudo interceptar mensajes papales que probaban que por debajo, el así llamado Vicario de Cristo estaba involucrado en acciones de espionaje durante la guerra y, en un caso, en la parte final de su mandato, hasta de complot contra su gobierno y su vida. Eso lo irritaba y, en ocasiones, tomó represalias contra el clero católico que no quería sujetarse a los principios establecidos en el concordato, según su interpretación desde la perspectiva política.

Hoy el Vaticano usa también esa persecución temporaria y no generalizada que Hitler emprendió contra un buen número de sacerdotes y monjas, especialmente en Polonia, para jugar también el papel de la víctima y cubrirse de la acusación de complicidad con el régimen de Alemania. Pero los desacuerdos del papado con Hitler no fueron diferentes a los desacuerdos que el papado tuvo con los reyes durante toda la Edad Media. Tenían que ver con el problema de determinar quién era la cabeza del matrimonio Iglesia-Estado que confirmaban al ser coronados, o al firmar el concordato con el Vaticano en el caso de Hitler. A pesar de tantas peleas como las que se dan en todo matrimonio desdichado, ni los reyes medievales ni Hitler en la época moderna, rompieron su acuerdo con el papado.

Admitamos, de todas maneras, que el fascismo nazi fue puro, esto es, de Estado, a diferencia de los concordatos que luego iba a establecer el Vaticano con otros gobiernos y que se enmarcarían en el esquema más definidamente clero-fascista que buscaba el papado. Si a pesar de esa diferenciación el papado no pudo librarse de la acusación de complicidad con el gobierno criminal de Hitler por terminar ajustándose a las políticas del estado nazi, menos aún podría cubrirse por apoyar a esos otros gobiernos genocidas que se amoldarían fielmente al esquema de la encíclica Quadragésimo Anno, proclamada por el papa Pío XI en 1931, y a la Ley Canónica de 1917.

Concluyamos aquí que, en la práctica, el concordato católico-nazi prohibía a los fieles de la Iglesia de Roma intervenir, por ejemplo, en defensa de los judíos (HP,153), y daba luz verde a toda manifestación antijudaica. Los católicos que participasen activamente en el sometimiento a trabajos forzados y aniquilación de los judíos, no serían condenados por la Iglesia madre.

c. Argumentos católicos pro-nazis. A partir de la firma del concordato entre Hitler y el Vaticano, muchos obispos y cardenales comenzaron a promover abiertamente el nazismo y a apoyar, como veremos más tarde, el exterminio de los judíos, de los comunistas y de los ortodoxos. Berning, un obispo católico, publicó un libro afirmando el enlace entre el catolicismo romano y el patriotismo germano que envió a Hitler como “una muestra de mi devoción”. Monseñor Hartz alabó a Hitler por haber salvado a Alemania del “veneno del liberalismo [democracias occidentales] y de la peste del comunismo” [bolchevismo soviético]. En los mismos términos del papa para con Musolini, Franz Taeschner, un publicista católico consideró que el führer era un genio, y que había sido “enviado por la providencia para cumplir con las ideas sociales católicas” (Megalomania, 165).

Deben haberse reído los nazis cuando el 14 de mayo de 1934, Pacelli escribió una nota a Buttmann—quien había firmado el concordato de parte del Reich con el Vaticano—reprochando al führer por no usar sus poderes dictatoriales para ordenar que los estados regionales recalcitrantes se ajustasen a las provisiones del contrato. Según su pro memoria, Pacelli declaraba que “no debían permitirse las causas que daban lugar a las quejas de la Iglesia [los curas acusaban a algunos estados alemanes de no cumplir con el concordato], particularmente en un gobierno conducido en forma autoritaria” (HP, 164-165). Se considera esta nota como una clara aserción del Secretario de Estado Vaticano en contra del sistema parlamentario de gobierno, y a favor del sistema dictatorial.

Recordemos que en el pensamiento católico-romano, los intereses individuales deben sacrificarse por el bien común, algo que encontró un eco notable en el pensamiento nazi. “Sólo cuando el individuo se ve a sí mismo como una parte de un organismo y pone el bien común más allá del bien individual”, argumentaba la Carta Pastoral de Fulda en 1933, “podrá su vida destacarse por la humilde obediencia y gozoso servicio que demanda la fe cristiana” (Megalomania, 167). Si uno se queda quieto viendo uno de los videos que repite constantemente la demagogia de Hitler en el museo Vaticano, se va a cansar escuchando siempre lo mismo. “Hitler es el partido”, dice el führer, a lo que la masa le responde:  “Hai, Hitler”. “El partido es Hitler”, vuelve a decir el führer, con la misma respuesta de las multitudes. El bien común y el partido se encarnan en una persona, y la individualidad de cada cual se pierde en un cuerpo común. 

El obispo Alois Hudal, quien estuvo conectado con Pacelli (negociador del concordato), arengaba a la gente por toda Alemania y en el exterior en sus discursos pro-nazis. En mayo de 1933 habló en Roma ante los cuerpos diplomáticos de Alemania e invitados de varias organizaciones nazis. Su audiencia lo aclamó cuando dijo que, “en esta hora de destino, todos los católicos alemanes que viven en el exterior dan la bienvenida al nuevo Reich alemán, cuyas filosofías están de acuerdo tanto con los valores cristianos como con los valores nacionales”.

Hudal se transformó en 1934 en un aliado político de von Papen (el vice-canciller católico de Hitler), y publicó en 1936 un tratado filosófico titulado Fundamentos del Socialismo Nacional. Alababa en su obra las ideas, programas y actividades de los nazis, aunque criticaba ciertos elementos no cristianos que veía en el partido. A pesar de los peores rasgos que ya se veían en el gobierno nazi, Hudal consideraba que no había razones filosóficas válidas para que los nazis “buenos” y los católicos no cooperasen estrechamente en la construcción de una Europa Cristiana. Su libro recibió el Imprimatur del primado de la Iglesia en Austria, Cardenal Teodoro Innitzer, quien también era fuertemente nazi.

Hudal recibió, asimismo, una placa de oro de membresía del partido nazi. Su clara tendencia pro-nazi no afectó su carrera en el Vaticano. Fue consultor desde 1930 en el Santo Oficio (el mismo organismo que había sido fundado en 1542 para “combatir las revoluciones calvinistas y luteranas”). Ese cargo le permitía trabajar en el más riguroso secreto en la tarea de censurar libros y materiales de educación, así como en proteger e inspeccionar aspectos relacionados con las doctrinas católicas. En junio de 1933, en lugar de llamarlo al orden por sus convicciones nazistas, el Vaticano lo promovió del cargo de sacerdote a obispo titular de Ela, un honor raro para un rector de un colegio. Pacelli mismo presidió en la ceremonia (UT, 30-32).

Esta actitud de abierto y velado apoyo combinados del Vaticano al nazismo, que continuaría en sus épocas de mayores crímenes, entraba dentro de lo que el papa León XIII había explicado en su encíclica de 1885, Immortale Dei, 17:  “Cuando los gobernantes de un Estado y el Pontífice Romano llegan a un acuerdo con respecto a un aspecto en especial..., la Iglesia da prueba de su amor maternal al mostrar la más grande bondad e indulgencia posibles...” Al papado no le importaba lo que ocurriese con ningún otro grupo religioso o étnico. Su único interés estaba en asegurar el desarrollo de la Iglesia Católica. De allí su apoyo tan generalizado a todo régimen fascista, sin miramientos a las violaciones tan flagrantes de los derechos humanos en que incurriesen.

d. Persecución de católicos y romance pontifical-nazista. Hubo ocasiones en que el Vaticano protestó por las presuntas violaciones al concordato de parte de los nazis. Hitler respondió que se trataba de una guerra contra los sacerdotes inmorales acusados de pederastia y otros abusos sexuales, así como contra los que se volvían más políticos que clérigos, pero no contra la Iglesia en general (HP, 179-180). De parte de la iglesia, se volvió entonces a alentar a los católicos a cooperar con el gobierno nazi. En 1937, el cardenal Faulhaber de Munich se entrevistó por tres horas con Hitler, y como resultado declaró que Hitler “vive en fe para con Dios”, y “reconoce el cristianismo como el fundamento de la cultura occidental” A su vez, escribió una carta episcopal alentando la cooperación entre la Iglesia y el Estado para combatir el comunismo (HP, 181).

También el papa Pío XI publicó para entonces su encíclica Mit brennender Sorge (Con Profunda Ansiedad), en una velada protesta por los sufrimientos de la iglesia en Alemania, y la deificación de una raza, de un pueblo, y de un estado. Pero no condenó el nazismo por nombre, y sirvió sólo para afirmar a Hitler en su persecución de todo clérigo que interviniese en política. Aún así, esta encíclica y ciertas evidencias posteriores, han permitido que muchos interpreten que, a diferencia del siguiente papa (Pío XII), y actual secretario de Estado del Vaticano, el papa Pío XI terminó viendo la necesidad de distanciarse de una manera más clara del nazismo. Volvamos a insistir, sin embargo, que lo que el Vaticano buscaba era un fascismo clerical que se sometiese al Código Canónico de la Iglesia, no un fascismo de estado que buscase imponerse a la Iglesia.

Las alabanzas a Hitler de los sacerdotes católicos es interminable. El führer recibió una calurosa recepción por el cardenal Innitzer, primado de Austria, cuando se anexó ese país a su gobierno. El cardenal Bertram consideró a Hitler como “hombre de paz”, y ordenó que todos los católicos de Alemania manifestasen un espíritu de agradecimiento y felicitación mediante un festival de campanas el domingo.

Al terminar ese año (1938), Hitler refutó nuevamente el cargo de perseguir a los cristianos en Alemania, aduciendo que las iglesias habían recibido más dinero de los nazis, más ventajas impositivas y más libertad que bajo ninguna otra administración anterior. Y puso como contraste a los miles de sacerdotes y monjas que habían sido muertos en Rusia y España. “Agradezcamos a Dios, el Altísimo—agregó—por haber bendecido nuestra generación y bendecirnos a nosotros, permitiéndonos cumplir con una parte en este tiempo y en esta hora”.

Repitamos que las fricciones se daban por el problema que subsistió durante todo el período de Hitler, en no haberse definido en el concordato los límites políticos de uno y otro. La Iglesia creía que Hitler debía acatar la Ley Canónica incluida en el concordato, pero Hitler insistía en que la Iglesia no debía inmiscuirse en los asuntos de Estado. Ambos cumplían, a su manera, con los requisitos establecidos.

e. Las relaciones con el nuevo Papa. La tímida y tardía tentativa de Pío XI en pronunciarse contra el régimen nazista murió con él poco después de convalecer en su lecho de muerte. En marzo de 1939, Pacelli era nombrado papa con el nombre de Pío XII. Cuatro días después de su elección propuso dirigirse a Hitler como “Al Ilustre Herr Adolf Hitler”, lo que produjo una discusión entre los cardenales acerca de si debía dirigirse a él como “Al Ilustre” o “Al Más Ilustre”. Declaró en su mensaje a Hitler que durante los años que gastó en Alemania, había hecho todo en su poder para establecer “relaciones armoniosas entre la Iglesia y el Estado”. Y terminaba deseando la prosperidad del pueblo germano “con la ayuda de Dios”. El führer respondió con “las más cálidas felicitaciones” de su parte y de su gobierno (HP, 208).

El nuncio de Berlín, en respuesta al pedido del nuevo papa, dio una recepción de gala a Hitler el mes siguiente, al cumplir medio siglo de vida. Desde entonces esos saludos a Hitler se volvieron una tradición cada 20 de abril, por el resto de su mandato. El cardenal Bertram de Berlín envió también “sus más calurosas felicitaciones al führer en nombre de los obispos” de Alemania. “Oraciones fervientes de los católicos de Alemania se están enviando al cielo sobre sus altares”, agregó. Todo esto, argumentaba Pacelli, debía hacerse para tratar de mantener en pie el concordato de la Iglesia Católica con Hitler.

f. El Vaticano durante la guerra misma. En 1938 Hitler amenazaba al gobierno checo porque “los judíos en Checoslovaquia estaban todavía envenenando la nación”. El 15 de marzo del año siguiente ordenó la invasión de Praga y el desmembramiento del país. En una abierta advertencia a Hitler, el primer ministro inglés garantizó entonces la independencia de Polonia y prometió ayuda en caso de ser invadida.

En ese contexto, el papa reveló cuán partidario podía ser al intentar seguir una política pacificadora que favorecía a Hitler, y al mismo tiempo enviar un telegrama a Franco, felicitándolo por “la victoria católica” en España. Mientras guardaba silencio con respecto a las violaciones humanas de Hitler, había estado instando a Franco a pelear para derrocar el régimen socialista de España. La “victoria católica” en España había costado medio millón de vidas e iba a costar una gran cantidad más todavía. Públicamente, sin embargo, Pacelli exhortaba a Franco mediante la radio vaticana, a ejercer una política pacificadora “de acuerdo a los principios enseñados por la Iglesia y que el generalísimo había proclamado con tanta nobleza”.

Hiter invadió Polonia el 1 de Septiembre de 1939, con el propósito de abrirse un corredor para invadir Rusia. Pío XII había insistido a la católica Polonia en no intervenir, ni contrariar a Hitler. También había procurado que Francia no se opusiese a una inminente invasión alemana sobre Francia, para salvaguardar la paz. En realidad, lo que el Vaticano quería era recuperar a Francia del socialismo secular que la gobernaba, reemplazándolo por un gobierno fascista dirigido por Pétain, equivalente al de Hitler y al de Musolini. Al mismo tiempo, el papa soñaba con evangelizar a Rusia mediante la invasión nazi. Pero al invadir Hitler Polonia, Francia e Inglaterra le declararon la guerra a Alemania, y Rusia comenzó a invadir Polonia desde el lado oriental. Esa guerra le costó a Polonia más de seis millones de vidas.

 

Para entonces, aunque sin perder las esperanzas en su triunfo, Pío XII comenzó a dudar del éxito del Tercer Reich en su campaña contra el comunismo. El führer se había negado a pactar con Inglaterra y los demás poderes occidentales para invadir Rusia y, por el contrario, daba evidencias de intentar pactar con Rusia, mientras preparaba hipócritamente su campaña militar para invadirla. Por consiguiente todos, inclusive el papa de a momentos, sentían que debían deshacerse de él.

g. El complot para matar a Hitler. Dos meses después de invadir Hitler Polonia, el papa se veía involucrado en un complot secreto para matar a Hitler, conocido como Orquesta Negra. Su papel principal y clave era interceder ante Inglaterra para impedir que los Aliados invadiesen Alemania en el caso de que Hitler fuese derrocado. Quería a toda costa evitar, como se vio de nuevo después de la guerra, que la sección central de Europa fuese dominada por gobiernos no católicos. Esa era otra de las razones, al mismo tiempo, por las que el Vaticano seguía siendo el único Estado que no condenaba públicamente a Hitler.

El complot para derrocar y matar a Hitler fue demorándose por varias razones. Los Aliados no creían demasiado en el éxito de la Orquesta Negra (que en Alemania quería lograr, a travez del Vaticano, un tratado de paz con los Aliados para cuando derrocasen a Hitler). Por esta razón, los Aliados decidieron finalmente sacrificar el plan. Hitler para entonces ya había invadido los Balcanes y establecido allí gobiernos nazis. En la primavera de 1942, después del freno sufrido por Alemania en Stalingrado, el Vaticano pasó a ser de nuevo intermediario de la Orquesta Negra, en otro complot que buscaba, de parte de Hungría y Rumania, establecer también un tratado de paz secreto con los Aliados, antes de romper sus lazos con Hitler.

En un arreglo entre Moscú y los poderes occidentales (EE. UU. había ingresado en la guerra en Diciembre de 1941, luego que los japoneses bombardearan Peal Harbor), se decidió hacer filtrar ese plan secreto de paz del Vaticano con esos países Balcanes. El propósito era enfurecer a Hitler quien cayó en la trampa, y decidió quitar una de sus tres mejores divisiones de Francia para enviarla allí. Poco después, las tropas Aliadas entraban en Normandía y libraban la batalla más cruenta de la segunda guerra mundial. Pretendiendo jugar el papel principal en la política internacional, el papa Pío XII terminó siendo usado como peón de los principales poderes de la época (UT, 281)

En la última parte del Tercer Reich, los nazis comenzaron a perseguir en Polonia no solamente a los judíos, sino también a sacerdotes y monjas católicas que efectuaban actos de caridad para con los oprimidos del nazismo, o pretendían enrolarse como misioneros en el ejército alemán al invadir Rusia. Hasta entonces, tanto el papa como Hitler habían estado reclamando que se cumpliese lo estipulado en el concordato, en donde el papel político-social de la Iglesia de Roma no había quedado bien establecido, y se prestaba a diferentes interpretaciones. Hitler tenía pruebas bien claras del doble juego papal que lo apoyaba públicamente, pero que interfería en su política mediante diferentes formas de espionaje, ignorando su promesa de no intervenir en política firmado en el concordato.

Durante ese tiempo de opresión nazi tampoco recibieron los sacerdotes perseguidos en Polonia intercesión alguna del papa. Mientras que todas las otras naciones condenaban abiertamente a Hitler y estaban en guerra con él, se admiraban de que el único gobernante de un estado geográficamente pequeño, pero de tan enormes repercusiones políticas, no levantase su voz para condenarlo. Se esperaba que hablase, además, porque el nazismo y el fascismo predominaban en países de mayoría católica y que habían firmado un concordato con el Vaticano. Pero Pío XII, en su típico juego ambivalente, todavía veía posibilidades en el éxito de la empresa expansionista de Hitler, y estaba tratando de convencerlo para enviar sacerdotes misioneros con sus tropas para evangelizar Rusia. Quería Pío XII lograr la unión tan anhelada para los papas de la Iglesia de Oriente (Ortodoxa) con la de Occidente (Católica).

El hecho de apoyar el Vaticano un complot para derrocar un gobierno, matando a su líder, es invocado hoy como una prueba de la hipocresía papal que revela una doble moral. Mientras por un lado pretende excluirse de la política (como lo da a entender en los concordatos con Musolini y Hitler), por el otro obra por debajo para derrocar gobiernos cuando estos ya no le sirven más, o duda que vayan a tener éxito. Mark Aarons y John Loftus, los autores judíos de Unholy Trinity, comentan este hecho de la siguiente manera.

“Si el Vaticano desea ejercer autoridad moral, debe mantenerse inequívoca y verdaderamente como neutral. Sólo de esa manera puede permanecer por encima de los asuntos temporales. El mundo necesita diplomáticos cuya agenda sea realmente paz sobre la tierra y buena voluntad para toda la humanidad”, no sólo para los católicos. “Hay demasiados complotadores” en la humanidad. “Si el Vaticano respalda asistencia diplomática encubierta para derrocar a dictadores, ¿dónde se pone la línea? Si combatir a Hitler rompe las reglas, qué decir acerca de” otros gobiernos en el resto del mundo, que caigan bajo el descrédito del Vaticano? (UT, 280-281).

h) Complicaciones nazi-vaticanas durante la guerra. Sería faltar a la verdad si se dijese que la persecución nazista contra los sacerdotes católicos, especialmente en Polonia y Ucrania, se debió a su apoyo humanitario de los judíos. Aunque algunos sacerdotes y monjas fueron perseguidos por esa razón, la mayoría fue perseguida por otras razones. Por un lado, Hitler veía el doble juego papal que obraba públicamente en su favor al mismo tiempo que se involucraba diplomáticamente con los Aliados. Por el otro, el pedido del Vaticano a través de su excanciller alemán, von Papen, de aprovechar su invasión a Rusia para convertir el mundo ortodoxo a la fe católica comenzó a irritarlo más.

Para ese entonces Hitler estaba enterado de las masacres que los católicos croatas estaban perpetrando contra los ortodoxos en Croacia, y no quiso que su campaña militar a Rusia se complicase mediante una confrontación religiosa similar en el Este. Reinhard Heydrich, a cargo de la oficina de seguridad principal del Reich, le había advertido al führer el 2 de julio de 1941 sobre la planificación del Vaticano que había podido detectar para infiltrar las tropas nazis con el objeto de invadir Rusia con la fe católica. Heydrich se oponía igualmente a la idea de permitirle a la Iglesia beneficiarse de las conquistas logradas por la sangre alemana.

Hitler captó así, más que nunca, la problemática religiosa que se escondía detrás de su invasión al mundo comunista y ortodoxo, y creyó que la política del papado podía terminar afectando el éxito de su empresa. A mediados de julio de 1941, en respuesta a esos pedidos de involucramiento católico en su campaña de conquista (algo que el Vaticano ya había hecho con Musolini en su invasión a Etiopía), declaró que si permitiese al catolicismo introducirse en Rusia “iba a tener que permitirles lo mismo a todas las denominaciones cristianas para que se aporreasen las unas a las otras con sus crucifijos”. Posteriormente se enfureció más al enterarse que el Vaticano seguía adelante con sus planes, proyectando enviar sacerdotes misioneros disfrazados desde Polonia, Ucrania y Croacia. Por esta razón, su furia principal se dio contra los católicos polacos y ucranianos, a quienes comenzó a matar en gran escala y a destruirle sus iglesias.

“El cristianismo es el golpe más duro que alguna vez golpeó a la humanidad”, concluía Hitler para julio de 1941. “El bolchevismo es un hijo bastardo del cristianismo. Ambos son la descendencia monstruosa de los judíos”. En Diciembre de ese mismo año prometió que, una vez concluida la guerra iba a terminar con el problema de la Iglesia, como única alternativa para lograr que la nación alemana estuviese completamente segura (HP, 261).

Pero las cosas se le comenzaron a complicar a Hitler en Ucrania cuando Stalin procuró congraciarse con los ortodoxos para lograr la resistencia de la población contra la ocupación Nazi. Para desbaratar los planes de Stalin, el führer intentó representar al nazismo como “protector de la religión”. Para ello, quiso unir a los ortodoxos y a los católicos bajo el arzobispo Szepticky, quien aunque fiel a Roma, formaba parte del rito oriental característico del mundo ortodoxo y permitido por Roma únicamente a los católicos de esa región. En total, Szepticky lideraba a unos cinco millones de Uniates que conformaban esa característica intermedia entre los católicos y los ortodoxos. Pero Hitler no iba a poder lograr esa unión sin contar con el apoyo del papa. ¿Cómo podía lograrlo sin dejar de ser él mismo el amo de la situación? En otras palabras, ¿cómo podía recibir el apoyo papal sin terminar siendo permeado por la Santa Sede?

Hitler decidió extorsionar al papa y, para ello, comenzó a perseguir dramáticamente a los católicos en Ucrania. Era la manera más dramática y autoritaria que podía escoger para apurar a Pío XII a apoyarlo en su campaña militar en Ucrania, o sufrir la destrucción de la Iglesia Católica en ese lugar. ¿Qué alternativas tenía Pío XII, ante semejante amenaza? No había dudas de que se trataba de un arreglo sucio e inmoral. Ya habían muerto 200.000 judíos en Ucrania, y “cientos de miles de cristianos”, y un pacto tal era puramente político y villano. Pero, ¿acaso la Providencia no estaba dirigiendo las cosas para que en sus días, se pudiesen cumplir los sueños papales de casi un milenio, con la unión de las dos iglesias más tradicionales de Europa? Con el debilitamiento militar, moral y político de los dos grandes colosos del momento, el comunismo y el nazismo, ¿no podría aparecer al final él mismo, Pío XII, como el verdadero líder moral y ganador de la contienda?

Para ocubre de 1942, Pío XII enviaba a Ucrania al cardenal Lavitrano, arzobispo de Palermo, encabezando una misión a pedido de los nazis para estudiar la posible unificación de la Iglesia Católica Romana con la Iglesia Ortodoxa. Al mismo tiempo, daba luz verde al mantenimiento de una oficina apostólica para Ucrania en Berlín. Esa perspectiva explosiva alarmó a los EE. UU. y Gran Bretaña. Los rusos también se alarmaron y fueron logrando dividir, a través de sus espías, a los ortodoxos y a los mismos Uniates para evitar ese arreglo.

A pesar de los obstáculos, los Uniates lograron formar un ejército nacionalista con capellanes, que organizaron una cruzada contra los “impíos bolcheviques” para conquistarlos al mismo tiempo al catolicismo. El Vaticano, por su parte, quedó más comprometido a no hablar contra el régimen nazista ni mencionar siquiera el nombre “judío” por el resto de la guerra. En su lugar, tres meses después que el cardenal Lavitrano completó su misión, el Vaticano comenzó a hablar de una confederación anticomunista de estados católicos de Europa que se extendería desde el báltico hasta el Mar Negro [lo que incluía Ucrania] (UT, 173-188). Pero la Providencia, la verdadera Providencia divina, no le iba a permitir lograr sus sueños.

Conclusión

El director del museo de la Inquisición de Lima y autor de un libro apologético sobre la Inquisición, me dijo en la capital peruana al concluir el milenio dos mil, que desde hace cincuenta años—después de la Segunda Guerra Mundial—se está quitando de la historia de la Inquisición todo aspecto religioso, en búsqueda de objetividad. Esa es la tendencia también de la mayoría de los estudios hechos sobre la Segunda Guerra Mundial.

El único interés para muchos es considerar los factores económicos, sociales y políticos que estuvieron involucrados en ambos eventos, el de la Inquisición durante la Edad Media, y el de las dictaduras nazistas y fascistas durante el S. XX. Pero, como le dije al director del museo de la Inquisición entonces, ¿cómo puede pretenderse objetividad histórica quitándole a la historia un ingrediente esencial como lo es el religioso? O se ponen todas las cartas sobre la mesa, o la objetividad pretendida se vuelve una farsa. Hoy las Naciones Unidas piden el concurso de las religiones para establecer la paz, reconociendo que la mayoría de las confrontaciones humanas continúa basándose en conflictos religiosos. ¿Por qué eliminar su papel tan dramático y fundamental de la historia?

¿Cuál es el problema de fondo? Fundamentalmente uno. Tiene que ver con la lucha denodada y tenaz de la Iglesia Católica por defender una presunta infalibilidad papal que está tan en contradicción con tantos hechos históricos medievales y modernos. La Iglesia vive procurando por todos los medios reivindicarse del veredicto histórico que la culpó y sigue culpando de falsedad, hipocresía y genocidio tanto medieval como moderno. ¿Qué es lo que busca ocultar el Vaticano, cuando es el único gobierno que permanece sobre la tierra opuesto categóricamente a revelar los archivos secretos que lo comprometieron en los genocidios del S. XX?

¿Cuántos siglos tuvieron que demorar—se preguntan muchos autores—para que el Vaticano terminase liberando los archivos secretos de la Inquisición? Puede hacerlo hoy porque ha logrado convencer a mucha gente de que la culpable de los crímenes de entonces no fue la Iglesia, sino la época (¡como si ésta se gestase sola!). ¿Cuánto tiempo más deberá pasar—se preguntan muevamente los críticos—hasta que la Santa Sede libere los documentos que posee de la Segunda Guerra Mundial? ¿A qué se debe tanto afán por esconder tantos hechos de la historia en los que estuvieron involucrados los sumopontífices? Se ha podido probar ya que los pocos documentos que el Vaticano liberó sobre la Segunda Guerra Mundial, han sido seleccionados o colados en un intento de ocultar su papel comprometedor en los eventos cuestionados (HP, 259,377).

 

Los archivos secretos del Vaticano son, al mismo tiempo, un arma que le sirve al papado no sólo para esconderse cuando le conviene, sino también para infundir temor (Mega..., 10-11). Muchos, en efecto, prefieren no meterse con el papado por temor a faltarle, tal vez, un último elemento de la historia que pueda estar escondido en esos archivos herméticos y que contradiga algún punto que afirmen en sus investigaciones científicas. Al mismo tiempo, prefieren no verse confrontados con ese esfuerzo de reivindicación católica. Otros, en cambio, captan las ambiciones de supremacía de Roma y el engaño que encierran, y se esfuerzan por demostrar con todos los elementos disponibles por el hombre en la actualidad, esa falsedad y distorsión de la historia que provienen del Vaticano.

La liberación reciente de los archivos secretos de todos los países involucrados en la Segunda Guerra Mundial han venido a respaldar la labor tan esmerada y científica que varios autores de diversas corrientes de pensamiento, inclusive católicas, han reemprendido al concluir el S. XX. Gracias a esa liberación de los archivos secretos se ha suscitado un renovado interés en sus estudios históricos. Para sorpresa de muchos, la implicación del Vaticano con los gobiernos dictatoriales de entonces, y su complicidad con el genocidio nazi y clero-fascista, es contundente y va más allá de lo que se había supuesto. Aunque el Vaticano quiera continuar negándose a liberar sus archivos secretos de la historia, no podrá negar nunca los testimonios abrumadores que lo comprometen en los grandes hechos políticos y criminales del S. XX. Ni Hitler, ni tantos gobiernos fascistas, hubieran logrado levantarse ni prevalecer en Alemania sin el apoyo velado y abierto papal.

Es lamentable que todas las cortinas de humo que lanza el Vaticano para cubrirse hoy de su complicidad con el fascismo y el nazismo, encuentren a los protestantes sin capacidad de reacción debido a que se vieron arrastrados por la diplomacia católica a pactar también con el nazismo. Al encontrarse luego de la guerra igualmente manchados, los protestantes no sólo han pedido perdón y han damnificado muchas víctimas, sino que también han perdido el valor moral para denunciar el papel protagónico que le cupo al papado en ese genocidio. Lamentablemente, el protestantismo de hoy no ha aprendido la lección, y está apoyando al Vaticano nuevamente en sus esfuerzos por lograr tantos concordatos como sean posibles en el mundo entero. Al mismo tiempo se unen al papado en exigir que se reconozcan las tradiciones cristianas medievales en la constitución europea, y eventualmente en el resto del mundo.

El problema de los protestantes modernos es que juzgan al papado como se juzgan a sí mismos, esto es, dispuestos a reconocer sus faltas y a enmendarlas para que no vuelvan a repetirse. Pero no perciben que los sentimientos en la cúpula de la Iglesia Católica son muy diferentes. No prestan atención al verdadero problema de fondo, que tiene que ver con la pretensión de infalibilidad de parte del Magisterio de la Iglesia romana, y su típica “doble moral” en relación con sus políticas religiosas y económicas internacionales. La culpa del protestantismo moderno es doble. No sólo han perdido la visión profética de la Biblia que nos advierte sobre el papel final del anticristo romano, sino que se han negado también a aprender de la historia misma. Como resultado, volverán a caer en la trampa. Nadie puede despreciar la historia sin terminar siendo condenado, tarde o temprano, por ella misma.

Otra acusación seria que se ha hecho al Vaticano ha tenido que ver con su “involucramiento moral selectivo” o parcialidad política comprometida, con una doble moral que sigue conformando el sistema operacional de la Santa Sede. El papa Pío XII guardó silencio con respecto al genocidio nazi, lo que para muchos fue un acto de cobardía. Los hechos, sin embargo, prueban que hubo mucho más que cobardía. Tuvo que ver con convicciones políticas sobre el sistema de gobierno que apoyaba (dictatoriales fascistas que reconocían la autoridad del papado), o rechazaba (democracias occidentales que no le reconocían la supremacía reclamada). También tuvo que ver con su preocupación de no perder todo el enorme capital que había invertido en el gobierno nazista alemán. Su deseo de imponerse sobre el bloque oriental y lograr el reconocimiento general de toda Europa es otro aspecto indiscutible que pesó en las decisiones del papado.

Aún Juan Pablo II ha estado valiéndose de una doble moral. Reclamó protección inmediata sobre los croatas católicos de la venganza ortodoxa serbia en la guerra de los Balcanes al finalizar el S. XX, mientras que Pío XII había dado durante la guerra oídos sordos, como veremos luego, a un mismo reclamo yugoeslavo por las masacres croatas de los serbios. Juan Pablo II apoyó igualmente a los anticomunistas polacos pero guardó silencio sobre la ocupación indonesa de Timor Oriental que tenía que ver con otro Holocausto (UT, 281). Esa moral doble, sumada a su presunción de infalibilidad, llevan a muchos a negar que el papado, a pesar de su elasticidad mayor actual, haya realmente cambiado.

Si su apoyo velado o silencioso a Hitler tenía como propósito evitar males peores, como se adujo después, ¿por qué atacó en forma tan resoluta y riesgosa al comunismo, en forma frontal, antes, durante y después de la guerra, sin importarle las consecuencias tan dramáticas que podía eso producir en pérdidas humanas para los mismos católicos? De los estudios históricos resulta claro que participaba de las creencias discriminatorias nazistas y fascistas, y soñaba con poder lograr imponerse en el mundo a través de los triunfos de tales gobiernos, conquistando incluso a Rusia y al mundo oriental con el evangelio católico romano.

Hay más acusaciones contra el Vaticano, por supuesto, que refuerzan las ya expuestas de complicidad con el nazismo y el fascismo del S. XX. Esto lo veremos seguidamente en nuestro estudio del genocidio judío y ortodoxo, así como en la protección fraudulenta de los genocidas mismos después de la guerra. Anticipemos algunas de esas acusaciones. Se inculpa al papado de “crímenes contra la humanidad”, “obstrucción de la justicia”, complot homicida para derrocar gobiernos, “complicidad de robo” (referente al oro quitado a las víctimas) y lavado de dinero en el único banco del mundo (el del Vaticano) que es inmune a toda auditoría exterior. Su apoyo velado a Hitler hasta el último momento tenía que ver también con el deseo de no perder tanto dinero que había invertido el Vaticano en los bancos alemanes. Nido de corrupción, “línea de ratas”, en relación con su contrabando de criminales nazis y ustashis, son otros de los tantos epítetos empleados para describir esa “obra gigantesca de engaño”.

Todas estas acusaciones, que con justicia el veredicto de la historia había terminado haciendo caer sobre el papado medieval, son las que el veredicto de la historia moderna ha retomado al concluir el S. XX para volver a inculpar la Santa Sede por sus implicaciones en los genocidios perpetrados por los gobiernos nazis y fascistas. El sistema papal vuelve a revelar lo que los antiguos videntes de la Biblia profetizaron de él:  “un rey altivo de rostro, maestro en intrigas...” Los profetas y apóstoles del Señor destacan, además, “su sagacidad” para hacer “prosperar el engaño en su mano” (Dan 8:23,25), “con todo engaño de iniquidad” (2 Tes 2:10). “Colma de honores a quienes lo reconocen, y les da dominio sobre muchos, repartiéndoles la tierra como recompensa” (Dan 11:39). ¿Cómo es posible que, a pesar de tantas pruebas incontrovertibles de la profecía bíblica y confirmadas tan abundantemente por la historia, siga el mundo y cada vez más, honrando una institución tan llena de infamia? La única explicación que encontramos es la que da la Biblia por anticipado. Se trata del “misterio de la iniquidad” (2 Tes 2:7).

Fuente: Urgente24.

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