La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.

La mesa navideña: sidra, mayonesa y perversión.

Por Carolina Aguirre.

En la Argentina conviven pacíficamente toda clase de paladares y consumidores. Hay fundamentalistas de la comida sana, amantes del fast food, militantes macrobióticos, discípulos del Gato Dumas y dieteros compulsivos. No tienen nada en común; ni siquiera las servilletas. Cada tribu gastronómica tiene sus productos, sus recetas, sus formas de cocción. Sin embargo, hay una fecha en el año en el que todos los comensales degustan un mismo menú. Un día fatal en el que todos toman la misma bebida, picotean la misma entrada y cierran la noche con un idéntico postre: la Nochebuena.

Ese día, desde el sibarita más sofisticado y glamoroso hasta el ama de casa más ordinaria disfrutan la misma comida en la casa de su suegra. Por unas pocas horas todos se permiten la transgresión de engullir, sin ningún tipo de pudor o remordimiento, los platos más ordinarios de la cocina local: jamón con melón, ensalada rusa, torre de panqueques, lechón adobado, tomates rellenos, rodajas de matambre, pionono primavera, lengua a la vinagreta, pan dulce helado, ensalada waldorf, turrones con maní y frutas secas, garrapiñadas, confites y unos pútridos espumantes frutados cuyo nombre termina en fizz.  Y no hay excepción que valga.

Con más o menos frutas abrillantadas, con mejores o peores bodegas, desde la Tota Santillán hasta Francis Mallman, todos comen pan dulce y vitel thoné. Como una princesa que se transforma en cenicienta, un abogado que viaja al carnaval de Río para ponerse las plumas o una maestra jardinera que se disfraza de vampiresa en Halloween, la Navidad nos permite sacar toda nuestra vulgaridad oculta hacia afuera. Ese día y por unas horas, somos todos Fanacoa, somos todos Utilísima, somos todos Fresita. Hasta el más vegano de los veganos, hasta el más estricto de los dieteros, y hasta el más exigente sibarita ese día es igual de mersa.

PERVERSA MAYONESA

Yo no sé qué clase de perversión tiene el argentino con la mayonesa, pero si tuviera que decir a qué huele la Navidad, diría que a pólvora y a mayonesa. En la cena de fin de año no hay plato que no la cuente entre sus ingredientes. Muchas veces es, incluso, la vedette de la receta. Si no me creen hagan la prueba. Casi todos platos tradicionales que hace la gente para Navidad llevan un sachet de ese pus resbaloso con gusto artificial. Es pesada, grasienta y vulgar pero la gente la usa para unir, para decorar o para bañar todos sus platos como si fuese una plasticola comestible que transforma una bandeja de sobras en un manjar. 

He visto amas de casa orgullosas vaciando potes de medio kilo sobre una ensalada y llamando a ese acto degenerado y cochino “aliñar”. He visto cocineras en la televisión haciendo copetes rizados de ese sebo dorado como si estuvieran pintando la capilla Sixtina con un pincel especial. Y he visto niños con el semblante gris mortecino licuar en sus bocas inocentes esa crema amarillenta creyendo que eso los haría sanos y fuertes. Sin embargo, la realidad es que ningún ser humano normal puede darle a su familia un plato con quinientos gramos de mayonesa si no tiene la seria intención de que se mueran. La mayonesa es un empaste para haraganes, el comodín del ama de casa haragana que quiere hacer la cena rapidito para irse a ver la novela.

Otra prueba de comportamiento morboso navideño, es la fascinación por la comida en lata. Ningún día del año hay tanta gente en la góndola de arvejas del supermercado como el veintitrés de diciembre por la tarde. Podría afirmar que la industria del palmito subsiste gracias al menú de Nochebuena. ¿Cómo es posible que en una misma mesa haya platos con ananá en almíbar, arvejas en remojo, atún en aceite, sardinas, anchoas, duraznos al natural, alcaparras, corazones de alcauciles, aceitunas en salmuera, pickles en vinagre y morrones en agua y que todo, pero absolutamente todo haya salido de una lata o un frasco? Yo siempre había creído que las latas eran para salir del paso un martes a la tarde y no para abrirse en una ocasión especial. ¿A quién se le ocurre festejar fin de año con comida que fue plantada, cosechada y cocinada dos años atrás?

HUEVO RELLENO Y OTROS DELITOS

Sin embargo, para ser justa, del maléfico reino de la mayonesa, no todas las asquerosidades son igual de feas. Yo acepto en silencio la utilización moderada de aderezos en un sándwich de jamón y queso, pero no tolero bajo ningún punto de vista ver un animal devorando un huevito relleno.

Los huevos rellenos son una preparación que inaugura una nueva corriente gastronómica: la bulimia culinaria, una técnica inspirada en el estómago de los rumiantes. La receta original dice que se hierven los huevos, se los corta al medio, se les saca la yema, se mezcla con kétchup, mayonesa y mostaza y se vuelve a llenar la clara con esa pasta. Una verdadera porquería que ni siquiera puede existir en un cumpleaños para niños. Y por favor no crean que esta receta fue ideada por algún depravado con problemas de presupuesto. He ido a muchas casas dignas en donde he visto profesionales de traje y corbata porteña deglutir estos curiosos entremeses como si estuvieran en un hotel cinco estrellas.

Le sigue, cabeza a cabeza, la representante más barroca de la familia primavera: la torre de panqueques, una pira grasienta compuesta por unas capas de masa gruesa que esconden entre una y otra un montón de productos horribles bien “picaditos” como huevos, lechuga, jamón, queso, tomate, aceitunas. O como bien dicen las ecónomas que la preparan todos los diciembres en la televisión, con “todo lo que haya en la heladera” o “tenga usted en su imaginación”. Como si los ingredientes tradicionales de todas las recetas primavera (pionono primavera, arroz primavera, arrollado primavera, salchichón primavera) no fuesen ya suficientemente malos como para que además el ama de casa ociosa decida improvisar con lo que se le cruce por la cabeza.

Tercero sigue el vithel thoné, un plato que muchos ansían comer en silencio aunque no su receta no tenga ni pies ni cabeza. No olvidemos que el vithel thoné es carne con salsa de atún y que equivale a una milanesa con salsa de pollo o a un chorizo con coulis de milanesa. Ya bastante disparatados y caníbales eran los pescados rellenos con mariscos o las pastas con salsa blanca como para que festejemos semejante cachivache veraniego. Si encima sumamos que algunas personas le ponen mayonesa, huevo picado y alcaparras, estamos peor que con la lengua a la vinagreta o el matambre, que no es otra cosa que un rulo grasiento lleno de verdura ordinaria cosido con piolines y medibachas.

Por último, no hay que dejar de mencionar los postres. Hoy en día es casi imposible encontrar una familia que no haya arruinado una ensalada de frutas con gaseosa,  jugo sintético o edulcorante líquido. Últimamente lo único que pruebo son un montón de cubos de manzana y pera verde flotando como camalotes a la deriva en un río de jugo Tang. Jamás una cereza, una frutilla o una frambuesa. Y ni hablar de los helados. ¿De dónde viene la fascinación navideña por los postres helados en barra? ¿Cómo puede ser  que el almendrado, la cassata y el bombón escocés hayan sobrevivido a los años ochenta?

Y no hay que olvidar tampoco la decoración. Pareciera que en Navidad tenemos una necesidad orgánica de ser vulgares y estridentes. Sin ir más lejos, la mayoría de las mesas argentinas parecen una escena pergeñada por Almodovar o por una comparsa brasilera: flores de rabanito, tiritas de morrón, huevitos de codorniz, rollitos de jamón cocido, abanicos de lechuga criolla, filitas de arvejas, copetes de crema, cúpulas de aceitunas rellenas, bolitas de melón.

LA TRADICIÓN

Y ya sé lo que estarán pensando. Que así es la tradición. Que así como en Estados Unidos comen pavo, salsa agridulce y puré de batata con malvaviscos, aquí comemos ensalada rusa con arvejas y piquitos de mayonesa. Sin embargo, a mí me gustaría saber quién le asignó este menú a la tradición argentina. Quién dijo que íbamos a estar condenados al espectáculo mersa y desagradable del pollo con ananá. Quién estableció que todos los platos llevaran copetes de mayonesa con aceitunas rellenas. Quién dijo que no podíamos comer un cabrito, ceviche peruano o comida oriental.

Después de todo, no veo qué tiene que ver con nuestro clima y nuestra cultura comer mazapán, torta de almendras y stollen después de la cena. Porque yo tolero el choripán en la costanera, que alguien pondere los pastelitos, e incluso que usen grasa animal para hacer empanadas en la provincia. Me banco el colesterol y la vulgaridad porque es lo que nos tocó. Lo que no puedo soportar es que el menú navideño, además de ser una tradición seborreica y de sabor estridente, sea una tradición que no me pertenece. Padeceremos en silencio nuestras propias miserias y decisiones.

Fingiremos que las tortas fritas son ricas y que alguien puede sobrevivir a un locro, pero no me pidan que defienda la ensalada rusa, la garrapiñada y el melón con jamón. No me pidan por favor, que me haga cargo de la grasa ajena.

Fuente: Planeta Joy.

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