La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.

El señor González, Carancho del Monte

Por Rolando Hanglin.

El señor González es hombre manso y trabajador. Pero tiene sus fantasías. Le gusta decir, por ejemplo, que es descendiente directo del Coronel Don Vicente González, "El Carancho del Monte", que combatió contra los indios, contra los ingleses, contra los unitarios, contra los realistas, contra los paraguayos, contra los brasileños. En realidad, contra medio mundo, incluyendo al ilustre restaurador, don Juan Manuel de Rosas.

Cuando uno dice "Carancho del Monte" se imagina, en el acto, a un personaje viril, autoritario, áspero, valiente y de semblante feroz, como el carancho. ¡Y para colmo "del monte"! O sea montaraz, habituado a la vida salvaje, más cerca de ser un peligro que de temer al peligro. Esta es la imagen que González tiene de su presunto antepasado: el tátara-tátara-tatarabuelo que todos los argentinos quisiéramos tener, así como cualquier español sueña con ser pariente de la Duquesa de Alba y cualquier inglés con ser descendiente de Enrique VIII, que se casó ocho veces.

En la realidad sencilla de la vida, el señor González es nieto de un inmigrante asturiano que puso un almacén en Liniers. Nada heroico, si bien la gesta de cada inmigrante es, en sí misma, una aventura. Esto, los descendientes no lo vemos.

De cualquier modo: González a veces juega al "carancho del monte" y en otras ocasiones le toca ser el componedor. El manso, el bueno, el razonable.

La semana pasada, llamó a la puerta de su despachito el hijo menor, Ramiro.

- Hola, papá. Tengo que notificarte algo muy serio. He suspendido mi casamiento. Mejor dicho: está cancelado.

- ¿Pero por qué, Ramiro? ¿Qué pasó?

- Acabo de escuchar por radio que van a proponer en el Congreso un montón de cambios en las leyes de matrimonio, herencia, tenencia de los hijos, todas esas cosas. A mí, todo esto no me gusta nada.

- ¡Pero no, hijo, no digas eso! Son propuestas muy sanas, hay que actualizar las leyes. Las costumbres van cambiando. Natural.

- ¡Papá, me van a sacar los hijos, me van a echar de mi casa!

- No, Ramiro. Eso a lo mejor le está pasando ahora a algunos hombres, esos señores que dan vueltas al Obelisco, o a la Pirámide de Mayo, los miércoles. No lo sé bien. Pero a lo mejor fueron maridos infieles. ¿Quién sabe? Algo habrán hecho. Pero con las nuevas leyes, a lo mejor no pasa más.¡Creo que esa es la idea!

- Yo no me lo creo, papá. La tenencia compartida queda a criterio del juez. La cuota alimentaria queda a criterio del juez. ¡Todo!

- ¿Y cual es el problema, Ramiro?

- ¡Es que no hay jueces, pa! ¡Son todas juezas! En los Tribunales de Familia son todas juezas. Mujeres hembristas. Siempre deciden contra nosotros. La palabra de un hombre no vale nada. De antemano, es culpable. Si la mujer lo acusa de violar a los hijos, preventivamente, lo sacan de su casa. Pero si el hombre acusa a la mujer de planear el ahorcar con una soga a sus chiquitos, nadie le da bola. ¡Nosotros no existimos! Vamos siempre en cana. Una mujer puede asesinar al marido y, como mucho, va al psicólogo. ¿No lees los diarios, pa?

- Sí que leo los diarios, Ramiro. Pero esto no es una guerra. Por empezar, tu novia, Vanessa, es una chica buenísima, joven y mona, de buena familia, está en tercer año de Derecho.

- ¡Todas son lindas al principio, pa! No sé si te suena esta frase: "Uno conoce a su pareja sólo cuando se separa".

- Eso es muy negativo, Ramiro. Ya tenés 34 años. Me parece que es hora de formar un hogar. Y has encontrado una mujer que es ideal. ¿Por qué no te mirás en el espejo de tu mamá y yo?

- Mamá nunca estudió, viejo. Y Vanessa va a ser abogada. ¡Nada menos que abogada!

- Pero hijo, te desconozco. Hoy día, es necesario que trabajen los dos. Marido y mujer. ¿Qué más querés? Una abogada puede agregar ingresos importantes a la familia. Todo suma.

- ¡Yo quiero una mujer que cuide la casa y los hijos, nada más!

- Ah, bueno, Ramiro. Entonces estamos fritos. Te aviso que vas a ser pobre, como yo. Mirame. Hace cuarenta años que trabajo como un burro y nunca tuve, en mi propia casa, un escritorio, un despacho. Aquí estoy, en el comedor de diario, con una cajonera de hardboard, anotando papeles sobre un mantel de hule. ¡Mirá lo que son las cosas!

- No me digas, pa, que vos pensabas armar tu despacho en mi cuarto.

- ¡Por supuesto, Ramiro! Ni bien te casaras, yo planeaba poner, finalmente, un buen escritorio, sacando la camita y los otros mueblecitos, para colocar un sillón de cuero negro como Dios manda, un pupitre de roble.

- ¡Imposible, pa! Aunque me case, yo quiero dejar mi cuarto armado, con la foto de Bono, las colecciones de CDS, el kayak inflable, la tabla de windsurf, las cosas de video, porque en el departamento nuevo no hay lugar. Este cuartito tiene que ser mi santuario.

- ¿Cuartito? ¡Oíme, Ramiro, yo nunca en mi vida tuve un cuartito! Solamente el dormitorio matrimonial, donde tu mamá saca las cosas, las cambia de lugar, corre los muebles. ¡No sé donde están mis camisas, por ejemplo! Y yo no me quejo. Hay que aguantar ciertas dificultades, por el bien de los hijos.

- Mirá papi: a vos te ayudaron a aguantar. ¿Me entendés lo que te quiero decir? Porque vos has tenido minas, más de una. ¡Mirá que yo te conozco!

- Callate, por favor. ¡Que no se entere tu madre!

- Ya lo sabe, papi. Mami te aguantó porque no tenía otra. Y supongo que te quiere.

- ¿Suponés?

- Supongo.

La discusión ha subido de tono.

Carancho y caranchito se miran, furiosos. Hay una pausa.

- Bueno, hijo, hacé lo que quieras- suspira González.

- De acuerdo, pa. Tengo que reflexionar un poco. ¿Me prestás la casita de Pinamar?

- Eh. ¡Bueno! ¿Vos tenés llave?

- Por supuesto. Mañana voy para allá. ¿Sabés si hay comida en la heladera?

- No sé, preguntale a tu madre.

- Bueno, pa. Por favor, en estos días, que nadie entre a mi cuarto. Ya le avisé a mami. Hay una chica durmiendo. Es Macarena, una compañera de la facultad que tiene problemas de pareja.

González, el Carancho del Monte, vuelve a sus papeles. Piensa, piensa, piensa: "¡Mi hijo ya cumplió 34 años!"

Y después, decide no pensar más..

Fuente: La Nación.

Editoriales