La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas. |
Homenaje a Juan Castro, a cuatro años de su muerte. Por Tamara Sarmiento. |
A mediados de 2003, sin saberlo o quizás intuyendo el acechante final, rogaba ayuda a su manera. Ese joven periodista de 33 años, con mirada mezcla de tristeza y alegría y una inmensa capacidad de sentir, nos confesaba por TV, que era adicto a las drogas. Juan Castro era el nombre de esa personita que eligió un día no guardar tanto dolor y contar lo que le pasaba. Es que se había ganado el respeto más sublime, el verdadero. Y aunque lo queríamos demasiado, esa noche, sentimos que lo queríamos todavía un poquito más.
Quizás imaginaba que contando su propio infierno iba a poder ganarle. Sentía que hacía un compromiso con nosotros: “No hay posibilidad de que yo vuelva a las drogas”, decía, como quien quiere autoconvencerse de ello. Pero el mensaje que guardaba tamaña confesión pública no era otro que un pedido desesperado de ayuda. Sabía que no se trataba de una “curación”, como intentaba afirmar, ese era solo un acto de deseo que le consumía las horas y la energía.
Quizás se sintió menos solo al decir esa frase que hasta hoy nos sigue helando la sangre: “Entonces Juan, que es amigo de ustedes, aunque no estemos en la mesa de un bar tomando un café, lo que les pide es que todos los jueves de acá a fin de año vean como una persona es capaz de enfrentar sus miedos, sus tentaciones, y ser quien tiene que ser”, afirmó, y por un instante pareció sentirse seguro de ello.
Demasiado frágil y con gran necesidad de ser escuchado, nos eligió como confidentes y nosotros lo aceptamos porque nos conmovimos con su historia personal y su valentía para decir lo que pensaba.
El chico sensible que entraba a la villa como uno más, hablaba con el pibe que consumía de igual a igual, porque sabia que entre ambos, no había tanta diferencia. La vulnerabilidad y el vacío interior, aun con historias distintas, los predisponían al consumo y de seguro sufrían hacerlo, sabia Juan, porque lo vivía, nadie se lo contaba.
En una sociedad que estigmatiza lo que no quiere ver, Juan nos enfrentó a nuestras propias miserias y nos demostró que somos capaces de dejar a un abuelo abandonado en un geriátrico, nos abrió los ojos justo cuando se nos empezaba a hacer costumbre ver a los chicos revolver la basura para comer algo o vivir en la calle. Nos mostró a los inundados, a los que esperan, a los que sueñan, a los otros adictos, a los inválidos, a los golpeados, a los que eligen otras orientaciones sexuales, a los discriminados, a los que luchan a diario, a los que ayudan al otro, y a otros tantos anónimos que también tenían algo para decir. Y lo hacia porque sabia muy bien de que se trataba la vida.
Juan fue ese tipo valiente que pudiendo ser uno más, eligió no serlo. Pero no lo hizo desde la vanidad, sino desde el sentimiento más profundo. Juan entendió que el camino era otro. Juan entendió que la gente no era descartable, y eligió escucharla.
En sus pocos añitos, sintió que el mundo si se podía cambiar si de verdad lo queríamos. Hubo otros que también lo creyeron, como Fabián Polosecki, y muchos que lo seguimos creyendo. Era solo cuestión de correrse la venda de los ojos y entender que el empeño por comprender proviene del placer de destruir prejuicios, como alguien dijo una vez.
Juan sabía que no se construye nada valioso sacando del medio lo que preferimos no ver o que no se merece demasiado respeto alguien que saca a trompadas a los cartoneros de Belgrano o les paga miles de pesos a familias ocupas para que se vayan a la provincia, como se vio en estos días.
Juan hubiera pedido como mínimo perdón por cada lágrima de esa madre con sus hijos en brazos que veía desolada como el camión de basura le llevaba su colchón húmedo y su carro al basural. Perdón por ese padre que por la necesidad de llevar comida a casa, no veía a sus hijos en una semana. Juan hubiera sabido que esa gente tenía dignidad, elegía el trabajo y no el delito. Otros deberían saberlo, porque aunque condenen la delincuencia, a veces, parecieran empujar a la gente a hacerlo.
Mientras nadie se interesa por ellos y los noticieros se preocupan más por el recambio turístico o el libro de Harry Potter en castellano, ellos, los de siempre, siguen esperando que alguna vez la casa no sea una plaza, la comida no venga de los desperdicios ajenos y lo que poco o mucho que tengan no sea para los demás, solo basura.
Juan hubiera sentido la misma vergüenza, frente a un barrio que muestra las vallas policiales como trofeo o a un candidato que usa a una nena en un basural para su campaña, y sin dudas les hubiera dicho unas cuantas verdades, que a nadie les escuche decir, y que por un momento, imaginé que desde algún lado, él las decía.
Cuatro años después, la ausencia sigue siendo tan cruel como la falta de respuestas de una justicia que a veces pareciera ciega, sorda y muda hasta que se acerca un aniversario.
Tan solo con las pruebas aportadas por algunos medios y las llamativas preguntas que siguen apareciendo en torno a su muerte y a los que lo rodeaban, resulta inconcebible que la justicia aun no haya usado el sentido común.
Sigo pensando que era más importante una mano a tiempo, que un contrato al abismo, y era más importante un abrazo sincero, que una ausencia injustificada.
Juan merecía otro final, pero no lo quisieron así los que eligieron no ver. Los mismos que nunca entendieron lo que Juan trataba decirles y los que solo pensaban que Kaos era un programa o Juan era un personaje. Juan sabía que era más que eso. Era poner el cuerpo y el alma en cada salida, ante cada historia no guardarse nada. No era un negocio, era una vocación que le mostraba lo que era la vida y a la cual decidió aferrarse hasta el final.
Cuando lo conocí sentí que por fin algo empezaba a cambiar, cuando lo escuché, me convencí de ello.
Ese chico de ojitos brillantes y sonrisa grande, tenía la sensibilidad y el carisma de un ser especial. Se mostraba como era, y no ocultaba lo que sentía. Es que Juan fue un buen tipo, en medio de tanto caos.
Transparencia y verdad fueron las dos palabras que lo acompañaron en su camino. Hoy, lo único que tenemos en claro, son dudas y la cruel certeza de que estaba demasiado solo.
Que esta vez, se haga justicia. Que esta vez sobre el mérito, para que los responsables por acción u omisión paguen tanta injusticia y tanto abandono. Juan merece la paz que buscaba.
Gracias por tanto amor.
Gracias por dejarme de herencia, “el corazón sensible”.
Hasta siempre.
Ver artículo anterior Juan Castro: Una muerte irresuelta: https://bolinfodecarlos.com.ar/muerte_irresuelta.htm