La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas.

El día que Lanusse le mojó la oreja a Perón.

Por Pablo Mendelevich.

"Si Perón necesita fondos para financiar su venida (sic), el presidente de la República se los va a dar. Pero aquí no me corran más a mí, ni voy a admitir que corran más a ningún argentino, diciendo que Perón no viene porque no puede; permitiré que digan porque no quiere, pero en mi fuero íntimo diré porque no le da el cuero para venir".

Hace hoy cuarenta años, el 27 de julio de 1972, Alejandro Agustín Lanusse desafiaba desde el Colegio Militar a Juan Domingo Perón a volver al país si realmente quería ser candidato a presidente. Perón llevaba en el exilio largos 17 años durante los cuales las Fuerzas Armadas habían fingido -o pretendido- su inexistencia. Hasta que el presidente Lanusse, caudillo militar con más vocación política que la mayoría de sus antecesores, prometió levantarle la proscripción a condición de que se someta a su juego.

El duelo transoceánico Perón-Lanusse llevaba más de un año, negociaciones secretas incluidas, pero ese 27 de julio la bravata del presidente de facto de tratar de cobarde al líder exiliado marcó un quiebre. Génesis de las convulsiones institucionales de 1973, la frase "a Perón no le da el cuero" ayudaría a retemplar en el credo peronista las credenciales viriles del líder a quien nadie debía atreverse a retar como si fuera un par.

Con la inagotable violencia política como telón de fondo, en gran parte patrocinada por él, Perón desafió las reglas de Lanusse con una sucesión de decisiones de factura revanchista, cuyo grado de planificación todavía hoy es motivo de interpretaciones contrapuestas. ¿Lo programó todo o lo resolvió al compás de los acontecimientos? ¿Era su vocación íntima volver a ser presidente?

La secuencia es conocida. Lanusse dictaminó que los candidatos a presidente para las elecciones del 11 de marzo de 1973 tenían que estar residiendo en la Argentina antes del 25 de agosto de 1972. A la vez, para lucir equitativo, sugirió una autoexclusión al disponer que para esa misma fecha debían renunciar los funcionarios que quisieran presentarse. El Gran Acuerdo Nacional motorizado por Lanusse generaba dudas en la dirigencia política respecto de las ambiciones del presidente (al cabo el régimen se hizo representar electoralmente por un brigadier, que no llegó al 3 por ciento).

Perón vino cuando quiso (el 17 de noviembre de 1972), puso de candidato a un personaje menor, su delegado personal Héctor Cámpora (quien ganaría con uno de cada dos votos las primeras presidenciales celebradas desde 1951 sin el peronismo proscripto), a las siete semanas lo desplazó del gobierno y volvió, por fin, con más edad que ningún presidente (78 años), a la Casa Rosada, votado por un vigoroso 61,86 por ciento (su segunda marca), pese a que estaba al tanto de su salud debilitada. Apenas nueve meses más tarde la muerte lo sorprendió en la Residencia de Olivos. Al frente del país dejó a su tercera esposa, Isabel, tutelada ya desde Madrid por José López Rega, el Brujo.

Le había dado el cuero para volver al país y para volver al poder, pero no para desmontar la violencia que él mismo había alentado desde Madrid ni para encausar al desmadrado movimiento peronista. Justamente el día del retorno definitivo, 20 de junio de 1973, ambos trastornos confluyeron y se produjo la masacre de Ezeiza.

Pero aunque el peronismo no le guarde gratitud, porque le endosa una proscripción personalizada, Lanusse fue el militar que puso fin a lo que en el Ejército se llamó durante la segunda mitad de los cincuenta y toda la década del sesenta "el problema peronista". Eufemismo que hablaba de la exclusión sistemática -aparte de vejatoria, probadamente ineficaz- de media Argentina. Puertas adentro debió enfrentar a los sectores más duros del Ejército, que incluso en octubre de 1971 intentaron un golpe para evitar la salida electoral. Una conjunción de liderazgo y pensamiento insospechado, quizás, fue lo que le permitió llevar adelante el giro histórico.

Lanusse había sido condenado a cadena perpetua por su participación en el golpe fallido de 1951 contra Perón. La Revolución Libertadora lo había rescatado de la cárcel de Río Gallegos, donde convivía con delincuentes comunes y vestía uniforme de preso. Era un antiperonista visceral, corpulento, audaz, inteligente, ciertamente más noble que el dictador que le siguió tras el intervalo peronista, Jorge Videla, contra el cual declaró como testigo en el juicio a los comandantes de 1985. Lanusse, cabe recordar, sufrió en carne propia el drama de los desaparecidos cuando fue secuestrado Edgardo Sajón, quien había sido su secretario de Información Pública.

Las escarpadas negociaciones con Perón incluyeron la devolución del cadáver de Evita, llevado en septiembre de 1971 por emisarios desde el cementerio milanés donde reposó camuflado durante años bajo el nombre de María Maggi, hasta la residencia madrileña de Puerta de Hierro. Allí López Rega y Jorge Daniel Paladino, el delegado personal anterior a Cámpora, realizaron la tarea de abrir el ataúd. Lanusse también ordenó pagarle a Perón las pensiones militares adeudadas e hizo emplazar el busto del ex presidente -junto con el de Arturo Frondizi- en la Casa Rosada. Pero no consiguió persuadirlo para que condenara la violencia guerrillera que fustigaba al régimen militar.

Justo el día de la fuga de guerrilleros de la prisión de Rawson, prolegómeno de la masacre de Trelew, Cámpora decía en Madrid que Perón rechazaba la cláusula del 25 de agosto, si bien volvería antes de que finalizase el año. La masacre de Trelew aglutinó a los grupos guerrilleros e involucró más al justicialismo en la confrontación con los militares, cuya impopularidad aumentó en favor del distanciamiento que ya gestaba Perón.

El coronel Francisco Cornicelli fue el primer militar que llegó a Puerta de Hierro en nombre de Lanusse, aunque su fama no le vino por precursor sino porque tiempo después Perón rompió el secreto y contó que le habían enviado a "un coronel Vermicelli". La intermediación de Paladino, tropa propia, había terminado peor. Perón lo despidió al parecer disgustado con la cercanía que el delegado alcanzara con el principal operador político de Lanusse, su ministro del Interior Arturo Mor Roig, y su perfil contemporizador, desplegado sobre todo en el marco de La Hora del Pueblo, primera multipartidaria.

El duelo Perón-Lanusse fue un camino de montaña, en cierto modo porque Perón manejó su consabida ambigüedad alternando la negociación con la confrontación tercerizada. Muchos peronistas están convencidos de que el duelo lo ganó Perón, si bien suelen partir del supuesto de que Lanusse quería reemplazarlo.

Dato significativo, ambos contendientes prácticamente no se conocieron en persona. Se cruzaron una sola vez, en un cuartel. Pero eso sucedió en 1944. Lanusse era un joven oficial, aliadófilo como su tío Agustín P. Justo. Por entonces el coronel Perón, ministro de Guerra del presidente de facto Edelmiro Farrell, simpatizaba con el Eje. El subordinado se cuadró y practicó un saludo de circunstancia, sin imaginar que tres décadas después libraría con él una pulseada histórica..

Fuente: La Nación.

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