La verdad jamás estará en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los serviles y menos aún en los idiotas. |
Dale gas, Néstor, dale gas. Por Jorge Lanata. |
Ya casi nadie recuerda aquello del riesgo país. Las obsesiones matemáticas de la Argentina son igualmente violentas y efímeras. La tormenta de 2001 barrió con el Emergency Market Bond Index Plus: el extorsivo grado de peligro que el país representaba entonces para los inversores extranjeros. El JP Morgan llegó a calcularlo entonces en 6.505 y hoy es de unos ignorados 273 puntos.
Pero ningún argentino puede vivir sin esa sensación de ruleta rusa generándole adrenalina; hoy la extorsión de la Banca Morgan ha dejado su sitio al baile desolado y fatal de otros dos números: el rating minuto a minuto y el índice de demanda energética.
Uno se mueve fogoneado por el baile del “caño” en el programa de Marcelo Tinelli y el otro parece ser un camino de ida al precipicio; se trata de los megavatios que faltan para que el país se apague. La potencia máxima teórica del mercado argentino es de 18.000 megavatios (MW); para decirlo de otro modo: eso necesita el país, cada día, para funcionar.
Luz, energía, calor, fuerzas en movimiento. El índice de demanda energética no es distribuido por IBOPE sino por Cammesa, la Compañía Administradora del Mercado Mayorista Eléctrico. Imagínense un semáforo: por debajo de los 16.000 MW, el color es verde (el consumo describe una curva cuyo pico máximo se produce a las ocho de la noche, y el mínimo, a las cuatro de la madrugada).
Hasta 16.999, el color es amarillo. Por arriba de los 17.000, comienza a sonar la sirena y se enciende la luz roja. Hace unos días el índice trepó a los 18.300 MW: el Gobierno decidió entonces bajar la tensión eléctrica del Gran Buenos Aires, Córdoba y La Pampa. ¿Cómo se producen esos 18.000 megavatios? ¿De dónde salen? Del petróleo, de la energía nuclear, de mínimas fuentes alternativas y del gas.
De los 18.000, 13.000 son “térmicos”, así se denomina a la energía que es producida por el gas natural.
El pasado lunes, con un pronóstico del tiempo adverso y el consumo a punto de ponerse en rojo, las distribuidoras de gas se reunieron hasta la medianoche con el secretario de Energía y los miembros del Enargas, el ente de control: todos llegaron tarde a casa y con una mala noticia: Chile iba a quedarse sin gas al menos por cuarenta y ocho horas, y eso sería peor de continuar el frío.
Lo único que el ministro de Planificación Julio De Vido podía hacer entonces era organizar una cadena de oración en la puerta del Servicio Meteorológico Nacional. No lo hizo, pero tampoco lo descartó: como todo el mundo sabe, Dios es argentino.
Y AHORA VIENE LO PEOR
Cerca del fin de semana, el Gobierno constató que Dios había renovado el pasaporte; el frío fue cediendo y el ministro acosado por el clima (y por las denuncias de coimas del caso Skanska) decidió pasar al contraataque:
- El sistema energético respondió con solidez –le dijo a la prensa secándose el sudor de la frente.
- Este fue un evento absolutamente excepcional.
- Hay uno cada cuarenta y cinco años –se envalentonó.
Todos saben que De Vido miente: la Argentina enfrenta una crisis estructural en el sector energético, y éste está al borde del colapso. El ministro tenía en su escritorio, esa misma mañana, un ejemplar del diario La Nación, donde el ex secretario de Energía de Carlos Menem Carlos Bastos presentaba la cara brutal del futuro del área: “Todavía lo peor está por venir”, se titulaba.
La sentencia de Bastos no era, como intentó presentar el Gobierno, una crítica opositora de un representante de los nefastos 90; Gustavo Callejas, ex secretario de Energía de Alfonsín, coincidía en el diagnóstico: “El último gasoducto para consumo interno se inauguró en nuestra época”, recordó.
A partir de la privatización del gas, la inversión en exploración fue de prácticamente cero. Las empresas operaron con la lógica del mínimo riesgo y el máximo rendimiento en el corto plazo, y llevaron a la Argentina al actual estado de desabastecimiento. En 1986 había 190 pozos de exploración y actualmente hay 25.
El camino que termina en el colapso previsto para fines de la década comenzó en 2000, cuando el mercado argentino se concentró en el gas: el producto era más barato y las plantas se instalaban en un año, contra los cinco que demanda montar sus equivalentes de energía nuclear.
En 2002, acompañando la pesificación, se decidió congelar las tarifas de los usuarios finales, hecho que determinó un aumento imprevisto del consumo y la entrega de subsidios millonarios a las empresas (en el Presupuesto 2007, el rubro “Transferencias a empresas privadas” de energía representa 1.504.207.765 pesos, unos 500 millones de dólares).
En 2004, el Gobierno formalizó acuerdos con Bolivia para importar gas desconociendo los convenios con Chile. Aquellos protocolos firmados por Frei y Menem dividen aguas: se encuentran bajo el marco de un acuerdo de garantías de inversiones, y fueron firmados por empresas privadas. “Era un momento de optimismo ilimitado”, reconoció una fuente refiriéndose a los puntos del acuerdo hoy en pugna.
Mientras algunos los interpretan como acuerdos que, de ser incumplidos, podrían generar una presentación de Chile ante el CIADI contra Argentina (improbable pero legalmente posible), ya que son acuerdos privados bajo paraguas oficial que van más allá de los gobiernos e implica un compromiso entre Estados, otros –por ejemplo, los miembros del Grupo Moreno (Movimiento por la Recuperación de la Energía Nacional Orientadora)– afirman que los protocolos, no homologados por el Poder Legislativo, establecen que se concederán los permisos de exportación siempre y cuando no comprometan el abastecimiento interno.
Argentina produce, teóricamente, 53.000 millones de metros cúbicos de gas por año (lo de teóricamente obedece a que las únicas cifras son las proporcionadas por las empresas, ya que no hay auditoría ni controles fiscales efectivos) y exporta a Chile unos 22 millones de metros cúbicos por día, en situación normal.
En plena crisis, esos envíos apenas alcanzaron 1,8 millón de metros cúbicos, los indispensables para abastecer la región metropolitana de Santiago. El gas que Argentina le compra a Bolivia a 5 dólares el millón de BTU (British Thermal Unit, una unidad de medida inglesa aplicada al gas) lo vende a Chile a unos 3 dólares, que el Gobierno intenta compensar aumentando las retenciones a la exportación de gas.
—Querramos o no, el gas a Chile se va a cortar.
—¿Se va a cortar?
—Sí, alrededor de 2009. Porque nuestro pico de producción de gas se alcanzó entre 2004 y 2005, y de ahí en más, la curva va en descenso.
El diálogo es textual, y fue mantenido con un importante especialista del área, quien pidió reserva de su identidad. Todas las fuentes coinciden en afirmar que en 1998 se llegó al máximo de producción de petróleo y en 2004 al máximo de gas; de ahí en más, sólo se puede descender.
De hecho, quedan, en el caso del gas, unos ocho años de reservas probadas, pero todas las multinacionales del sector recalculan las reservas a la baja.
Un estudio interno realizado por asesores técnicos de la Comisión de Energía de la Cámara de Diputados afirma, frente a la hipótesis de una tasa de crecimiento medio (4,1%) que el primer gran problema se presentará en 2008, cuando la central nuclear de Embalse esté fuera de operación por ocho meses para su eventual modernización (con el fin de expandir su vida útil hasta 2030)en la hipótesis de crecimiento bajo, los problemas de déficit en el suministro de energía se presentarían a partir de 2014.
La Comisión de Energía y Combustibles, sin embargo, parece estar viendo otro canal: está presidida por la diputada del Frente para la Victoria Rosana Andrea Bertone (miembro del círculo más íntimo del presidente K) y nunca se reunió en los últimos seis meses, aunque publica en la página Web del Congreso que sesionó el pasado 2 de mayo; lo interesante del asunto es observar los temas que trató en lo que no fue un encuentro de legisladores sino de asesores:
- Conmemorar en diciembre el día del centenario del descubrimiento del petróleo argentino.
- Declarar monumento histórico nacional el reactor RA-1 de la CNEA.
- Declarar de interés legislativo el Primer Congreso Americano de Biocombustibles.
- Varias expresiones de “beneplácito”.
- Solicitar al Poder Ejecutivo que se amplíen los puntos de venta de la denominada “garrafa social”.
La “garrafa social”, en realidad es una broma: hay hoy en la Argentina 18 millones de pobres que deben pagar el gas más caro que los integrantes de la clase media.
Por un acuerdo con Repsol, el gobierno K liberó el precio del denominado GLP (gas licuado de petróleo) conocido comúnmente como gas en garrafas.
Un estudio elaborado por la Consultora Equis sobre datos del INDEC detalla que la falta de gas natural llega al 99,7% de los hogares de la región NEA (Corrientes, Chaco, Formosa y Misiones), al 41,2% del NOA (Catamarca, Jujuy, Salta, Santiago del Estero y Tucumán) y al 28,7% de la región pampeana, de modo que las zonas más pobres de la Argentina pagan más caro el gas envasado, o utilizan otros combustibles como leña, carbón o estiércol de animales.
Como el GLP es un commodity, Repsol aplica el precio de exportación a Brasil, y la garrafa cuesta entre 27 y 28 pesos.
El gas natural de las zonas residenciales, en cambio, lleva años con su tarifa congelada y subsidiada.
FRÍO, FRÍO
Frente a la crisis que “no existe”, la presión de los gasoductos cayó esta semana un 25%, y la domiciliaria, calculada habitualmente en 100 gramos por centímetro cuadrado, se redujo considerablemente. Quienes quisieron cocinar durante estos días necesitaron el doble de tiempo de cocción.
En el caso de los gasoductos, se le inyectó más aire al gas, que en diversos puntos del país salía sucio y con más hollín. Las máquinas, entretanto, quemaron fueloil en lugar de gas: petróleo de mala calidad con humo amarillo y excesiva cantidad de azufre.
Más de cien escuelas de la Ciudad de Buenos Aires y el Conurbano sufrieron la falta de calefacción, y en algunos casos debieron suspender las clases, hecho que se extendió a 350 escuelas en el interior del país.
En diversas ciudades debió cortarse también el servicio de agua potable, y en casi todo el país se restringió la presencia de taxis y remises que funcionan a GNC y se negaban a seguir con nafta al doble del costo.
El Gobierno tuvo que elegir entre las estaciones de servicio y las estufas domiciliarias, y eligió lo segundo, aunque no alcanzó para que el problema no trascendiera al gran público. La sensación de precariedad fue generalizada.
Pero, repitan conmigo, no hay ninguna crisis de energía.
Una propuesta elevada por técnicos del área al secretario de Energía terminó en el cesto de papeles: en ella se recomendaba “adoptar medidas duras y firmes por lo menos por dos años para evitar males mayores (...) disminuyendo en un 35% el consumo domiciliario de cocinas, calefones y calefacción, y en un 50% el agua caliente y la calefacción de clubes, restaurantes y usuarios similares procurando un ahorro de unos veinte millones de metros cúbicos por día hasta que el sistema se estabilice”.
El devenir del caso Skanska paralizó las obras de un nuevo gasoducto, removió la cúpula del Enargas y alteró el sueño de toda la línea que va desde el más pequeño de los procesados hasta el ministro De Vido y el presidente K.
Lo que se dice un mal momento del sector. Pero, como todo el mundo sabe, no hay crisis energética ni tampoco corrupción en el Gobierno.
INVESTIGACIÓN: J. L. / ROMINA MANGUEL / LUCIANA GEUNA.